– ¡Por fin uno analógico! -dice Ginés-. Marca la una menos diez…
– ¿Es la una menos diez?-pregunta Hugo.
– No, está parado-dice Ginés-, ¿no ves el segundero?
– Es la hora en que se paró-dice Cova con la mirada perdida, como quien acaba de tener una revelación-, la hora del apagón.
– Exacto-confirma Ginés.
– ¿Tan temprano era?-dice Amparo.
– Sí, parece muy pronto, pero… ya puede ser-dice Nieves-, piensa que oscureció muy pronto, con todas aquellas nubes.
– «… de infancia y adolescencia, de mi juventud dorada…»-dice Ibáñez lentamente, mientras pasa los dedos por las piedras que decoran la pared de la chimenea.
– ¿Qué coño dice ése?-pregunta Amparo.
– Es un poema-dice Hugo con cierto desdén, sin desviar ni un milímetro la mirada, fija desde hace un rato en los botones del televisor.
– Pues con lo horteras que son-dice María-ya podría esta gente tener un reloj de cuco. Al menos sabríamos qué hora es.
– ¿Los de cuco no llevan pilas?-dice Maribel.
– Funcionan con pesas-le aclara María-, ¿no lo has visto nunca? Son unas pesas con la forma de una piña.
– Hay dos puertas…
Cova ha pronunciado esas tres sencillas palabras, y todos han guardado silencio durante unos segundos. Lo que ha dicho Cova es verdad: aparte de aquella por la que han entrado, hay dos puertas, una en cada una de las paredes laterales. Las dos están cerradas. La de la pared de la izquierda-mirando siempre hacia la chimenea-tiene un amplio cristal esmerilado, de color ámbar; la otra es de madera, de una madera tal vez demasiado ostensible, pues en realidad está pintada a mano, simulando unas anchas vetas simétricas, en crema y marrón.
Todos han quedado mudos durante unos segundos, al oír las obvias palabras de Cova. Tan sólo Ibáñez, empujado por la inercia del poema que va recordando a trozos, rompe el silencio.
– «… perseguidas por amor de lo que vuela»-dice con la dicción descuidada, con la vista y la mente fijas en la puerta que tiene delante, a dos metros de distancia, con su veteado ficticio y su manilla dorada.
Mientras tanto, Hugo se ha ido acercando a la puerta acristalada; alarga la mano hacia el pomo, lo hace girar y la abre unos centímetros, y después un buen trozo más, al tiempo que acerca la cabeza a la rendija.
– Aquí está la cocina… No hay nadie-dice, asomándose al interior.
Pero sus compañeros parecen más preocupados por lo que hay en la pared opuesta. Alguno se ha vuelto fugazmente a mirar a Hugo; pero ahora todos miran hacia la otra puerta, como si la ingenua simetría que decora su superficie tuviera algún extraño poder hipnótico que atrajera sus miradas y al mismo tiempo les impidiera avanzar hacia ella. De nuevo es Ginés el que se decide a tomar la iniciativa: da unos pocos pasos y se detiene ante la superficie de madera pintada. En el silencio denso y opresivo que se ha producido, se oye de nuevo el vuelo breve, caprichoso, de las moscas.
– «… yo sé que os habéis posado… sobre el librote cerrado…»-recita Ibáñez, mientras los demás, atentos al menor movimiento de Ginés, ni siquiera le prestan atención.
Ginés alarga la mano hacia la manilla.
– «… sobre la carta de amor…».
– ¡Basta!-grita de pronto Ginés, sobresaltando a todos-. No sigas-añade dándose la vuelta para mirar a Ibáñez con una severidad que a todos parece desproporcionada-. No sigas…
– Desde luego, si estaban durmiendo, ya se habrán despertado.
Las palabras de Amparo han ayudado a rebajar la tensión del momento. Pero de nuevo vuelve el silencio y Ginés hace girar la manilla. El pestillo lanza una pequeña detonación al liberarse de la traba; no ha sido más que un clic metálico, amortiguado por la madera, pero algún cuerpo de los que se amontonan detrás de Ginés se ha contraído imperceptible, fugazmente, al oír el ruido, como si le hubieran pinchado con una aguja. Ginés empieza a abrir la puerta a cámara lenta, pero se detiene cuando la abertura no tiene más de un palmo, como haría cualquiera en una casa que no es la suya ante la visión parcial de una cama deshecha.
