– Si empiezas a hablar así-dice Amparo con la espalda muy recta, separada del sillón-me parece… es como los médicos: me parece que me estás escondiendo algo malo.
– Vale, vale, de acuerdo-dice Ginés, dejando en el suelo el objeto que llevaba en la mano-. No penséis que rehuyo la realidad. Lo que tenemos es que no funcionan los aparatos eléctricos, ningún aparato eléctrico. No hemos visto a nadie desde que… desde que llegamos ayer al refugio…
– Yo sí, yo vi a los escaladores-apunta Ibáñez.
– Pero eso fue antes del apagón.
– Ah, sí, por supuesto.
– Pues eso te convierte en el último de nosotros que ha visto un ser humano. De acuerdo. Después, esta mañana, no hemos visto a nadie; pero hemos visto animales, y su comportamiento era normal, no parecía que les ocurriese nada raro.
– Un poco más confianzudos de lo normal-apunta Amparo-, el buitre ése… Y el corzo.
– El corzo salió pitando en cuanto nos vio-recuerda Nieves.
– Y, además, parece evidente-continúa Ginés-que hay muy poca actividad… en la zona que hemos recorrido…
– Muy poca no, ninguna-dice Hugo.
– Es verdad, es verdad, no hemos detectado… en realidad no hemos detectado ningún síntoma de actividad humana desde que hemos salido: no hemos visto un coche, ni siquiera el ruido del motor, ni…
– Eso es verdad-dice Maribel, que se ha dado la vuelta hasta quedar de rodillas en el sofá, de cara a sus compañeros-, cuando veníamos antes, siempre te encontrabas con alguien.
– Y se oían los disparos de los cazadores-dice Ibáñez-. Los cazadores madrugan, nunca faltan a la cita.
– Pero hace muchos años que no veníamos aquí-dice
Ginés-. No sabemos lo que es normal ahora, un domingo por la mañana. Ni siquiera sabíamos si en la urbanización vivía alguien o no, ¿no os acordáis? Ayer, en el refugio, lo decíamos…
– Yo vine una vez con unos amigos-dice Amparo-, hace años, al desfiladero, y había otros excursionistas. Había algún coche aparcado donde empieza el sendero, y después nos los cruzamos…
– El desfiladero es otra cosa-dice Ibáñez.
– Pero… lo de que aquí esté todo abierto-dice Nieves-como si lo hubieran dejado… y no haya nadie…
– Sí-dice Ginés-, hay que reconocer que eso es muy raro. Y no es lo único; María me ha dicho… ella había practicado la escalada, en otros tiempos…
– No puede hacer mucho tiempo-dice Hugo con un significativo alzamiento de cejas.
– Por eso, mejor aún: sus conocimientos son recientes, conoce los hábitos de esa gente, y me dijo antes que… que en las tiendas había visto…
– ¿Qué tiendas?
– Las de los escaladores, cuando bajaron al río. Se ve que dentro de las tiendas había un material muy valioso, unos mosquetones, o no sé qué, que valen un dineral. María dice que ningún escalador se marcharía dejando eso…
– ¿Es verdad eso?-dice Nieves mirando a María, con un deje de severidad.
– No eran mosquetones, eran unos friends; pero sí, es verdad-dice María, abandonando el brazo del sofá en el que estaba sentada.
– ¿Y por qué no nos lo dijiste?
– No sé… no quería… no quería alarmaros, pero… también hay otra cosa: una cosa que he visto ahora, cuando llegamos aquí…
María hace una pausa antes de continuar, una pausa que no hace sino aumentar la expectación que han creado sus palabras.
– Había trozos de pastel en el sofá…
– Y en la mesa-dice Nieves.
– No, pero los del sofá…-insiste María-, había dos bastante grandes, y tenían… se veía perfectamente la marca de los dientes, de una dentadura humana; concretamente de dos dentaduras humanas bien diferenciadas, una en cada trozo.
– Ya sé dónde trabaja esta chica-dice Amparo-, en el CSI.
– No-dice María sonriendo-, pero antes era… estudié para dentista.
