– ¿Y en qué programa era eso?-dice Hugo-, ¿en el de Gomaespuma?
– No es ninguna tontería lo que dice Ibáñez-interviene Ginés-, pero tampoco sería la primera vez que se produce un apagón general, de toda una provincia, o más, por alguna avería…
– Ya, pero ¿y lo de las nubes?-insiste Ibáñez-, que hayan desaparecido en… en tan poco tiempo. Y luego está lo de los móviles…
– ¡Ay, no me asustéis-dice Amparo-, que bastante asustada está una ya! Sólo de pensar que nos vamos a tumbar aquí al sereno, en medio del monte… ¡Sólo falta que ahora me vengáis con radiaciones!
– Vamos a ver-dice Hugo en tono concluyente-. ¿Tú notas alguna radiación? ¿Tú has notado algo? ¿Te encuentras mal o algo así?
– En mi vida me había sentido mejor.
– ¡Pues entonces!
– Yo no he dicho que tenga que afectar a las personas-puntualiza Ibáñez-, de hecho ni siquiera he dicho…
– No sé si soy la persona más indicada para intervenir-dice María-, pero… me parece que os complicáis demasiado la vida. Estáis aquí elucubrando… y a lo mejor vuelve la luz en cualquier momento. Y si no es así… pues aprovechadlo y relajaos. Al fin y al cabo estamos de fin de semana. Hay mucha gente por ahí que pagaría para poder pasar un día realmente incomunicado, de verdad, sin poder llamar a nadie ni ser llamado…
– Ginés-dice Hugo-, esta chica vale su peso en oro. La vamos a nombrar…
– Esta chica no tiene hijos a los que ha dejado a ciento cincuenta kilómetros de distancia.
Las palabras de Maribel han sonado con más paternalismo que acritud, pero aun así la carga crítica del razonamiento es evidente.
– ¡Venga ya!-protesta Hugo-. Cuando hablaba de estar incomunicados se refería también a eso, ¿verdad, María? Además, para eso están los abuelos, ¿no?
– No sé otros…-dice Maribel-, pero en nuestro caso m')Io tenemos una abuela y media, que podamos contar…
– Por favor-les interrumpe Ginés-, centrémonos en lo que ahora nos interesa. Entremos a por los móviles que faltan, y a por esa linterna… Maribel, ¿quieres venir?
– Ya voy yo.
La voz de Rafa, resonando de nuevo después de tanto tiempo, ha generado un repentino silencio. Ha sonado neutra, tal vez demasiado seria, pero sin poder ver el rostro es difícil valorar el significado de una entonación.
– Venga, vamos-dice Hugo poniéndose en movimiento, arrastrando tras de sí a María y a Ginés, a Rafa y a Amparo, y también a Ibáñez.
– Hugo-dice Cova cuando ya han dado unos pasos-, coge tú mi móvil…
– ¿Dónde lo tienes?
– En el bolso, en la repisa ésa, junto a lo de la música.
El reducido grupo se pone de nuevo en movimiento.
– ¡Tú, enciende el mechero de una vez-dice Amparo agarrándose a quien tiene más cerca, que resulta ser María-que aquí se tropieza uno!
– De eso nada-dice Hugo con complacencia-, hay que economizar el gas. A saber si tendremos que sobrevivir durante días con este mechero.
– Vete a la mierda.
En la explanada se han quedado Nieves, Maribel y Cova. Están bastante separadas, con Cova ocupando la posición central, más o menos equidistante de las otras dos. Han visto cómo el grupo desaparecía en el interior del edificio, alumbrándose ya con el mechero, y ahora permanecen en silencio, sin moverse del sitio, sin dejar de mirar hacia el refugio, del que ahora les llega apenas el murmullo de alguna voz confusa, ininteligible.
– Maribel…-dice de pronto Nieves, y su voz suena nítida y cálida-, perdóname… perdonadme, quiero pediros perdón. He estado muy desagradable antes, me… me acaloré en la discusión, en realidad… en realidad ni siquiera…
– Eso díselo a Rafa-dice Maribel-. Os habéis liado a discutir vosotros solitos, sin que nadie os mandara… ¿No ves que cuando le sacas ese tema se enciende?
