– Acaba, mujer-dice Ginés-, que me tienes en vilo… Yo… yo también estoy preocupado.
– Yo fui la que miró dentro de la tienda grande. Cuando hay dos tiendas, es en la grande en la que se guarda todo el equipo, la pequeña sólo es auxiliar, para que duerman…
– ¿Y tú cómo sabes…?
– Yo había hecho escalada, una temporada; salía con un chico…
María se queda un momento en silencio, mirando a Ginés, y después añade, con cierta tirantez:
– Sí, no era profesional; entonces aún no lo era.
– ¡Pero si yo…!-protesta Ginés-.No pensaba en eso.
– Me lo ha parecido… ¡Es igual! Esa gente… se habían dejado todo el equipo en la tienda; unos friends que valen un dineral…
– ¿Friends?
– Sí, se les llama así; son unas piezas que se ensanchan y… bueno, se usan cuando hay fisuras. ¿Hay fisuras en el… en ese desfiladero?
– ¿Quieres decir grietas? Sí, sí que las hay: unas grietas muy largas.
– Ves: para eso se usan; se lleva siempre el juego entero, cuatro o cinco medidas diferentes. A cien euros la pieza… Imagínate… ¿No lo entiendes? Ningún escalador dejaría eso dentro de una tienda; eso se tiene siempre muy cerca, para poder acariciarlo de vez en cuando… ¿Me oyes? ¿En qué estás pensando?
Ginés se ha quedado pensativo, alzando la cabeza lentamente hasta mirar al refugio, sin verlo, abstraído completamente en sus pensamientos.
– ¡Ginés!
– Perdona-dice éste volviendo bruscamente a la realidad-, te he oído, te he oído. Estaba pensando en eso, precisamente en eso… Es lo que yo me temía…
– ¿El qué? ¿Qué has pensado?
– Lo mismo que tú: que aquí pasa algo raro, pero aún no sé… Por cierto, ¿se lo has dicho a las chicas… a las otras?
– Lo he intentado, se lo he querido hacer ver pero… ¡ joder tío! Tus amigas son medio subnormales… Sí, no me mires con esa cara. Son tontas… quitando a Cova, que es la única que se entera de algo… las otras… Amparo va de graciosilla, pero en realidad… y Nieves… ¡ Bah!
– No has insistido…
– No sé… me ha parecido que… que a lo mejor yo también me estaba comiendo el tarro demasiado.
– Estabas en minoría…
– Además… en realidad… me huelo que lo del tipo ese… Rafa: el que haya desaparecido, a lo mejor no es lo que piensan y… tampoco quería asustar a la pobre… a Maribel.
– Y entonces… ¿qué piensas? ¿Qué crees tú que ha pasado?
– No sé, no sé, no sé; no quiero pensar nada de momento. Sólo tengo sospechas. No quiero…
– Es curioso… estamos en la misma situación, en el mismo proceso…
– A lo mejor resulta que te pareces más a mí que a tus amigos.
– Te he metido en un buen lío, ¿eh, María?… ¿Te llamas María de verdad?
– ¿Por qué me preguntas eso ahora?
María se ha puesto a la defensiva, bruscamente, ante la última pregunta de Ginés.
– Es igual, es igual, déjalo-dice éste-. Te he metido en un buen lío; a lo mejor te han intentado llamar, o tenías que hacer algo hoy.
– Probablemente. Pero te diré una cosa: me lo estoy pasando bien, ¿sabes? Es como unas vacaciones. Estoy un poco harta de la vida que llevo.
– ¿Y por qué la llevas?
– Me estoy pagando una buena jubilación.
– ¡ ¿Ya?! ¿Ya piensas en eso? Yo a tu edad aún no pensaba en la jubilación.
– Yo a tu edad ya estaré jubilada. Ya no tendré que trabajar. Ésa es la diferencia.
– Yo no te he dicho que esté trabajando.
María se queda un momento en silencio, escrutando el rostro de Ginés, que ahora compone una expresión neutra, inexpresiva.
– ¡No me fastidies!-dice por fin María-, no tendrás que follarte a nadie, como yo; estarás en un despacho o… ¡yo qué sé! Pero trabajas. Un tío que tiene estos amigos no creo que proceda de la nobleza.
