– Tendríamos que habernos quedado en aquella casa -dice Nieves, mirando fijamente las contorsiones de la llama.
Nadie le responde. Nadie hace ningún comentario. Sentados en diferentes actitudes, con el cansancio y la rendición pintados en el rostro, sus compañeros se limitan a contemplar, como ella, el resplandor de la lámpara, sin oponer la menor resistencia a su banal atracción. Sentado en actitud semejante a sus compañeros, abrazándose las rodillas, Hugo también mira hacia la lámpara; pero una mirada más atenta, más cercana, percibiría que sus ojos no «descansan» en la llama, como los de las personas que hay a su alrededor, ni la atraviesan con la mirada vacía del que tiene el pensamiento ausente, sino que la enfocan con terca perseverancia, con una expresión ceñuda, obtusa, como si el humilde objeto encerrara algún profundo significado que no fuese capaz de desentrañar.
Sólo Amparo escapa al poder hipnótico de la llama: está nimbada, estirada de cara al cielo y con los pies descalzos; unos pies llenos de rozaduras y ampollas reventadas. Se diría que duerme, pero sus ojos están abiertos, y de vez en cuando, con una inspiración algo más ruidosa, deja rodar la cabeza hacia un lado, sin decir nada, como si le agobiase el exagerado esplendor del cielo estrellado.
– Ya sabía que no llegaríamos al pueblo.
La voz de Nieves ha vuelto a romper el silencio. Una vez más, nadie le ha contestado, ni la ha mirado siquiera. Su entonación no ha sido irritada, ni de reproche: más bien ha sonado como una declaración de derrota, o de autocompasión. Ginés se dirige a ella finalmente, después de un buen rato, cuando parecía que el comentario había quedado ya olvidado, como el anterior.
– Lo decidimos entre todos-recita Ginés cansinamente-, aquella casa estaba cerrada a cal y canto… decidimos aprovechar al máximo el tiempo para intentar llegar a Somontano. ¡Lo decidimos entre todos!
Ginés ha elevado el tono en la última frase, mostrando súbitamente su enfado. Su reacción apenas ha merecido alguna mirada fugaz, desganada.
– Dijimos que haríamos fuego-dice Maribel, aprovechando la agitación que ha significado el pequeño rifirrafe para plantear su propia reivindicación.
– Sí, Maribel, dijimos que haríamos fuego-dice Ginés cerrando los ojos.
– No hace frío-dice Ibáñez con voz inexpresiva, sin dejar de mirar, como los demás, los movimientos de la llama.
– No, pero por la mañana refresca, antes del amanecer, y aquí no hay ropa de abrigo-dice María-. Aunque ella lo dice por los animales, ¿no es eso?
– Lo digo porque lo dijimos-dice Maribel, con un matiz de antipatía en la voz.
De nuevo el silencio. María hace una ronda con la mi rada, examinando a todos sus compañeros. Parece más entera, más despierta que ellos. María los va mirando uno por uno, pero cuando llega a Maribel desvía la mirada, porque ella, a su vez, la estaba mirando con una inquietante fijeza Maribel sí que está despierta, pero la suya es una animación nerviosa y un tanto febril, candidata a degenerar en histeria en cualquier momento. Nadie sabe cómo están los pies de Maribel. Lleva unos zapatos ligeros y escotados, con un poco de tacón, que la han mortificado durante todo el camino. Pero dejó de quejarse cuando empezaba a anochecer, y ahora permanece con ellos puestos: no se los ha querido quitar, como ha hecho el resto de sus compañeros en cuanto han decidido hacer el alto.
– Necesito bañarme-dice Nieves, rompiendo de nuevo el silencio-. No soporto estar así…
– Mañana nos bañaremos, en el pueblo-dice Ginés al cabo de unos segundos-, mañana lo haremos todo… ¡Por favor! ¡Había que intentarlo!
– ¿El qué?
– Llegar a Somontano, Maribel; llegar a Somontano.
La voz de Ginés ha expresado una tristeza y un cansancio infinitos. María, que está a su lado, le pasa un brazo por encima de los hombros, y después le acaricia lentamente la nuca, discretamente, como jugando al descuido con su cabello.
– No habrá nadie en el pueblo.
