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– ¿Quién tiene el champú?-dice, agitando su cabellera mojada con rápidos giros de la cabeza.

– Eso al final-dice Ginés-, en el último momento… no vamos a enjabonar el agua antes de…

– Eso-dice Hugo-, primero que se vaya reblandeciendo la mugre que llevamos… Menos mal que la piscina es grande.

– Tú fíjate-dice Amparo, asomándose al borde-, en poco tiempo… ya hay un montón de hojas y… y bichos muertos…

– El agua no circula-apunta Ginés-. Las piscinas, cuando funcionan, se están depurando constantemente.

– Busquemos la redecilla-dice Nieves mirando en derredor-. Tiene que haber una redecilla por aquí, con un palo muy largo.

– No nos conviene perder más tiempo-dice Ginés.

– No está muy fría…-dice Amparo, metiendo un pie en el agua.

– Por eso-dice Ginés-. Sería mejor que estuviera más fría…

– ¿Por qué?

– Porque querría decir que lleva menos tiempo estancada.

Después de algunas vacilaciones, Nieves se ha decidido a desprenderse de la toalla, dejándola colgada del grifo de una de las inútiles duchas. Hugo ha seguido con atención todos sus movimientos, en silencio, con el cigarro detenido en la mano, a un palmo de la cara. A pesar de su tipología un tanto rubensiana, el cuerpo de Nieves conserva el esquema esencial del ánfora, y cierto equilibrio clásico en sus proporciones.

– Eh, tía… llevas la etiqueta colgando-dice Hugo, señalando con el cigarro-. Sí, sí, tú: la del bikini rosa.

– No es verdad… ¿dónde?-dice Nieves, llevándose una mano a la espalda, entre los dos omoplatos.

– No, en el culo. Trae, ya verás, te la quitaré yo; cortaré el hilo con los dientes.

– Yo esperaría al final, después del jabón. No es por nada…-dice Amparo, sujeta con ambas manos a la escti lera, con medio cuerpo ya dentro del agua.

– No es verdad-dice Nieves-, ya me la quité antes. Y no es rosa… el bikini, es fucsia.

– ¡Dios! Pero… ¿cómo podías andar así?

La exclamación procede de Ginés. Con el cuerpo en el agua, está abrazado al bordillo, y al acercarse Maribel le ha visto los pies, llenos de llagas y profundas marcas hechas por los zapatos, y ampollas reventadas que dejan al descubierto la carne viva.

– ¡Qué asco!-dice Hugo.

– ¿Qué?… Ah, los pies-dice Maribel con indiferencia-. No… no molesta. Llega un momento en que ya no duele… Cuando quieres que te duela, ya no te duele.

– ¿Querías que te doliese?-dice María al lado de Ginés, con una mueca de desagrado e incredulidad.

Maribel no responde. Se dirige a la escalera, de la que Amparo-que ya está surcando el agua-acaba de separarse. Maribel tiene un cuerpo sensual, pero chato y sin gracia. Sin la camisa que ha llevado todo el rato, da la impresión de que su cuello, ya de por sí recio, se ha acortado todavía un poco más.

– Bueno…-concluye Ginés-, ahora, en la bici, los pies ya no sufrirán tanto, pero… no estaría de más que te pusieras un poco de la pomada ésa que encontró…

– Me pondré los mismos zapatos que llevaba-le corta Maribel taxativamente, sin ni siquiera mirarlo-y no me haré ninguna cura.

Ginés se queda mudo, mirando a Maribel con desconcierto. Pero luego cambia de actitud y se anima súbitamente.

– ¡Venga-dice en tono jovial-, todo el mundo a bañarse!

Ginés se aparta del borde impulsándose con las piernas y Ilota boca arriba, relajado, cerrando los ojos, hasta que el impulso decrece y le obliga a bracear de nuevo. Mientras lanto, Maribel ha ido entrando en el agua con un gesto de repulsión, apartando cuidadosamente las pequeñas hojas amarillentas, alargadas, que flotan a su alrededor. Amparo, en cambio, bromea con Nieves a costa de su indecisión para meterse en el agua. Nieves se acerca a la escalera sin mucho entusiasmo, y Amparo la salpica a traición, produciendo un nuevo retroceso estremecido. Pero Nieves se ríe.

– Si no me salpicas entraré-dice, avanzando a pasitos muy cortos.

