Ginés tarda en contestar. Se ha quedado atónito, mirando a María en cuanto ésta se ha puesto a hablar; y ahora sigue mirándola con la misma cara de sorpresa.
– Por supuesto que no creo-dice finalmente-. Pero tú…
– Pues entonces no te rindas. Si no te rindes yo te apoyaré hasta el final, hasta el último momento.
– ¡Qué bonito!-dice entonces Maribel-. Da gusto ver a dos personas que se quieren… y que no han sido separadas por la fuerza. Pero dime, bonita, ¿cómo explicas entonces… todo esto que está pasando?-dice Maribel señalando alrededor con un amplio ademán.
– ¡ ¿Y yo qué sé?! Lo que sé es que estamos bien fastidiados, eso está claro. Pero lo que me parece… lo que de verdad me parece alucinante es que en vez de pensar que ha habido un… yo qué sé, un desastre nuclear, una plaga, un virus, una invasión extraterrestre, lo que quieras… pues no, en vez de eso lo más lógico es pensar que un pobre tipo, un taradito, un reprimido que seguro que se hacía más pajas que un mono… pues eso, que ese tipo ha despoblado medio mundo, ha producido un parón tecnológico sin precedentes, y además «hace desaparecer» a las personas…
– Eres tú la que no quiere ver las cosas claras-replica Maribel-. Tú vas de lista pero… ¡Si está más claro que el agua! A ver, a ver si me respondes, a ver si me haces otro discursito, a ver por qué ese «desastre» que tú dices tenía que empezar precisamente cuando estábamos celebrando la fiesta, a la misma hora en que se cumplían veinticinco años desde que estuvimos allí todos juntos…
– «Eso» es una casualidad-dice María pausadamente-. Las casualidades también existen.
– ¿Y que el Profeta, precisamente él, fuese el único que no acudió a la fiesta… eso también es una casualidad? Aunque había asegurado, pero bien seguro, que vendría, que por eso Nieves estaba tan preocupada. ¿Verdad, Nieves? ¿No te juró y perjuró que vendría?
Nieves no responde. Alza la mirada que tenía clavada en el suelo y mira a los que están de pie, uno a uno, con una extraña expresión, entre atónita y asustada. Sólo al cabo de un rato, cuando Ginés, alarmado, le va a decir algo, Nieves habla con voz insegura, vacilante, bajando de nuevo la mirada.
– Sí, sí, me dijo… me dijo que vendría.
– Ya ves-dice Maribel-que no hacen falta extraterrestres para…
– ¡Pero, bueno… esto es ridículo!-protesta María-.
No sé ni por qué me molesto en intentar… ¿Qué quiere decir que ese tipo asegurara que iba a venir? ¿Qué prueba irrefutable es ésa? Querría venir, pero se asustó. Al final no tuvo valor, es una explicación mucho más lógica, tratándose de un tipo así.
– Por favor, no discutáis-dice Nieves con extraño dramatismo-. Me da miedo… me da miedo que en cualquier momento… Salgamos, vayámonos de aquí. ¡Hay que levantar a Hugo!
– ¡Tranquilízate, Nieves!-dice Ginés.
– Además-insiste María, enzarzada ya en la discusión-, toda vuestra teoría carece de sentido. Si no me equivoco fue Nieves la que organizó todo esto, la fiesta, el aniversario, todo. ¿Y con cuánto tiempo os avisó? Que yo sepa, con un mes de antelación, incluso menos. ¿Y pensáis que en un mes hay tiempo para planear… para organizar una venganza de semejante calibre? No, señora, no hay tiempo. No solamente haría falta un poder desmesurado, y la colaboración de un montón de gente, ¿qué digo?, ¡de un ejército! También haría falta tiempo, mucho más que los… ¿Con cuántos días… cuántos días faltaban para el aniversario cuando conseguiste contactar con él? Tengo entendido que te costó localizarlo… ¿No, Nieves?… Nieves…
Nieves se tapa la cara con las manos. Ligeramente encorvada, con la cabeza cayendo sobre el pecho, su maciza espalda se ve sacudida por rítmicos espasmos que tanto podrían ser de risa como de llanto. Por unos momentos sólo se escucha el incesante piar de los pájaros, y el rítmico soplido que emite Nieves entre sus manos, en cada una de sus sacudidas. La expectación de las personas que la rodean es tal que nadie llega a pronunciar ni una palabra. Finalmente es la propia Nieves la que habla negando con la cabeza, sin apartar las manos, sin dejar ver su rostro. Ahora es evidente que está llorando:
– No fui yo… no fui yo… Fue él. Fue él quien lo organizó todo.