La mano de María se ha detenido, y ahora baja lenta, cautamente, sin tocar la espalda de Ginés. Pero no es Ginés quien ha hablado. Es Amparo: su voz ha sonado nítida en la penumbra, brotando desde el suelo en el que tiene recostada la cabeza. Es como si su ausencia visual, el no estar visible su rostro como el de los demás, le diera una suerte i lo impunidad para decir lo que todos están pensando pero nadie se atreve a mencionar.
– No hay nadie… no hay nadie en ningún lado. No hemos visto a nadie en todo el día. Por esta carretera, y un domingo, pasan cientos de coches.
– Que no haya nadie en la zona que hemos recorrido -dice Ginés, hablando como si le costara un gran esfuerzo-no quiere decir…
– ¿Y el coche que hemos visto?-prosigue tercamente Amparo-. Se había estrellado…
– Ya sé por dónde vas-dice Ginés-, pero no podemos afirmar que se estrellara en el momento del apagón.
– El piño era reciente-apunta Ibáñez-. No había nada de óxido en la chapa.
– Y tenía las llaves puestas-dice Amparo-. ¿Quién se dejaría las llaves…?
– Sólo buscas los detalles… La demostración… la demostración de una hipótesis siempre es un ejercicio tendencioso-dice Ginés.
– A mí no me vengas con palabrerías-protesta Amparo-. ¡Pero si no hace falta demostrar nada para darse cuenta! No es sólo que no haya gente: es el mundo, es cómo está todo. Mirad… mirad las estrellas: vuelven a brillar de esa manera… y los grillos… nunca… nunca cantan así; es como si supieran…
– No es el mejor momento para… para sacar conclusiones-replica Ginés con trabajosa paciencia-. Estamos todos cansados, hemos tenido un día muy duro. Ahora, por la noche, todo se ve peor; mañana… mañana será otro día; iremos… iremos al pueblo, a Somontano…
– ¿Para qué?-insiste Amparo-, ¿para ver que no hay nadie?
– ¡Me da igual que no haya nadie!-estalla Ginés-. Habrá comida, agua, camas, una piscina; en todos los pueblos hay una piscina; habrá bicicletas, un montón de bici cletas, un… yo qué sé, una zapatería. ¡No…, no podemos saber si habrá alguien o no!
Nadie dice nada, ni siquiera Amparo. Ginés vuelve a hablar en tono más conciliador:
– No podemos saber qué alcance tiene esto… ni cuánto va a durar. No tenemos suficiente información.
– Ginés tiene razón-dice María-. Una vez vi una película… la gente, los que sobrevivían, se acababan suicidando porque pensaban que… y luego resulta que al lado, muy cerca…
– Esa chica… Desapareció. Se esfumó…
– ¡Amparo! ¡Por favor!-dice Ginés.
– No. Tiene razón-protesta Nieves-. ¿Por qué vamos a negar la evidencia? ¿O es que…?
– Pues, por ejemplo-la interrumpe Ibáñez-, porque hay personas que parecen muy afectadas, y no sabemos… no sabemos…
En medio de un súbito silencio, todas las miradas se dirigen hacia Hugo; pero él no parece haberse dado cuenta de que se ha convertido en el centro de atención; su expresión reconcentrada y taciturna no ha variado un ápice en ningún momento de la conversación. Es la misma expresión que ha llevado durante todo el camino, desde que salió de la estupefacción y la atonía de los minutos inmediatos a la desaparición de Cova. Hugo no ha hablado en todo el camino: se ha limitado a responder lacónicamente, con monosílabos, y siempre con cierto retraso, cuando alguien le ha dirigido la palabra. No ha comido nada cuando le han ofrecido algo de la frugal pitanza-pan seco y galletas, y algún embutido-que han despachado sobre la marcha. Lo único que ha hecho ha sido fumar compulsivamente, un cigarro tras otro, hasta acabarse el paquete entero que todavía le quedaba. Pero una vez terminado, no ha dado muestras de necesitar más tabaco.
– Esa chica…-dice Amparo-, ¿cómo se llamaba?
– Por favor…-dice Ginés, más suplicante, más incrédulo que indignado. Los demás bajan la mirada avergonzados, incapaces de mirar a Hugo, ni a Amparo.