David Monteagudo
Fin
HUGO-COVA
El teléfono sonó una, dos, tres veces. «¿Alguien puede coger ese teléfono?», gritó Hugo desde algún rincón de la casa; pero el teléfono sonó otra vez, y luego se hizo el silencio, y después volvió a sonar de nuevo. Hugo entró en el despacho con pasos precipitados, farfullando una palabrota, y descolgó a la mitad de un nuevo timbrazo. «Sí, diga», dijo mientras el auricular viajaba todavía hacia su oreja, en un tono apremiante, descortés, mezclando en su irritación al anónimo llamador y a quien le había obligado, con su pasividad, o tal vez con su ausencia, a atender la llamada.
Pero a la agitación de ese primer momento le siguió un instante de total silencio, de expectante quietud. Durante unos segundos, Hugo permaneció mudo, con la mirada fija, con el ceño fruncido. «¿Cómo?… No… no sé…», pronunció por fin, dubitativo, con largas pausas entre palabra y palabra. «No sé… la verdad… así, de golpe…». Las palabras se arrastraban prudentes, desconfiadas, mientras su mano apretaba ávidamente el auricular. «Oye, ¿quién…?», empezó a decir con decisión, con un asomo de irritación; pero se interrumpió a mitad de la pregunta, y un segundo después estalló en un tono completamente distinto. «¡Claro, Nieves… ahora… claro, hombre, claro… si tienes la misma voz…! Perdona, tú, es que… ¿Cómo iba a imaginar que…? ¿Cuánto hace que no…? No, claro, por la calle sí, vives por allá arriba… eso… sí, te veo a veces… sí, con los dos niños… ¿Ves? Te tengo controlada…».
Hugo continúa hablando con frases entrecortadas, interrumpiéndose al ritmo de las réplicas que le dan desde el otro lado del teléfono. Se ha relajado; su entonación es amable, ligera, acaso algo banal; y mira alternativamente, distraídamente, un dibujo enmarcado que cuelga cerca de la ventana y el paisaje de árboles y tejados que se ve a través de ésta. En su boca ha ido naciendo una suave sonrisa, un tanto irónica, mientras que en sus ojos sigue chispeando un malicioso brillo de curiosidad.
«No, claro, hablar hablar… a lo mejor más de… ¡¿quince?! ¡Caray, cómo pasa el tiempo! ¿Y a qué debo el honor de…?». Se produce un largo silencio. Hugo interrumpe el vaivén que había imprimido a su cuerpo y se queda inmóvil, mirando a la ventana, de espaldas a la puerta por la que ha entrado hace unos segundos. «Ya no me acordaba… -dice rompiendo por fin el silencio»-. No, perdona: que sí, que claro que me acordaba. Me acuerdo muchas veces de eso; quiero decir que no recordaba la fecha exacta, no… no sabía que fuera ahora».
Hugo gira pausadamente; sus movimientos se han hecho más lentos y su mirada es más reflexiva, más atenta; ahora mira de nuevo el dibujo colgado en la pared, durante un largo período en el que ningún sonido sale de su boca. Pero sus ojos captan algo en el extremo de su campo de visión. Cova está en la puerta, asomando medio cuerpo, apoyada en el marco. Hugo la mira a los ojos durante unos segundos, con una mirada totalmente neutra e impersonal, aparentemente concentrado en lo que le dice el auricular. «Sí, sí, te oigo… -dice de pronto, y de nuevo se da la vuelta dando la espalda a Cova-, Que sí mujer, que claro… por supuesto, pero… no deja de ser una cosa de… de adolescentes, éramos… éramos muy jóvenes entonces…». Hugo niega con la cabeza, abre la boca para hablar, la cierra, sonríe con un breve resoplido, de nuevo intenta hablar, pero no habla sino que cierra los ojos, y por fin hace oír su voz.
«No, no, que sí, que puede tener su gracia… sí… sí… ¡Hombre! Puede, puede ser interesante… sí, sí, será… será… ¿Y tú crees que vendrán? Conseguir que tanta gente… el mismo día… ¿Ah, sí?, ¿En sábado? Cae en sábado… Sí, sí, una suerte… Ya, ya, todos…».