– ¿Y no acabaste? Con la pasta que se gana…
– ¿Y qué pasa?-dice Hugo-, con lo de los trozos, quiero decir; si aquí viven dos personas es lógico que…
– Pero es que los trozos estaban tirados en el sofá-dice María-, estaban «caídos», como si las personas hubieran salido tan rápido que no hubieran tenido tiempo ni para dejarlos encima de la mesa.
– A lo mejor los dejaron encima de la mesa-sugiere Maribel-y luego el buitre…
– Entonces los habría roto con el pico; pero los pedazos estaban… tal cual, como si…
– ¿Adonde quieres ir a parar?-dice Ibáñez.
– No sé-dice María-. Eso es lo malo, que no encuentro una explicación…
– Pero tú ibas a sugerir algo.
– Nada, una tontería.
– A lo mejor han evacuado a todo el mundo-dice Cova-y a nosotros no nos avisaron porque no sabían que estábamos allí, en el refugio.
Todo el mundo mira a Cova, pero nadie dice nada durante unos segundos.
– ¿Y por qué tendrían que evacuar a la gente?-pregunta Hugo, rompiendo el silencio.
– No sé-dice Cova-, por contaminación, o radioactividad, o…
– Pero aquí no hay ninguna central nuclear-dice Amparo.
– Está la incineradora-apunta Nieves.
– ¡Es verdad! La incineradora está muy cerca-dice Maribel-, me acuerdo que hubo protestas de los ecologistas, cuando la montaron… lo vi por la tele, me fijé porque… me acordé de cuando veníamos aquí.
– Lo de la incineradora tiene sentido, queman todo tipo de desperdicios, y podría ser…-dice Ginés-. Pero hay algo que falla en esa hipótesis: nos habrían avisado también a nosotros. El refugio se ve desde la pista, y estaba iluminado, y además estaban los coches.
– Sí-dice Amparo-, pero si realmente era una cosa tan urgente, que la gente se marchó de aquí «a pijo sacao», con la comida en la boca, como quien dice… podría ser que, sencillamente, no tuvieran tiempo de llegar hasta el castillo.
– Pues entonces se equivocaban-dice Nieves-. Yo no veo que haya pasado nada.
– No funcionan los aparatos eléctricos-dice Hugo-, eso es un dato objetivo.
– Sí, y el resto, de momento, son especulaciones-concluye Ginés-. Lo que hay que hacer es ir al desfiladero.
– Eso es verdad-dice Ibáñez-, no podemos empezar a sacar conclusiones sin haber contrastado suficientemente los datos. Es una cuestión de estadística: no es serio decir que han evacuado el país porque no hayamos visto a nadie en… en un kilómetro cuadrado.
– Menos mal que tenemos gente inteligente en el grupo-dice Amparo-. No arreglan nada, pero… todo lo que dicen suena muy bien.
– He encontrado esto-dice Ginés levantando la bombona que había dejado en el suelo.
– Ya lo he visto. Es una lámpara de butano.
– Yo pensaba que era un hornillo.
– Pero tiene la camisa rota.
– ¿Qué camisa?
– Es eso blanco; es de fibra de vidrio, se pone al blanco vivo con la llama, y es lo que da la luz.
– Creo que funciona igual aunque esté rota-dice Ginés, frenando la oleada de comentarios-, da menos luz, pero funciona igual. Podría sernos útil.
– ¿Y encenderá?
– Hay que probarlo. Por el peso debe de estar casi llena, se nota el líquido dentro, y… si enciende el mechero también encenderá esto. No interviene la electricidad para nada.
– ¿Y vamos a ir cargando con eso?
– Por mí-dice Hugo con un resoplido de indiferencia-, si la lleva él, yo no pondré pegas.
– Hombre…-dice Amparo, dedicándole a Hugo unas expresivas palmaditas en la mejilla.
– También he encontrado otra cosa…
Todas las miradas convergen en el rostro de Ginés. El silencio y la expresión que ha compuesto hacen pensar que su segundo hallazgo será algo de mayor trascendencia.
– He encontrado una bicicleta…
– Está hecha polvo-se apresura a añadir al ver el brillo de esperanza que ha nacido en algunos ojos-. Los frenos… y habrá que hinchar las ruedas. Pero creo que funcionará.