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– De mala conciencia nada. Me la paso por el culo la mala conciencia. Eso vosotros, que sois unos blandengues.

– ¡Eh, un momento!-dice Amparo-, aquí vamos a partes iguales, ¿de acuerdo? Todos a una, asilo dijimos, así lo hicimos. Que nadie quiera ser más bueno… ni más malo que los demás.

– Mira, al menos Amparo los tiene bien puestos-dice Hugo-, más que alguno que…

– Por favor-dice Ginés-, estamos dando un espectáculo a nuestras… acompañantes. No sé qué van a pensar.

– Que hemos matado a alguien o algo así-dice Amparo.

– Ojalá lo hubiéramos hecho-dice Hugo.

– Eso no lo piensas de verdad-dice Nieves.

– En cierto modo lo hicimos-dice Ginés.

– ¡No, no es verdad!-dice entonces Nieves-, hicimos algo malo, pero no… no fue algo irreparable. Andrés está bien, yo he hablado con él; por eso quería que viniera, para que vierais que… Y no sé por qué no viene; no sé qué le habrá pasado…

– Has vuelto a pecar de ingenua-dice Ibáñez-. Querría venir, pero al final no se ha decidido. La herida no estaría tan cicatrizada como te ha dicho.

Rafa es el único que no parece interesado en la conversación. Muy serio, con los ojos todavía enrojecidos, mira al suelo en silencio mientras va recuperando el ritmo normal de su respiración. Maribel ha permanecido pegada a él, pero no por ello ha dejado de atender a lo que decían unos y otros.

– Pero, tengo entendido-dice Cova tímidamente, atrayendo todas las miradas, como siempre que empieza a hablar-, ¿quién me lo ha dicho?, que no has llegado a hablar con él, que sólo te has comunicado por el ordenador.

– Bueno…-dice Nieves-, es una forma como otra cualquiera de comunicarse.

– Hombre… no deja de ser un poco raro-dice María-que no haya habido ni una sola llamada.

– ¿He oído «mamada»?-dice Hugo.

– Muy gracioso-dice Nieves-. Andrés… era un poco tímido.

– ¿Un poco?-dice Maribel-. A veces se quedaba sin habla.

– Sólo cuando se ponía nervioso-aclara Nieves, como si le incomodara tocar ese tema-. En general, con las chicas se cortaba más. Da iguaclass="underline" el caso es que el ordenador, el teclado… debe de resultarle mucho más cómodo.

– Bueno… y ahora se supone que tenemos que pasar la noche aquí-dice Hugo con una sonrisa cínica-. Con el buen rollete que hay en el ambiente.

– O que cada uno coja su coche y nos volvamos a casa- concluye Amparo.

– ¡No! ¡Eso sí que no!-dice Nieves recuperando la energía-. Démonos de tiempo hasta… hasta las tres, para ver si despeja, y si entonces todo sigue igual ya veremos… Y poned más alta esa música, que no hay nada más tristón que ese ronroneo, ahí, constante…

Es Ibáñez el primero que se decide a ponerse en movimiento. Se va al equipo de música, revolotea con los dedos durante unos segundos en busca del dial del volumen, v cuando lo encuentra dirige allí su mano, dispuesto a hacerlo girar con delicadeza.

Pero no llega a tocarlo. El aparato enmudece antes, por sí solo. Y al mismo tiempo se ve un resplandor muy blanco en las ventanas, un resplandor que dura apenas un segundo. Y también, al mismo tiempo, se apaga la luz y la sala queda completamente a oscuras. Pero no está completamente a oscuras: los ojos, habituados a la claridad, así lo han interpretado en un primer momento. Pero al poco rato se empieza a distinguir una pálida claridad en las dos diminutas ventanas, apenas una fosforescencia fantasmal, como la que podría producir en mitad de la noche una luna curvada y menguante.

Para entonces ya se han dejado oír unas cuantas voces.

– ¡Anda, ahora se va la luz! ¡Sólo faltaba eso!

– ¿Qué has tocado, tío? Se han fundido…

– ¡Yo no he tocada nada! La luz se ha ido antes.

– Ha sido un rayo…

– Sí, se ha visto un relámpago.

– Yo no he visto ningún relámpago.

