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– ¡Claro que era así!-dice Hugo-, somos nosotros los que hemos cambiado, sobre todo vosotras, las mujeres… estáis acojonadas…

– Aovariadas sería más exacto-apunta Ibáñez.

– ¡Ay, no os burléis! A vosotros no os ha atacado un jabalí.

– Ni se ha cebado con sus curvados colmillos en nuestras carnes morenas.

– A ti tampoco te ha atacado, que yo sepa-le dice Hugo a Maribel, ignorando la gracia de Ibáñez-. Fue el coche de Ginés el que chocó…

– Sí, Ginés lo estaba explicando antes-confirma Ibáñez-. Y, la verdad… no le daba demasiada importancia.

– ¡Pero si estuvieron a punto de volcar!-gimotea Maribel-. El jabalí debía de ser enorme, movió todo el coche… No sé cómo Ginés puede decir… puede estar…

Hugo lanza una rápida mirada en derredor, para después decir, en actitud confidenciaclass="underline"

– La verdad… la verdad es que lo he encontrado un poco raro, a Ginés.

– ¿Verdad?-exclama Maribel triunfalmente-. A mí también me lo ha parecido; Rafa me decía que no, que lo que pasa es que estaba asustado, por lo del jabalí, pero a mí me pareció precisamente lo contrario: que estaba… como despistado, como atontado…

Ibáñez guarda ahora silencio; se ha quedado muy quieto observando a Maribel, sosteniendo el vaso delicadamente por la base, con el ceño ligeramente fruncido, la sorpresa o la curiosidad, o cualquiera que sea el sentimiento que le han despertado las palabras de Maribel, oculto tras el cristal deformante de sus diminutas gafas. Mientras tanto, Hugo se ha quedado un momento mirando su vaso, en actitud reflexiva, para después alzar la vista y decir en el mismo tono secretista, encogiéndose ligeramente antes de empezar a hablar:

– He hablado con Ginés, ahí fuera, hace un rato… Se ve que tiene algunos… problemas…

– ¿Qué tipo de problemas?

– Económicos… Se hartó a ganar dinero, negocios inmobiliarios, ya sabéis; y ahora, con la recesión… No me lo ha querido decir claramente, pero… seguramente está metido en un buen lío, deudas o cosas de ésas… En fin: cuanto más alto subas…

Ibáñez no ha participado en el reducido cónclave de cuellos encogidos y voces bisbiseantes; se ha mantenido erguido, con una quietud neutra, digna, aunque atenta. Pero ahora interviene dirigiéndose a Hugo.

– Tú eras su mejor amigo. Sería más lógico que estuvieras hablando con él del asunto, en vez de…

– ¡Si es que no se quiere dejar ayudar! Poco se puede hacer cuando alguien no quiere reconocer el problema.

– ¡Pobre Ginés!-dice Maribel-. Con la novia tan maja que tiene… tan bien vestido, tan elegantes los dos, y ese coche… y ahora resulta que está…

– Eh, que tampoco lo puedo asegurar al cien por cien. Yo me lo imagino; me he hecho mi composición de lugar con lo poco que he podido entresacar…

Hugo guarda silencio, como si no encontrase las palabras para continuar, como si prefiriese dejar el asunto, por desagradable, y cambiar de tema. Maribel se queda pensativa, asimilando lo que acaba de oír; pero es la voz de Hugo, una vez más, la que incide en el mismo tema.

– Yo sólo os quería avisar; que sepáis que si en algún momento… que si se pone desagradable o… yo qué sé, os da una mala respuesta… pues que ya sabéis cuál es el motivo.

– ¿Se puso desagradable contigo?-pregunta Maribel.

– No, no del todo, pero…

– Os dejo un momento-dice Ibáñez repentinamente-. Voy a endulzar un poco mi «destornillador», me temo que esto es demasiado fuerte para mí. Uno ya no es lo que era.

«Capullo», vocaliza Ibáñez con los labios, sin emitir ningún sonido, en cuanto da la espalda a Hugo. Sus pasos le llevan hasta la mesa; allí deja el vaso un momento y abraza el cuello de una botella sin llegar a levantarla, mientras sus ojos miran a un lado y otro buscando algo. De pronto su mirada se detiene, permanece unos instantes fija, sin pestañear, enfocando al rincón en el que ganguea el equipo de música.

