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Cova ha pronunciado la última frase dejándose llevar por la indignación, casi al borde del llanto. La reacción de Hugo es calmarse todavía más, o al menos aparentarlo.

– Estás haciendo una caricatura de mí. Yo también te podría hacer una buena caricatura, bastaría con describir a Eva Wilt, pero claro… por desgracia somos más complejos que todo eso.

– Sí, eso, vete por las ramas, escóndete detrás de tu lógica y tu… maldita serenidad. Sabes perfectamente que no has sido actor porque no tuviste valor para luchar por ello. Te dio miedo, miedo a fracasar, no a ser pobre, a la bohemia, como tú dices…

– Por favor, Cova, ya hemos hablado muchas veces de eso-dice Hugo, cambiando por vez primera de actitud, en un tono sombrío y amenazante.

– ¿Te crees que nos habría faltado el dinero? Mi padre estaba dispuesto a ayudarnos y yo… yo había conseguido aquel…

– Sí-dice Hugo, levantándose bruscamente de su asiento-, aquel brillante futuro laboral detrás de un mostrador, por menos del salario mínimo. Perfecto para sostener un hogar.

Hugo se ha detenido un momento, encarándose directamente con Cova, para arrancar después con paso decidido en dirección a la puerta. Ella le sigue.

– Tú también habías empezado a ganar algo con lo de los anuncios…

– Lo de los anuncios era una mierda, en todos los sentidos… Si no te dan protagonistas no vale para nada…

– Otros han empezado así.

Cova ha seguido a Hugo hasta la sala de estar, un espacio amplio y diáfano, con mucha luz, que se prolonga en una cocina abierta y espaciosa, un tanto aséptica en su aristada limpieza. Hugo se para bruscamente en mitad de la sala y se encara con Cova, que casi ha tropezado con él como resultado de la inesperada maniobra.

– ¡Basta, por favor!-dice Hugo, levantando la voz por vez primera-. No estoy dispuesto a empezar otra vez esta discusión. Lo haces… lo haces para fastidiar, para que no…

– ¡No es verdad!-protesta Cova.

– ¡Pues lo parece, joder, lo parece! ¡Parece que te esfuerces con verdaderas ganas, con todo tu arte, en fastidiarme, en recordarme día tras día lo que no hice, lo que tendría que haber hecho, lo que podría haber llegado a ser!

Por unos instantes se quedan los dos en silencio, frente a frente. Los ojos de Cova enrojecen, se humedecen; va a hablar y su boca tiembla; vuelve a intentarlo y finalmente habla con voz temblona, esforzándose por contener el llanto.

– Lo hago para ayudarte, porque… porque quiero que estés bien… Tú no estás bien, Hugo… no eres feliz, estás siempre de mal humor…

– ¿Y quién es feliz? ¿Eh? Dime. ¿Quién es feliz a los cuarenta y cinco, sabiendo que… que te tienes que levantar cada día, ir a currar y…? No hay escapatoria. Esto es la vida, amiga mía, no el último cursillo de relajación.

– Se puede cambiar de vida.

– ¿Ah, sí? ¿Cambiamos de vida? ¡Estupendo! ¿Estarías dispuesta? ¿Estarías dispuesta a renunciar a todo esto? ¿ Por qué no? Vendemos la casa: se acabó la hipoteca, aún sacaríamos algo de dinero y todo, para pagar la fianza del pisito de alquiler que nos buscaríamos. Una pareja «progre» rodeada de pisos patera, ¡viva la multiculturalidad! Eso… o que ganes tú los tres mil euros que nos reventamos cada mes. ¿Lo querrías, eso?

– No hay por qué exagerar-replica Cova-. ¿Por qué tienes que ser siempre tan radical? No se trata de cambiarlo todo de golpe; ya sé que eso no se puede hacer…

– Ya me extrañaba a mí.

– ¡No, escúchame tú ahora! No te escondas detrás del sarcasmo. Me refería, por ejemplo, a trabajar menos; haces más horas que un reloj, vas siempre agobiado. ¿De verdad es tan necesario que te estés…?

– Soy vendedor, nena: si no trabajo no vendo, es así de sencillo. No soy un empleado de banca que…

– Pues vende un poco menos… y tendrás un poco más de tiempo para ti, para hacer las cosas que de verdad te gustan.

