– ¿Nadie quiere decirme cómo se llamaba…? Me da igual. Desapareció, se volatilizó. Es imposible que se escapara, que se perdiera de vista en tan poco rato… No sé por qué estuvimos tanto tiempo buscando; era evidente que…
– Quizá se cayó-dice Nieves tímidamente-y las cabras se la llevaron… sobre el lomo…
– ¡Sí, hombre!-dice Amparo-. Como en un rodeo, ¿no? ¡Parece mentira!
– Eso no puede ser, Nieves-dice María; con cariñoso acento-. Lo habríamos visto y… las cabras no iban tan juntas…
– Sabéis-dice entonces Maribel, mirando la llama de la lámpara con ojos muy abiertos-, cuando estábamos en la casa…
– ¿En qué casa?
– ¡En cuál va a ser!, en la que hemos comido. Cuando entramos todos en la habitación y oímos ruido en el lavabo… Todos teníais miedo. Pero yo no… yo tenía una esperanza, porque pensé que a lo mejor era Rafa, que tenía que ser Rafa, que nos había ido siguiendo, porque… porque estaba enfadado, pero… pero se le había pasado y nos… nos gastaba una broma…
Maribel guarda silencio durante unos segundos. En algún momento parecía que iba a romper a llorar, porque la voz le ha temblado cada vez que pronunciaba el nombre de su marido. Pero ahora, después de mirar la llama en actitud reflexiva, durante un rato, vuelve a tomar la palabra en un tono distinto: un tono de serena suficiencia que resulta todavía más alarmante.
– Pero ahora me doy cuenta de que no, de que era muy tonta al pensar eso… Luego, cuando desapareció… cuando desapareció…
– Cova.
– Eso. Entonces lo comprendí todo…
Maribel ha enmudecido repentinamente. No se le ha escapado-como no se le escapa a ninguno de los presentes-la brusca transformación que ha sufrido Hugo al oír el nombre de su mujer, citado por un Ibáñez que lo ha dicho espontáneamente, sin pensar, por el simple prurito de suplir la quebradiza memoria de Maribel. Hugo ha alzado la mirada del resplandor de la lámpara, y ha mirado a sus compañeros como si despertara en ese momento: como despierta el hipnotizado al oír el chascar de dedos del hipnotizador.
– Ella lo sabía-dice Hugo, como si ése fuera el resultado de todo lo que ha venido rumiando, obsesivamente, en las últimas horas.
– ¿Qué es lo que sabía?-dice Ibáñez.
– Todo.
Hugo responde con firmeza, con una convicción que resulta un tanto exaltada, tal vez por la mirada y la expresión febril, fanática, con que acompaña sus respuestas.
– ¿No podrías…-le pregunta María, con todo el tacto de que es capaz-explicarte…?
– Que esto es el final-concluye Hugo-, el final de todo.
– ¿Por qué… por qué dices que lo sabía?
– Me lo dijo: me dijo que era el final, el final de todo, y yo no le hice caso-dice Hugo, con una entonación que empieza vehemente, exaltada, y acaba derrumbándose en un quejumbroso lloriqueo-. Todo se podría haber arreglado. Todo se habría arreglado si yo la hubiera abrazado de verdad, si le hubiera dicho que le perdonaba… pero no lo hice… Y ahora… ahora estamos así…
– Cálmate, Hugo…-dice Ginés.
– Una cosa es la relación de pareja-dice Amparo- y otra…
– ¡No! ¡Es lo mismo!-le interrumpe Hugo airadamente-. ¿No lo entendéis?… Ella me lo dijo: es el final de todo, ¿comprendéis? ¡De todo!
– Lo de Rafa fue igual-dice Maribel, atrayendo de repente todas las miradas.
– ¿Qué quieres decir?-le pregunta Amparo, incorporándose hasta quedar sentada en el suelo.
– No me miréis todos así… Me dais miedo.
– Tranquila-dice María-, ¿quieres decir que Rafa… a ti… te dijo lo mismo? ¿También te dijo eso? ¿Las mismas palabras?
– No, eso no, pero… él también desapareció.
– Maribel…-dice Ginés, en el tono de quien llama a la prudencia.
– Al principio yo tampoco me lo creía. Pensaba como vosotros, que se había enfadado y se había ido… Pero Rafa nunca se iría: no se iría dejándome sola.
– Pero… tú dijiste que…-recuerda María-que no estabais muy bien últimamente.
