En lo que respecta a Somontano, si viniendo desde Villallana se ve el pueblo ya en la lejanía, desplegado al pie del peculiar monte que lo tutela; desde la nueva carretera no se ven las casas hasta el último momento, cuando, después de trazar la última curva, se abandona por fin el intrincado laberinto del macizo rocoso y se desemboca en el pueblo.
Es en este laberinto en el que se encuentran ahora los dos hombres y las cuatro mujeres; en una curva muy pronunciada, muy prolongada, que empieza a ras de suelo y se interna luego entre paredes excavadas en la estribación rocosa: una de las últimas curvas-aunque ellos no lo saben-antes de llegar al pueblo.
La pared que queda a su derecha es baja, y apenas llegará a los cinco o seis metros en su zona más elevada. La otra, que corresponde al exterior de la curva, es un poco más alta, lo suficiente para que el sol-a pesar de que ya ha recorrido una buena porción del cielo-no llegue hasta el asfalto. Los caminantes disfrutan, por lo tanto, de una tregua de sombra, en esa hora en la que el aire todavía es agradablemente templado, mientras que el sol ya molesta y quema con sus rayos. Ahora el cielo es azul, de un azul limpio y satinado que el avance del día irá suavizando, calentándolo hasta convertirlo, al mediodía, en un blanco grisáceo, como la pintura requemada por el calor. El silencio es casi perfecto: los pájaros ya han dejado de piar, y todavía faltan horas para que empiece el canto de las cigarras.
Tras un sueño que ha sido escasamente reparador, los caminantes han sufrido en los primeros momentos para poner de nuevo el cuerpo en movimiento; después han alcanzado ese estado en el que los músculos, las articulaciones, entran en calor y el esfuerzo parece fácil y se hace mecánico, continuado; y ahora empiezan a notar de nuevo el cansancio, agudizado por la frustrante sensación de que el pueblo no acaba de aparecer, de que estaba en realidad mucho más lejos de lo que imaginaban.
Hugo camina en silencio, con la mirada clavada en el suelo. Empezó como un inválido, ayudado por los demás; pero ha ido prescindiendo paulatinamente de cualquier ayuda, hasta el punto de que lo único que preocupa ahora es su estado de ánimo, su terco silencio. Tan sólo ha hablado dos veces en todo el camino: la primera fue para preguntar si alguien tenía tabaco, empuñando el encendedor, del que no se ha desprendido en ningún momento. La pregunta-por absurda, por su obvia respuesta negativa-ha despertado alguna mirada de preocupación entre sus amigos. La segunda vez que ha hablado ha sido media hora después: ha repetido exactamente la misma pregunta, con total naturalidad, aparentemente sin ninguna conciencia de la repetición.
Ahora caminan todos en silencio, unificados por el cansancio. Tan sólo Nieves dice unas palabras de vez en cuando, sin necesidad, de forma un tanto compulsiva.
– Ya no hay más túneles, ¿verdad? ¿Verdad que no hay más túneles?
Nieves se ha colgado de la manga de Ginés para hacerle la pregunta, con una premura, con una insistencia un tanto infantil. Lo cierto es que todos pasaron un poco de miedo, o al menos ansiedad, al transitar por el túnel. No fueron más que treinta metros, recorridos a un paso que se fue acelerando inconscientemente: pero se hicieron eternos a causa de la oscuridad y el silencio sordo, opaco, y la sensación de emboscada metida en el cuerpo.
Ginés tarda en contestar a la pregunta de Nieves. Es Maribel la que al final dice:
– Sí que hay más, ¿no?, ¿no eran cuatro o cinco?
– No, hombre no-dice Amparo-, te confundes con otra… eso es en otra carretera, donde está ese pantano. Aquí sólo hay uno, sólo hay un túnel.
– Entonces… faltará poco para el pueblo-dice Nieves.
– ¿Poco? Ya tendríamos que haber llegado-dice Ginés-. Si no fuera porque sé que aquí no hay más carretera que ésta… pensaría que nos hemos perdido. No pensaba que fueran tantas curvas.