– Yo también me encendí, no sé por qué, en realidad… yo tampoco soy tan radical, pero… me pesa mucho haberle dicho eso al final… ahora… si pudiera…
– Es igual; él tampoco se quedó mudo. Habla con él y ya está, dile lo que me has dicho a mí.
– Se lo diré, se lo diré…
Después de un breve silencio, es Maribel quien vuelve a tomar la palabra:
– Oye… perdona, no me acuerdo de cómo te llamabas…
– ¿Yo? Cova.
– Que nombre más original, ¿no?
– Es por Covadonga, ¿verdad?-dice Nieves^-. ¿Eres asturiana?
– No, no soy asturiana-dice Cova con cierta sequedad-, lo de Covadonga fue un capricho de mi padre… a mí no me gusta nada ese nombre.
– Tu padre sí que es asturiano-insiste Nieves, afirmando más que interrogando.
– No. Mi padre tampoco es asturiano. No hay ningún asturiano en mi familia en las últimas diez generaciones.
– ¿Cuánto tiempo lleváis casados?-pregunta Maribel, sin dar lugar a que se produzca el silencio.
Cova duda unos instantes antes de contestar.
– Casi… quince años.
– ¿Y no tenéis hijos?
– No.
– Se vive muy bien sin hijos. Yo lo echo de menos. Los años que estuvimos sin hijos, Rafa y yo, fueron los mejores… como pareja…
– Los matrimonios que no tienen hijos se quieren más -dice Nieves-, no hay que repartir el cariño, y no se hace uno viejo tan rápido.
– También podéis decir las cosas buenas-apunta Cova-de la maternidad, quiero decir. No me voy a deprimir.
– Claro que tiene cosas buenas-dice Nieves-, te llena mucho, demasiado. Los niños son encantadores cuantío son pequeñitos. Hay una época, unos años, que los disfrutas de verdad…
– Yo más bien diría unos meses-apunta Maribel.
– Tienes hijos, los crías-dice Nieves reanudando su propio discurso-, pero te das cuenta de que en realidad no ha cambiado nada…
– ¡Será que no te cambian la vida!-dice Maribel.
– Quiero decir como persona… Sí, has trabajado más, has hecho más cosas, pero… sigues teniendo los mismos defectos, los mismos problemas que antes; en realidad no has resuelto nada. Y luego se van, cuando ya los has criado, y te quedas… te quedas…
– Pero has creado una nueva vida-dice Cova-, la has lanzado al mundo, le has dado la posibilidad de ser feliz.
– Tal como está el mundo-dice Maribel-no sabe una
si…
– Sí, cuando eres joven-dice Nieves-. De joven todo el mundo está convencido de que será feliz.
Las tres mujeres miran hacia el refugio. La expedición acaba de entrar en el dormitorio llevándose consigo el murmullo de las voces, el cálido bailoteo de la llama, que ha estado brujuleando por el interior de la sala como un insecto mágico, encendiéndose y apagándose, entrevisto a ratos por los huecos de la puerta y las ventanas. Ahora reina de nuevo la oscuridad y el silencio; y la cuadrada mole del í edificio es una negra masa de sombra que se alza, vertical y ' amenazadora, frente a las tres mujeres. Es Cova, finalmen 1 te, la que rompe el silencio.
– ¿Qué le hicisteis a ese chico en aquella fiesta? A Andrés, al que no ha venido.
– Eso pregúntaselo a tu marido-dice Maribel-. Lo sabe mejor que nadie; él fue quien lo organizó.
– Eso no es verdad-puntualiza Nieves-, lo organizamos entre todos, lo hicimos…
– Él no me lo quiere decir. Se lo he preguntado, pero… I La primera vez me dijo que ni siquiera se acordaba.
Maribel sonríe con una especie de bufido irónico, despectivo. Parece que va a hacer algún comentario a lo dicho, pero permanece en silencio, igual que Nieves.
– No os preocupéis. Sé cómo es mi marido-dice Cova-, ahora está en la fase borde, luego pasará a la fase buen rollete histriónica. Y después se dormirá.
– Menos mal. Antes ni siquiera se dormía.
Las tres se ríen a un tiempo.
– Es broma-dice Nieves-. En realidad nos lo pasábamos muy bien, era un rollo de amigos, no había parejas…
– Lo que quiero decir es que podéis hablar de él con libertad-dice Cova.