– ¿Dónde están los plomos? Tiene que haber una caja con…

– ¡Dios! ¡Qué… qué pasada!

– ¡¿Qué… qué pasa… qué hay ahí fuera?!

– ¡Venid, tíos, venid! ¡Es impresionante!

– Pero ¿qué pasa? ¡No empujéis!

– ¡El cielo, es el cielo, es… las estrellas!

Ya han salido todos. La habitación queda a oscuras, inmóvil, solitaria, con los dos cuadrados pálidos de las ventanas, y el más grande de la puerta como única referencia. Afuera, en el patio, las voces alteradas, las expresiones de admiración maravillada, pueril, se suceden una tras otra, como si no fueran a acabarse.

Hugo es el primero en salir. Se detiene en el quicio misino de la puerta, mirando hacia arriba, y después da unos cuantos pasos vacilantes alejándose del edificio, lanzando va las primeras exclamaciones. El cielo está cubierto, inundado, abarrotado de estrellas. El cielo es todo él una luz espolvoreada, fragmentada en millones de diminutos puntos que se aprietan y arraciman caprichosamente, en zonas de diferente densidad. Lo que más impresiona es la quietud inmutable del conjunto. Las estrellas no fulguran, no titilan: emiten una luz quieta y fría, perfectamente recortada, a pesar de su profusión, sobre el fondo negro como la tinta, carente de matices, idéntico e insondable desde el cénit hasta la oscura silueta, dentada e irregular, de las montañas. Ni una sola nube; sólo el aire tibio y seco que se las ha llevado y circula todavía lamiendo la tierra, rozando la piel con su sensual caricia.

Ya están saliendo los demás. En ninguna mente, en ninguna boca, hay lugar para algo más que el asombro y la admiración más directa y elemental.

– ¡Es… es increíble!

– ¿Lo habías visto así alguna vez?

– No, tan bestia no; ni siquiera entonces, cuando… no, no era sí, no era tanto…

– ¡Da miedo de tan… de tan…!

– ¡Es precioso!

El espectáculo no se acaba; no se enturbia ni se degrada como una puesta de sol. Está ahí grandioso, cubriendo la totalidad de la bóveda celeste con una quietud y una nitidez que va en aumento a medida que las pupilas se relajan y dilatan, olvidando la agresión de los focos que había en la sala.

Sólo después de unos minutos, cuando se ha agotado el caudal de la primera admiración irreflexiva, empiezan a surgir las preguntas.

– Debe de haber un apagón, un apagón general. Por eso se ven tantas…

– No sabemos si hay un apagón. Primero hay que probar; a lo mejor sólo ha saltado el térmico, o el diferencial, y basta con rearmar y…

– No. Tiene que ser algo más. No se ve ninguna luz por los alrededores.

– Pero esto está muy aislado.

– Lo que no entiendo… ¿Cómo se ha podido despejar tan rápido? Yo salí hace poco y no…

– ¿Y el rayo… el relámpago ése? ¿Cómo va a caer un rayo sin nubes?

– ¿Qué rayo?

– ¿Tú no lo viste?

– Será una tormenta seca.

– ¡Eso es otra cosa, hombre! Seca quiere decir sin agua, pero no sin nubes; sin nubes no puede haber rayos…

– ¡Es igual lo que haya sido! Fijaos qué viento más agradable, no es ni frío ni caliente.

– El viento es el que se ha llevado las nubes.

Los cuatro hombres y las cinco mujeres forman un grupo irregular, desplegado en abanico en el centro de la plaza embaldosada. Sus rostros son manchas pálidas, inciertas, a la luz de las estrellas. Se reconoce a la persona por la voz, por una estatura determinante, por la masa peculiar de un peinado; pero no por las facciones, en realidad irreconocibles, cambiantes, hormigueantes, cada vez más cambiantes y mentirosas a medida que uno intenta reconocer algo en el óvalo de claridad lechosa que la luz fría y muerta de los astros permite diferenciar. Del mismo modo, la arquitectura circundante se convierte en enormes masas de sombra, y no hay manera de saber si las copas de los árboles más cercanos se mueven mecidas por la brisa, o por simple aprensión de los sentidos empeñados en diferenciar sus contornos. Pero las voces suenan nítidas, cotidianas, y el airecillo que circula por la explanada es cálido y optimista, perfectamente insustancial.