– ¡Yuhu! ¡Tortolitos! La puerta se va a cerrar.
Hugo ha aparecido bruscamente en el quicio de la puerta. María y Ginés se han sobresaltado un poco al oír el inesperado grito. Luego se han girado, y dejando en el aire su conversación, empiezan a caminar en dirección al edificio.
– Todavía no. Algunas han ido al lavabo. Pero es verdad, daos prisa-dice Ibáñez, asomando la cabeza por la puerta, tapando por unos momentos la sonrisa blanda, torcida, de Hugo.
Desde la casa que está en la parte más alta se domina toda la subida de tierra pedregosa, hoyada por hondas roderas, formando apenas un tosco camino de bordes irregulares. Si no fuera por el tendido eléctrico, sostenido por postes de hormigón, que sigue su trazado, nadie diría que esa trocha terrosa y violentamente inclinada pretende ser una calle que une la entrada a diversas viviendas.
Por la empinada subida asciende lentamente un grupo colorido pero silencioso, formado por cinco mujeres y tres hombres. Blanquean las gorras, y de vez en cuando destella el brillo de unas gafas de sol, de unas zapatillas chillonas. Detrás del grupo, el camino desciende en prolongada pendiente cada vez menos pronunciada, como una herida en la masa boscosa, con algunas edificaciones desperdigadas a un lado y otro, medio ocultas entre los árboles.
Los perros han ladrado furiosamente cuando el grupo se ha acercado, ya hace algunos minutos, a alguna de esas casas; y ahora siguen ladrando de vez en cuando, cansinamente, cada vez con menos convicción. Aparte de esos ladridos, y del sonido del calzado al chocar con la tierra, el silencio es total en los momentos en que los caminantes enmudecen: no se oye ningún grito en la lejanía, ni el sonido de ningún motor, ni la detonación lejana de la escopeta de un cazador. Sólo se percibe, envolviéndolo todo, el difuso latido de la mañana estival, compuesto por el zumbido de miles de insectos en diferentes grados de lejanía.
Poco a poco, el grupo se va aproximando a la casa que está en lo alto de la subida, donde muere la rudimentaria calle. Ahora ya se distinguen más detalles en el apretado rebaño que forman los caminantes: el vaivén alternativo de un bastón improvisado con una rama; alguna prenda de manga larga anudada a una cintura; las cabezas bajas, cansadas o pensativas; las gafas de sol que no miraban constantemente hacia arriba, como parecía desde lejos, sino que en realidad estaban en la gorra, encima de la visera.
Mirando desde la casa, los árboles ralean más a la derecha del camino; de modo que a través de los troncos y las desmedradas copas se puede ver allá abajo, a un centenar de metros, la cinta blanca y rectilínea de la pista que sube hacia el castillo. Hace calor; el sol ya está muy alto, y al ser la trocha ancha y desmadejada, son pocos los lugares en que los árboles se asoman con la suficiente decisión como para dar algo de sombra. Los caminantes suben trabajosamente, acomodando el ritmo del grupo a los que tienen más dificultades. Hay quien ya ha empezado a sudar; quien resbala constantemente en el suelo terroso y accidentado, lleno de piedras sueltas; quien empieza a arrepentirse de haber escogido precisamente ese calzado; quien lamenta no haber traído una gorra, no haber llenado una botella con agua, como ha hecho algún compañero.
Hugo jadea ruidosamente como resultado del esfuerzo al que le obliga la pronunciada pendiente, y su camiseta, de color azul celeste, tiene manchas de sudor en el cuello y las axilas; pero la impaciencia por inspeccionar la última casa le ha hecho acelerar el paso y dejar atrás a Cova, con quien venía hablando, e incluso adelantarse a María e Ibáñez, que caminan relajadamente a la cabeza del grupo, seguidos de cerca por Ginés.
Hugo se distancia unos metros, y es el primero en mirar por encima del seto desigual que rodea el perímetro de la finca, adosado a una valla hecha de postes de hierro y tela metálica.
– ¡La puerta está abierta, tíos! ¡La puerta está abierta!
– grita Hugo triunfalmente, volviéndose hacia sus compañeros-. Aquí tiene que haber alguien por narices.