Los silencios entre una frase y otra son ahora más prolongados, como si desde el otro lado de la línea telefónica estuviera llegando información de más sustancia, más densa que las protocolarias presentaciones de hace un momento. Hasta que se produce una pausa todavía más larga, y el rostro de Hugo se transforma; desaparece la media sonrisa, todas sus facciones se aflojan y distienden, y su mirada se vuelve hacia dentro, absorta, ocupada exclusivamente en lo que está escuchando. De pronto su boca emite un sonido no articulado, gutural, tal vez de asentimiento; entonces mira de nuevo hacia la puerta y ve que Cova ya no está allí; pero todavía permanece un rato más en silencio, arrugando el entrecejo, y finalmente habla en un tono diferente al de antes, más inseguro y vacilante: «Estás… estás loca, no… no vendrá…», y de nuevo permanece a la escucha durante un buen rato. Cuando vuelve a hablar, lo hace con una entonación resolutiva, como quien desea concluir ya la conversación.
«Bueno, bueno… sí, sí, en principio sí… déjame que hable con… no sé, tengo que consultar, que no haya por ahí algún… Eso, será mejor, te llamo… no, no, de verdad, te llamaré yo antes; es sólo asegurarme… vale, te llamo a este número, este mismo número… no… vale, el móvil… sí, dámelo… espera, espera, que lo apunto directamente en la memoria».
Hugo manipula su teléfono móvil al tiempo que sujeta el auricular con el hombro, deletrea unos cuantos números, teclea velozmente, y se despide con cuatro fórmulas convencionales mientras guarda el móvil en su bolsillo, mientras cuelga el auricular y se queda pensativo mirando el teléfono, fijamente, largamente, sin pestañear.
– ¿Quién era ésa?
Cova ha aparecido de nuevo en la puerta. Es una mujer esbelta, delgada, viste unos téjanos y una camiseta, sencillos, pero con el corte inconfundible de la ropa de calidad. Su aspecto es elegante; aparentemente no va maquillada, pero el peinado revela un cuidadoso trabajo de peluquería. Se ha quedado en la puerta, esperando la respuesta de Hugo. Pero la respuesta es un resoplido y un gesto de fastidio, un masajearse la frente con una mano, como quien se enfrenta a una ardua y desagradable tarea.
– Bueno, es igual-dice Cova secamente, haciendo ademán de marcharse-, ya veo que te representa un gran…
– No, no, espera, por favor. También te incumbe a ti.
– Ah, ¡fantástico! Y como me «incumbe», vas a hacer el terrible esfuerzo de explicarme algo de…
– Por favor, no empecemos-le interrumpe Hugo, con un gesto de cansancio-, no hagamos una discusión de esto. Es que… es que hay que explicar muchas cosas, cosas que no tienen ningún interés y…
– Cada vez te cuesta más explicarme tus cosas…
– Ya, y en el grupo de «crecimiento personal», o en el último manual de autoayuda que has leído, dice que hay que comentar las experiencias del día con la pareja, ¿no?… Pues aplícate el cuento y empieza por sonreír un poco más ¿no dicen eso los libros de autoayuda… que hay que sonreír todo el día como un tonto, porque así te lo acabas creyendo?
– Tus ataques cada vez son más burdos.
– No son ataques, son defensas; intento defender mi…
– Sabes perfectamente que sólo fui un día al curso de crecimiento personal, para probar, para saber lo que era, y ya te dije que no me gustó…
– Ya, ¿y quién pagó la matrícula de todo el mes, eh, quién la pagó?
– Claro, ya salió el argumento definitivo, el dinero, el gran argumento de un hombre que anda por ahí presumiendo… que se le llena la boca diciendo que es cualquier cosa menos materialista.
Cova ya no está en el marco de la puerta; se ha ido acercando a Hugo a medida que subía el tono de la discusión. Él, por su parte, se sienta en la butaca que hay al lado del teléfono, afectando una hastiada indiferencia.
– Sería menos materialista-dice girando ligeramente la cabeza hacia donde está Cova, pero sin mirarla directamente-si alguien aportase otro sueldo, por pequeño que fuese, a la manutención de este hogar.
– Bien… empezamos con el lenguaje notarial. Ya sé lo que viene ahora; ahora toca lo de que no has podido ser actor por culpa mía, y después viene lo de presumir de que siempre has sido fiel… como si eso fuera algo de lo que se puede presumir.