– Claro, en coche es un momento-dice María-. Andando es cuando se ve…
– Pero el túnel… yo recuerdo que estaba muy cerca del pueblo-dice Amparo.
Ginés no presta atención a lo que dice Amparo. Está distraído, mirando la carretera, las paredes de roca, incluso volviendo la cabeza para mirar atrás, con una atención que empieza a resultar llamativa. De pronto dice:
– ¡Eh, chicas!, me parece…
– ¿Qué? ¿Qué pasa?-dice Nieves con la alarma pintada en el rostro.
– No, nada malo-dice Ginés-, al contrario, esta curva es muy pronunciada… fijaos…
Ginés tiene razón. La curva se prolonga, se prolonga, cerrándose cada vez más, de modo que en el lugar en el que ahora se encuentran han perdido de vista el tramo recto del que procedían, pero tampoco llegan a ver la salida de la curva.
– Fijaos-dice Ginés, parándose un momento-: desde donde estamos ahora, y con estas paredes alrededor… parece que la curva no se vaya a acabar nunca, que se haya convertido en un círculo.
– ¡ Ay, calla!
– No, al contrario-dice Ginés con aire optimista-, ya estamos muy cerca, muy cerca del pueblo… Esta curva no se me olvida.
– ¡Mirad!-dice María, que se había adelantado unos pasos a sus compañeros-. ¡Un coche!
María echa a andar de nuevo alargando el cuello hacia su izquierda, separándose al mismo tiempo de la pared interior de la curva. Los demás, tras un momento de indecisión, la imitan y avanzan con pasos cautos, hasta que divisan, efectivamente, los faros, el morro de un utilitario de un color azul metalizado, un tanto chillón. Se produce una cierta confusión. María no ha vuelto a pronunciar palabra. Mientras camina hacia el coche cada vez más despacio, cada vez más cautamente, oye a sus espaldas los comentarios caóticos, contradictorios, que la visión del coche va suscitando en sus compañeros.
– ¡Se mueve! ¡El coche se ha movido!
– ¿Cómo que se mueve?
– No sé… me lo ha parecido…
– ¡ Somos nosotros los que nos movemos! El coche está quieto.
– ¡Hay alguien! ¡Hay gente dentro!
– Sí, pero están quietos, ¡deben de estar muertos!
– ¿Estáis histéricas o qué? No hay nadie. Son los reposacabezas, ¡por favor!
– Es que éste está bien: está en su carril, no como el que vimos ayer… parece… parece que se haya parado hace un rato.
– No, no está del todo… está demasiado cerca de la cuneta.
– La curva se acaba…
María también ha visto la salida de la curva, el sol que ilumina de nuevo un tramo recto, rodeado de arbustos y matorrales. Pero de momento es el coche lo que concentra su interés. La presencia del vehículo produce una extraña sensación, detenido en mitad de la curva, en su carril, con las puertas cerradas, pero completamente inmóvil, vacío y silencioso. Mientras tanto, los demás han llegado también al vehículo. Las ventanillas están cerradas. El coche es modesto, un modelo de utilitario relativamente reciente. La carrocería y los cristales están limpios, brillantes, y el interior también se ve pulcro y ordenado, austero, sin suciedad ni objetos superfluos como ocurre en tantos coches.
– El dueño-dice Amparo haciendo visera con la mano para mirar en el interior-debe de ser un maniático del orden…
– Debía de ser-corrige Maribel.
– Y de la limpieza-corrobora María.
– Tiene más de cinco años-añade Amparo-. Mira… la ITV está en regla: 2008.
Ginés acerca la mano a la puerta del conductor, la deja ahí unos segundos y después acciona la cerradura con cierta brusquedad. La puerta se abre sin esfuerzo.
– Lo típico-dice Amparo rodeando la carrocería-, las puertas abiertas, y la llave en el contacto, seguro… ves: lo típico.
– Huele a coche-dice Nieves-, a coche por dentro.