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– Este olor me mareaba-dice María-, cuando era niña…

– Me parece-dice Ginés apartándose un poco de la puerta-me parece que hay algo… un poco raro…

Las cabezas se agachan con cierta aprensión, las miradas recorren el interior del coche, y luego se alzan intrigadas, buscando respuesta en otras miradas.

– ¿Qué pasa?-gimotea Nieves.

Ginés tarda unos segundos en responder. Su mirada está fija, aparentemente, en el coche; una de sus manos, apoyada en el borde del techo, tamborilea nerviosamente sobre la chapa.

– Los cinturones, mierda, los cinturones-dice finalmente con la mirada baja, como si le avergonzara mirar a sus compañeros-están puestos.

Nadie se había dado cuenta. La tapicería de los asientos es oscura, y la banda del cinturón de seguridad, sin el grosor de un cuerpo que la abulte, queda pegada al respaldo y al asiento. La revelación ha tenido un efecto anonadante, paralizador, en todo el grupo.

– Iban dos…-dice Amparo en medio del silencio, como si hablara consigo misma.

Los demás callan. Nieves mira a sus compañeros: pasa agónicamente de un rostro a otro sin encontrar nada más que miradas absortas o huidizas. Ginés sigue inmóvil, mirando al suelo; no hay manera de saber lo que expresan sus ojos tras los párpados entornados. De pronto María, con un movimiento brusco, lleno de irritación, aparta a Ginés y se mete en el coche, en el asiento del conductor; mira, toca la palanca de cambios, el freno de mano, la llave de contacto… y después se deja caer sobre el volante, exhalando un resoplido de rabia, de impotencia. De pronto mira a su derecha; alguien ha abierto la puerta de ese lado y toquetea en la guantera, en el panel de la puerta, entre los asientos. Es Hugo. Al parecer es el único que escapa a la inacción, al desánimo, al ensimismamiento que atenaza a todos sus compañeros.

– Se caló-dice Ginés, hablando para nadie-se caló… la subida… hay un poco de subida… y se caló.

– Vayamos al pueblo-dice de pronto Hugo, sorprendiendo a todos-, este capullo no fumaba.

El exabrupto de Hugo podría ser considerado como un signo de mejoría. Pero nadie le hace demasiado caso en este momento. María sale del coche con deliberada lentitud y mira a Maribel fijamente, retadoramente, durante unos segundos. Maribel le aguanta la mirada con una altivez glacial. Ninguna de las dos dice una palabra.

– Sí, vayamos al pueblo-dice Ginés con cierto fatalismo-. Aquí… ya nos falta muy poco…

Hugo, Ginés, Amparo, Maribel, Nieves, María, dejan el coche inmóvil y solitario, con las puertas abiertas, e inician resignadamente, silenciosamente, la marcha hacia el sol cegador, hacia el aliento seco de los matorrales, cargado de olor a pinaza, a romero y a tomillo; hacia el asfalto gris, blanquecino, sembrado de baches y ondulaciones: una breve recta, de cincuenta o sesenta metros, que acaba en otra curva, una más, con el inevitable talud excavado en la roca caliza. El talud no permite ver el paisaje que hay más allá, no permite ver las primeras casas del pueblo que esperan a los viajeros-sin que ellos lo sepan-a la salida del siguiente viraje, apenas a cien metros de distancia en línea recta del lugar en el que ahora se encuentran.

Los seis compañeros caminan por las estrechas callejas del casco antiguo de Somontano. A estas alturas han visto coches, muchos coches aparcados, y alguno que otro parado en mitad de la calle, cruzado, o detenido, después de rozarla unos cuantos metros, por una pared. Pero todavía no han visto a ningún ser humano. Las puertas de las casas están cerradas en su inmensa mayoría, y las que están abiertas conducen a viviendas desiertas, abandonadas recientemente, con el olor denso a humanidad, el peculiar olor de una familia y su vida cotidiana todavía flotando en el aire. Los seis compañeros han entrado ya en alguna de esas casas: han sido recibidos por gatos sociables, que se rozaban en sus pantalones, por perros que ladraban ferozmente para ahuyentar a los intrusos, por perros huidizos que se escapaban pegados a una pared del pasillo, evitando a los humanos que habían interrumpido su saqueo. Todo menos personas. Y, en cambio, detalles inquietantes: una nevera abierta con una botella tirada en el suelo, sin tapón, sobre un charco de Coca-Cola; un libro abierto sobre una cama, ladeado, mostrando las pastas, aplastando las hojas contra la almohada, un preservativo tirado en el suelo, junto a una cama revuelta; una colilla como un gusano que ha roído un trozo de colchón, afortunadamente ignífugo.