Hugo mira hacia un lado, en dirección al mueble bar, y deja escapar un resoplido de fastidio, de impaciencia, como el escolar que escucha de mala gana una reprimenda.

– Mira-prosigue Cova-, si acabaras dos horas antes…

– ¡¿Dos horas?!

– ¡Escucha! Escúchame por una vez en tu vida. Si volvieras un poco antes, a lo mejor bastaba con una hora y media, podrías apuntarte al curso de teatro que van a hacer ahora, en La Casona; van a traer a un profesor ruso que se ve que es muy famoso, pero los que lo organizan son los de Entreacto; en cuanto te vean te propondrán que entres en el grupo, seguro, precisamente… lo que más necesitan son actores maduros, quiero decir, que no sean muy jóvenes; podrías volver a actuar…

– Ya, en un grupo de aficionados, un grupo de pueblo…

– Un pueblo de treinta mil habitantes, pero bueno… si prefieres llamarlo así, pues un pueblo. Es lo que hay. Tal vez ya es tarde para empezar la carrera hacia el Oscar, pero no para hacer las cosas que a uno le gustan. Tú eres un actor; los actores necesitáis actuar, necesitáis el público…

– Ya no sé si soy actor…

– Pues claro que lo eres, todo el mundo lo dice; basta con verte en cualquier sobremesa, cuando te animas un poco… No sé por qué malgastas tu talento de esa manera.

– ¿Y entrar en Entreacto no es malgastarlo?

– ¡Pues no, no, no señor! Es mostrarlo, mostrarlo para que lo vea mucha gente; no sólo tu mujer y cuatro amigos.

Hugo permanece en silencio durante unos segundos, irritado, molesto, pero también reflexivo. Cova lo aprovecha para insistir en lo que ha dicho antes.

– Seguro que estarías de mejor humor. A lo mejor… a lo mejor yo también me apuntaba al curso ese… bueno, si no quieres, no…-se apresura a añadir al ver el espontáneo gesto de alarma de Hugo-, pero no sería una mala idea; así tendríamos algo de qué hablar. Apetece mucho comentar con alguien cómo ha ido la clase, las cosas que han pasado… cuando haces un curso así, interesante, que te apasiona…

Cova ha ido perdiendo empuje a medida que acababa la frase. Cada vez más insegura, más vacilante, la emoción se le acumula en los ojos, en la garganta, amenazando con desbordar en cualquier momento. Con un hilo de voz, precipitadamente, acaba su razonamiento:

– A lo mejor… así estarías un poco más… cariñoso conmigo, y nos pareceríamos más a una verdadera…

– Eso: entonces «pareceríamos» una pareja de verdad-dice Hugo enfatizando las imaginarias comillas.

– ¿Es que… es que no tienes piedad, ni… ni…?-replica Cova recuperando la voz a fuerza de rabia-. ¡Nunca, nunca me perdonarás lo que hice! ¡Eso es lo que pasa!

– ¡Basta! ¡No puedo más!-grita Hugo repentinamente, tapándose los oídos con ambas manos; y en el misino momento, con movimientos rápidos, automáticos, corre hacia el mueble bar, se sirve generosamente de una botella, y se lleva a los labios el vaso ancho, sólido, repleto hasta la mitad de un líquido de color ambarino.

Cova contempla por unos momentos a Hugo, atónita, negando con la cabeza, y al final se da la vuelta y se marcha precipitadamente, buscando la puerta del pasillo. Pero Hugo ha dejado el vaso encima de la mesa a toda prisa, derramando parte de su contenido, y atrapa a Cova en el momento en que ésta franqueaba el marco de la puerta.

– Espera… espera, por favor-dice, sujetándola por ambos brazos, con la cara hundida en su cabellera-. No, en serio, espera-insiste con los ojos cerrados, reteniéndola todavía-, no debería haberte… no… estoy un poco nervioso últimamente…

Cova se zafa del abrazo y se da la vuelta. Ahora parece más serena, más dueña de sí.

– ¡Sí que ha hecho efecto rápido!-dice con ironía.

– ¿Cómo quieres que haga efecto en un segundo?-protesta Hugo recuperando el vaso y echando un trago rápido y seco.