– ¿El? ¿Quién es él?-pregunta María.
– ¡El Profeta!-dice Nieves, mostrando bruscamente un rostro anegado por el llanto, mezclando la desesperación y la rabia en su agónico grito.
La mirada de Amparo se agranda y se ahonda al mismo tiempo, fija en sus compañeros. Hugo lanza un gemido de pánico y se encoge todavía más. Maribel se limita a alzar una ceja, con una expresión de triunfante suficiencia. María y Ginés miran a Nieves con la boca abierta, con la incredulidad y el asombro pintados en el rostro.
– ¡Pero eso no puede ser!-dice Ginés-. Tú nos dijiste… tú nos dijiste…
– No fui yo… Lo organizó todo él, ¡ todo!
– Pero eso no… eso es… Tú nos llamaste, llamaste a todo el mundo… y lo del disco, tú… tú lo grabaste…
– Todo fue idea de él, lo del disco también, y otras cosas, muchas cosas, no… no las pudimos hacer todas.
– Pero… ¿Cómo…? ¿Estuviste con él? ¿Lo hicisteis entre los dos?
– ¡No! ¡Yo ni siquiera lo he visto!
– ¡Pues explícate, joder!
– Eh, no la atosigues-le dice Maribel a Ginés-, no la tomes ahora con ella porque no haya salido lo que tú querías.
– Nos debe una explicación-dice Ginés-. A todos. Nos ha mentido.
– Era para daros una sorpresa. Tenía que ser una sorpresa, por eso…
– ¿Una sorpresa? ¿Qué sorpresa?
– Dijo que traería una sorpresa, que él traía una sorpresa, para todos.
– Y vaya si la trajo-dice Maribel.
– ¡Tú cállate!-dice Ginés-. Yo… yo no entiendo nada. ¿No fuiste tú la que contactó con él?
– ¡No! Fue él-gimotea Nieves-. Un día recibí un correo. Llevaba la fecha del día que estuvimos viendo las estrellas, hace veinticinco años, la fecha exacta, y por eso lo abrí…
– O sea, que ni siquiera fue tuya la idea de…
– ¿No te lo está diciendo?-dice Maribel.
– ¡Silencio!
– Por favor, no discutáis-dice Nieves-. Ya os lo explico, os lo explicaré todo. Yo no… yo no pensaba en hacer la fiesta. Me acordaba, me acordaba muy bien; no se me había olvidado porque… fue un momento muy bonito, por eso… por eso me pareció una buena idea cuando me lo dijo Andrés…
– Le llama Andrés-dice Amparo.
– ¡Sí, Andrés! Lo que decía… todo era muy bonito, me pareció como… como que quería empezar una nueva vida, y que nos perdonaba, que en su nueva vida no tenía que haber rencor y precisa… precisamente quería que nosotros lo supiéramos, para que no tuviéramos mala conciencia y… ¡Todo lo que decía era muy bonito… un poco… un poco ingenuo, pero muy bonito!
– ¿Pero tú hablaste con él por teléfono?-dice María, que hasta el momento había permanecido muda.
– No, todo fue por correo, por el ordenador…
– Y entonces-dice María con vivo interés-, ¿cómo puedes estar tan segura de que era él?
– ¡Claro que era él! ¿A qué viene eso? No hablamos por teléfono, pero era él, ¿cómo no iba a ser él con todo lo que sabía de nosotros? Además, aunque hubiera hablado… ni siquiera me acuerdo de qué voz tenía. La voz no… no es infalible. La mitad de vosotros no me reconocía cuando os llamé…
– Vamos a ver-dice de pronto Ginés-. Yo aún no me acabo de creer que todo esto no sea una trola que nos estás contando. Ayer… ayer tú misma dijiste, cuando estábamos en aquella casa, cuando salió el tema de los buitres… dijiste que habías estado hablando con el cura para pedir el refugio.