Ibáñez se aparta de la mesa, pero vuelve al poco rato para recuperar su vaso, y finalmente se dirige al lugar que ha localizado. Sólo hay dos personas en esa zona: Rafa y Ginés. Rafa está explicando algo con profusión de gestos, y Ginés le escucha con aparente atención, no tanta, a pesar de todo, como para dejar de echar de vez en cuando una mirada furtiva, subrepticia, a su alrededor. En una de esas miradas ve a Ibáñez, que camina ya abiertamente en dirección a ellos.

– Si lo llego a saber me traigo el cable-está diciendo Rafa-, tres mil quinientos kilos, tres toneladas y media, lo pone en el catálogo, y suelen tirar por lo bajo para asegurarse; lo ato a la valla esa, primera con reductora, bloqueo diferenciales, doble tracción directa, y verás tú si no la arranco, la mierda de valla ésa, por mucho cimiento que tenga. Ahora, eso sí, que no se ponga nadie detrás, ¿eh?, porque las ruedas arrancan piedras… pero piedras, ¿eh?-insiste Rafa sosteniendo un imaginario balón con sus manos-, de esas que están bien enterradas.

Ginés se limita a escuchar y a asentir constantemente con la cabeza, y de vez en cuando, en los momentos de mayor intensidad, con un resoplido de su nariz, una sonrisa vagamente admirativa que una sensibilidad poco exigente bien podría interpretar como un «caramba» o un «qué tío» o un «parece mentira». Pero en realidad no interviene, su actitud es esencialmente pasiva, y Rafa aprovecha esta circunstancia para seguir desgranando sus peculiares inquietudes.

– ¿El tuyo tiene argolla de arrastre?…

Instado por el prolongado silencio, por la mirada inquisitiva de Rafa, Ginés carraspea y se obliga a contestar:

– No sé… no… nunca se me ha ocurrido…

– Me parece que no. Ya ni siquiera se la ponen, es como los neumáticos: no están preparados para hacer montaña de verdad, se acabarían rompiendo si los metieras en roca viva… ¿No lo sabías?… No aguantan, es por la carcasa, cumple las exigencias para alcanzar los doscientos cincuenta por hora, pero no aguantan la roca, aún no han conseguido que hagan las dos cosas, y como saben que el que se compra un trasto de ésos… en fin, que lo va a meter poco por caminos…

Mientras tanto, Ibáñez se ha unido a ellos limitándose a escuchar en respetuoso silencio, sin poder ocultar un brillo de maliciosa ironía en su mirada. Rafa apenas le ha prestado atención, como si le pareciera lo más normal del mundo que Ibáñez se plantara ahí sin decir nada, sólo para escucharlos. En cambio Ginés ha lanzado más de una mirada al recién llegado, una mirada inquieta que bien se podría interpretar como una demanda de auxilio.

– ¿De verdad queréis arrancar esa valla?-dice Ibáñez por fin, aprovechando una pausa de Rafa-. Es fea, pero no os ha hecho nada, que diría el clásico…

– ¿Cómo que no nos ha hecho nada?-protesta Rafa-. ¡A ver por qué tenemos que dejar los coches allá arriba, a un kilómetro de distancia! ¿Y si los roban? ¿Y si nos ocurriera alguna desgracia, yo qué sé, una urgencia, que tuviéramos que meter a alguien en un coche a toda prisa?

– Alguno he visto yo-apunta Ibáñez-que a lo mejor pronto necesita…

– ¡Son esos cabrones de socialistas!-le interrumpe Rafa-, venga a cobrar impuestos, a cobrar multas, aparcamientos. ¿Y para qué? Para poner vallas y… y construir mezquitas.

Ginés frunce el ceño entre incrédulo y sorprendido, pero Ibáñez compone un gesto de ingenua ignorancia para preguntar:

– ¿Van a construir aquí una mezquita?

– No, aquí no-dice Rafa-, me refiero en general, en…

– Pero ¿aquí gobiernan los socialistas?-pregunta Ginés.

– ¿Aquí? ¿Qué quieres decir con…?

– Esto pertenece a Somontano ¿no?

– No, aquí no sé-dice Rafa algo molesto-, pero en la comunidad autónoma sí. Esto lo lleva la comunidad, los caminos y todo eso.

– Esto… la conversación se pone interesante-dice Ibáñez pidiendo tímidamente la palabra-, me apasiona el tema de los flujos… migratorios, por no hablar del asunto de la «roca viva», pero yo venía a buscar a este hombre-añade señalando a Ginés-. Su encantadora prometida le quiere enseñar algo, orografía o arquitectura, no sé muy bien…