Paradójicamente, pasear por las calles solitarias del pueblo deshabitado no resulta tan sobrecogedor como lo fue en algunos momentos transitar por la naturaleza. No es tan diferente el ambiente que rodea a los seis amigos del que podrían encontrar en cualquier pueblo o ciudad, a una hora temprana de un día festivo o de un domingo. La diferencia es que ahora es media mañana, y además esa calma es constante, continuada, sin que aparezca ningún vecino madrugador saliendo de una puerta, ningún joven trasnochador de regreso a casa.

Tal vez la sensación de normalidad, de cotidianeidad, se debe a los coches: las hileras de coches aparcados en las calles; o a la presencia constante de animales domésticos, sobre todo los perros, que ya avisaron a los caminantes de la presencia del pueblo cuando aún no habían visto la primera casa, y que ahora circulan libres, numerosos, ligeramente inquietos, a veces en grupos silenciosos y decididos, como si fuesen a alguna cita preestablecida. Por lo demás, todos se muestran pacíficos; incluso uno de ellos ha mostrado simpatía por los seis exploradores y se ha unido a ellos, a pesar de que no le han dado nada de comer, pues-como Nieves no ha tardado en lamentar-no han sido previsores en ese sentido y no han traído comida, ni han pensado en lo útil que puede ser un perro en determinadas circunstancias. Pero el perro, un animal joven, de mediano tamaño y raza indefinida, les sigue de todas formas y festeja, inocente y juguetón, cualquier caricia, cualquier atención que se le prodigue.

En cuanto a los caminantes, ahora están algo más animados. Encontraron un bar a la entrada misma del pueblo, con la puerta abierta de par en par. Dentro, en una de las mesas, había cartas simétricamente distribuidas-alguna caída en el suelo o encima de las sillas-copas de licor a medio consumir, paquetes de tabaco, y colillas de cigarrillos y de puros, fuera y dentro de los ceniceros. Todavía flotaba en el ambiente el olor del tabaco rancio y enfriado, y el peculiar tufillo de esos establecimientos que no son muy escrupulosos con la higiene. Entre el bar y la vivienda, que estaba en el mismo edificio, en el piso de arriba, han encontrado suficiente comida y bebida para todos; incluso había una cocina de butano que les ha permitido hacer café.

El estado de ánimo de Hugo ha ido mejorando hasta el extremo de resultar alarmante por su excesiva jovialidad. Hugo ha comido poco, pero ha fumado sin parar, y se ha servido repetidas veces de una botella de un whisky especialmente bueno que ha descolgado de un estante, desoyendo los consejos de sus compañeros, contestando con un conciso «Aquí hay barra libre. El que no quiera que no beba» a advertencias como la de Ginés, que en un momento dado le ha dicho: «Cuidado con los estimulantes, Hugo… Después viene el bajón, y no creo que sea muy agradable en estas circunstancias».

Finalmente, Hugo ha salido del bar pertrechado con un montón de paquetes ele tabaco abultando sus bolsillos, con un nuevo encendedor operativo-después de ceder a regañadientes otros dos que había encontrado-y con la citada botella, ya casi vacía, bailando al final de su brazo. Amparo le ha afeado este comportamiento, y él ha contestado con un contundente «Claro, ¿qué van a pensar los perros del pueblo cuando me vean?» y después se ha reído un buen rato a solas de su propia gracia. Por lo demás, María ha sido la única que le ha aceptado un cigarrillo; después ha tenido que rechazar una y otra vez, con suave indiferencia, los intentos de acercamiento del beodo personaje.