– ¿Qué pasa?-dice Cova en voz baja, con un deje de angustia. Está en una de las últimas posiciones, y ha renunciado a competir con los cuerpos que se estiran de puntillas, que alargan el cuello en un intento de ver algo más allá de los hombros de Ginés. En cambio mira hacia atrás constantemente, esperando que Hugo salga en cualquier momento de la cocina.
Pero Hugo no sale, y nadie responde a Cova. Es Ginés el que habla finalmente, con la entonación del cirujano que comunica a sus ayudantes el próximo movimiento que va a hacer.
– Hay una cama. Voy a ver… si hay…
Por la rendija abierta sólo se ve una esquina de los pies de la cama, con una colcha revuelta, que se retira para dejar ver las sábanas. Pero Ginés va ensanchando la abertura, y el panorama de sábanas arrugadas se va extendiendo, y la cama es ancha, de matrimonio; sólo se ve la mitad de la cama, y Ginés alarga la cabeza y hace pasar los hombros por la abertura para ver el resto. Y entonces abre la puerta de par en par.
– No hay nadie-dice, sin ocultar un suspiro de alivio; y en el mismo momento se da cuenta de la presencia de otra puerta cerrada, en la pared que queda a su derecha.
– Debe de ser la del lavabo-dice Nieves.
Nieves ha entrado detrás de Ibáñez y de Ginés, y ahora se aparta para dejar entrar a los demás, que se van situando en el espacio que queda entre los pies de la cama y un tocador que hace esquina a la izquierda. La pieza es pequeña, y nadie le ha prestado mucha atención, más allá de constatar con una rápida mirada que se trata de una típica habitación de matrimonio con las apreturas y el mal gusto de las viviendas humildes, y que tiene una pequeña ventana que da, como la que estaba junto a la librería, al paisaje arbustivo de detrás del chalet. Lo que ahora llama la atención de los visitantes es la supuesta puerta del lavabo, pintada del mismo color marfileño que las paredes.
– Pues también habrá que probar-dice Ginés refiriéndose a la puerta-, por si acaso…
En ese preciso instante, antes de que Ginés se dirija hacia la puerta, se oye al otro lado de ésta el inequívoco sonido de una cisterna al descargar su contenido en el inodoro. Todos se quedan mudos, petrificados. La sorpresa es tal que nadie es capaz de hacer ni decir nada en los cuatro segundos que transcurren desde que cesa el rugido de la cisterna hasta que la manilla de la puerta gira y ésta se abre, con el agravante de que además se ha oído claramente, en esos cuatro segundos, el sonido de los pasos al acercarse, e incluso alguna palabra incomprensible, mascullada más que vocalizada por el misterioso personaje que está al otro lado.
Pero la puerta se abre, y quien aparece en ella es Hugo.
– ¡Joder!-dice Ginés, coreado por otras expresiones similares, o por simples y guturales resoplidos de alivio.
– ¿Qué pasa?-dice Hugo, alarmándose a su vez, al ver la conmoción que ha causado su llegada; al ver cómo los siete rostros atónitos, congelados, de ojos muy abiertos, estallan al verle en una unánime reacción de alivio, pero también de animadversión, de censura hacia él.
– ¡Joder tío, nos has asustado!-dice Ginés-, Pensábamos que había alguien…
– ¿Y no hubiera sido mejor que hubiese alguien?-replica Hugo, avanzando unos pasos y mirando la cama vacía.
– Sí, pero ya no contábamos… ya no… ¿Y de dónde sales? ¿Cómo coño has podido…?
– Estabas en la cocina-dice Cova, todavía perpleja-, yo te he visto, te vi entrar y…
– La cocina tiene una puerta. Estaba cerrada, pero tenía la llave puesta y la he abierto. He salido fuera, he dado la vuelta y he entrado aquí, a inspeccionar.
– Pero ¿por dónde?
– Por la entrada, por el recibidor. Está aquí mismo -añade, señalando detrás de sí, hacia el interior del lavabo.