– Eso es lo que pensé al principio. Pero ahora me doy cuenta de que no. Todo el mundo discute de vez en cuando. Todas las parejas…
– ¿Y cómo puedes saber que desapareció?-dice entonces Ibáñez-. Tú estabas durmiendo, ¿no?
– No, la verdad es que no. No podía dormir, estaba disgustada…
– ¿Y le viste desaparecer?-insiste Ibáñez.
– No, pero… estaba a mi lado, en la litera de al lado; me di la vuelta, y cuando me volví a girar… ya no estaba. Yo pensé que había ido al lavabo.
– Entonces no viste, así, explícitamente…
– ¡Bueno, vale ya de interrogatorio!, ¿no?-salta de pronto Amparo, encarándose con Ibáñez-. Mira tú: el que nos reñía antes por hablar de… de esa chica… ¡Será que no estás tú ahora hurgando en la herida! Ya estoy harta de que nos deis lecciones los listillos del grupo; como si fuésemos unos críos y vosotros…
– Yo sólo intento racionalizar un poco toda esta locura, todo… todo esto tiene que tener algún sentido-replica Ibáñez con voz ostensiblemente calmosa-. Buscaba… buscaba analogías entre los dos casos. Y por supuesto lo hacía para ayudar, para que nos beneficiáramos todos. Si descubrimos…
– Claro, ya salió el gran altruista, el hombre que sólo quiere hacer el bien… ¡Si al menos te callaras y no quisieras dar lecciones!
– Pero… ¿a qué viene ahora…?-dice Ibáñez mirando a sus compañeros-, ¿qué le pasa a esta tía?
– Mejor harías en poner orden en tu vida en vez de andar por ahí dando lecciones-replica Amparo, con una acritud que resulta desproporcionada, que parece presagiar otro ataque más concreto, y también más hiriente.
– Y tú estarías mucho mejor con la boca cerrada-dice Ibáñez con tajante frialdad.
Pero Amparo lanza una nueva pulla:
– Hay que predicar con el ejemplo, ¿sabes?
– Pero… ¿qué os pasa a vosotros dos?-dice Ginés-. Si tenéis algún problema… no creo que sea el momento…
– ¿Problema?-dice Ibáñez-. Yo ninguno.
– ¿Ah, no? Anda, cuéntales, ¿por qué no les cuentas a éstos tus aventuras en La Capital? ¿No os ha dicho que estuvo tres años viviendo allí? No, no habla mucho de eso…
Todos miran a Ibáñez, incluso Hugo; nadie puede escapar a la morbosa curiosidad que han despertado las palabras de Amparo. El rostro de Ibáñez, su mirada baja y sombría, sus facciones tensas, su silenciosa inmovilidad, confirman, por lo menos, la gravedad del asunto.
– Él dice que fue por el trabajo, que le salió un trabajo allí y quiso probar… Puede ser… Lo que no dice es que conoció a una chica y se casó… bueno, o se juntó, es lo mismo, y que tuvo un hijo… Sí, el «soltero y sin compromiso», el hombre que me riñe porque puedo herir la sensibilidad de… Le bastaron tres años para casarse, tener un hijo y separarse al poco rato. No fue capaz, no tuvo cojones de cumplir como un hombre, ¡el muy cabrón! ¡No entiendo cómo se puede… con una chica estupenda, que es más buena que el pan, y un niño precioso, que todo el mundo dice que es un encanto… cómo se puede uno largar, y dejarlos ahí…!
– Tú ni siquiera conoces a esas personas-dice Ibáñez sin salir de su inmovilidad, sin dejar de mirar al suelo.
– Pero conozco a una persona que sí que las conoce, y de muy cerca, ¡qué mala suerte, ¿verdad?, el mundo es un pañuelo!
– No tienes derecho a juzgar…
– ¿Pues por qué no lo contabas tú primero a tu manera? ¡ Mira éste! No debes de estar muy orgulloso cuando lo tenías tan calladito.
– ¿Y tú? ¿Quién eres tú para hablar?-dice Ibáñez, encarándose de nuevo con Amparo-. Tu vida tampoco es, precisamente, un modelo a seguir.
– Al menos yo no he metido a niños de por medio.
– Porque no has podido.
– No, señor. Ya te gustaría a ti… pero no es mi caso. Si no tuve hijos fue porque no estaba segura, porque ya empecé a sospechar, muy pronto, que me había salido rana…