– ¡Pero si ya estás mojada! Cuanto más te lo pienses más te va a costar.

Finalmente Nieves inicia el descenso por la escalera. Maribel, mientras tanto, se sumerge y bucea unos pocos metros, tal vez huyendo de las hojas y las avispas muertas que flotan en la superficie.

– ¡Hombre, ahora que lo pienso!-dice Hugo repentinamente^-. Los seis en bici por la carretera, y después de bañarnos… ¡Verano azul!

La ocurrencia desata algunas risas espontáneas; algunas sonrisas más discretas, pero no menos sinceras.

– Ya… y tú eres el Piraña, ¿no?-dice Amparo.

– Más bien el pulpo-apunta Nieves.

– No sé-dice Maribel desde la escalera a la que se ha agarrado-cómo tenéis humor para… para reíros y…

– Oye-insiste Hugo-, pues ahora me acuerdo de un chiste de eso, de lo del verano azul…

– ¿El del pitufo?-dice Amparo-. Es muy viejo, y si empiezas contando el final…

– ¡Vete a la mierda!-dice Hugo.

María sale del agua remontando ágilmente el bordillo, y empieza a recogerse el pelo para escurrir la abundante agua que contiene, sonriendo todavía por las últimas pullas que unos y otros se han lanzado. La aparición de su cuerpo moreno y elástico, con su breve bikini negro, con su tatuaje en un flanco y su espesa cabellera rizada, vagamente racial, provoca un repentino silencio de admiración, de curiosidad, de envidia. Ginés, de espaldas a ella, es el único que no la está mirando. Hugo rompe el silencio hablando precisamente a María.

– ¿De qué te ríes tú, si eso no es de tu época?-dice con la sonrisa despectiva y los ojos brillantes-. ¡Si no debes de saber ni qué es eso del «verano azul»?

María menea la cabeza con desdén, sin dignarse responder.

– ¡Claro que lo sabe!-dice Amparo-. ¿No ves que lo dieron otra vez, hace unos años?

María sigue escurriendo su cabellera, con la cabeza ladeada, casi en horizontal. No ve a Hugo, que se ha levantado de la silla y avanza sesgadamente hacia ella, con unos pasos rápidos y silenciosos que resultan muy cómicos, en parte por el flanear nervioso de la carne sobrante de su pecho y su cintura.

– Ahora que ya estás bien seca…

Hugo sujeta a María por la cintura, la estrecha contra su cuerpo, y la levanta al mismo tiempo que gira con ella, con la evidente intención de lanzarla de nuevo a la piscina. María se debate durante unos segundos, pero al final se afloja y colabora para minimizar la violencia de la caída.

Después del chapuzón, María reaparece enseguida; se agarra al borde la piscina, y con la cabeza baja, como si estuviera meditando, resopla largamente, con un resoplido que es casi un suspiro.

– Al menos ayúdame a subir-dice de pronto alargando el brazo hacia Hugo.

Hugo le ofrece el brazo sin perder su sonrisilla burlona, se agacha un poco, y entonces María se aferra a la muñeca que se le ofrece, se encoge, y con un rápido movimiento tira con todas sus fuerzas de Hugo, que no esperaba el ataque y acaba cayendo al agua.

– ¡Toma ya!-dice Nieves-. ¡Por abusar de los más pequeños!

Hugo todavía no ha salido, y María ya está de pie sobre el bordillo, después de remontarlo con un impulso todavía más ágil, más rápido y gimnástico que el anterior.

– ¿Quién tiene el champú?-dice escurriendo de nuevo su cabellera.

Lo tiene Amparo, entre su ropa; pero no responde porque está distraída, mirando al agua con desusada intensidad, como si fuera un pescador primitivo que acechase la presencia de un pez para arponearlo.

– Hugo…-dice de pronto, con la alarma pintada en el rostro-no acaba de salir…

– ¿Qué dices?-pregunta Ginés, poniéndose inmediatamente en guardia.

– ¿Quién tiene…?-María se interrumpe; se acaba de dar cuenta, a mitad de la pregunta, de que ocurre algo raro a su alrededor.

– ¿Dónde está?-dice Amparo-. ¿Dónde está Hugo? ¡No lo veo!

Las palabras de Amparo producen una brusca agitación: es Nieves, que chapotea histérica, como si a dos metros de la escalera se hubiera olvidado, de pronto, de nadar.