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– ¡Quietos!-grita Ginés-. ¡No se ve nada! ¡No me dejáis ver si…!

Ginés está en el centro de la piscina. En posición vertical, mirando en todas direcciones, hace esfuerzos denodados por mantenerse a flote sin agitar el agua, por distinguir algo a través de su superficie rizada. Pero el nerviosismo de Nieves ha provocado una pequeña tempestad, y la sigue provocando: tanto que Amparo-que permanece sujeta a la escalera-ha tenido que alargarle la mano para ayudarla a alcanzar el borde.

– ¡Maribel!-dice entonces María-. ¡Tampoco aparece!

– ¡Es el agua! ¡Es el agua!-grita Nieves, pugnando por alcanzar la escalera.

– ¡Parad, por favor!-suplica Ginés-. ¡No puedo… no puedo ver si…!

Tampoco María, desde su altura, puede ver con la suficiente claridad. La agitación que producen Nieves y Amparo, incluso Ginés, provoca una imagen tan cambiante y fragmentaria del fondo de la piscina, tan llena de reflejos, que no le permite llegar a ninguna conclusión categórica. La confusión de gritos y frases entrecruzadas, entrecortadas, tampoco ayuda a discernir: es como otra superficie, en este caso sonora, que pierde su transparencia a base de acumulación y superposición.

– Pero Maribel… ¿qué hacía Maribel?

– ¡Estaba buceando!

– ¡Es el agua! ¡Desaparecen… desaparecen cuando van al fondo!

Ginés-cada vez más agotado-todavía tiene menos perspectiva, con los ojos a un palmo del agua y la violenta refracción que esto produce.

– ¡Salgamos… salgamos todos!-dice finalmente, cuando Nieves ya está subiendo por la escalera, gimoteando, resbalando en cada escalón, mientras Amparo opta por remontar el bordillo.

Ginés alcanza la otra escalera, sube los escalones, todo ello con movimientos cuya lentitud se debe más al agotamiento que a la prudencia

– ¡Es el agua! ¡Es el agua!

– ¡Silencio…!-grita Ginés, jadeante pero todavía autoritario. Está al lado de la escalera, de pie pero con la cintura doblada, encogiendo e hinchando el estómago en cada respiración, apoyando las manos en las rodillas, mirando el agua con febril expectación, como hacen María y Amparo, e incluso Nieves.

Pero el agua se va calmando, poco a poco; las rayas negras, paralelas, que surcan el fondo de la piscina, se recomponen como un puzzle en movimiento; abandonan la tumultuosa promiscuidad que las hacía entremezclarse, y retornan lentamente a su condición lineal y geométrica; y al final sólo queda una piscina vacía y silenciosa, impasible, con las rayas del fondo arqueadas hacia los extremos como efecto de la refracción, y esa fría transparencia del agua.

– Todo se está cumpliendo-dice Amparo-… tal como ella decía: Hugo ya no sufría y… y ella… ella le paró los pies aquella vez, en la furgoneta… Tenía que ser la siguiente.

Ginés no replica a Amparo; se queda mirando fijamente a la piscina sin pronunciar palabra, respirando por la boca, encogiendo y distendiendo el estómago cada vez más despacio, dejando más tiempo entre una respiración y otra.

MARÍA – GINÉS – NIEVES – AMPARO

La calle es larga y rectilínea; es una calle estrecha, de una sola dirección, que desciende en suave bajada hasta la salida del pueblo. Los edificios de dos y tres pisos-antiguos unos y otros más recientes-se agolpan a un lado y otro sin dejar un resquicio, en monótona sucesión de paredes y ventanas cerradas, que le dan a la calle el aspecto de un angosto pasillo o corredor. Las bicicletas avanzan sin que haya que pedalear, a una velocidad constante y moderada que hace innecesario el uso de los frenos. Son cuatro bicicletas; tres mujeres y un hombre empuñan los manillares. No es mediodía, todavía no, pero la orientación de la calle hace que el sol caiga de lleno sobre el asfalto y las aceras, sin conceder ni un estrecho pasillo de sombra.

A pesar del ambiente veraniego, las prendas frescas y coloridas y las flamantes zapatillas deportivas; a pesar de ser la bicicleta un vehículo amable y eminentemente festivo, los cuatro ciclistas avanzan con rostros serios, reconcentrados, con expresiones sombrías, en medio de un silencio sepulcral en el que sólo se oye el tintineo cuadriplicado del piñón de la rueda trasera. Nadie ha pronunciado una palabra desde que subieron a las bicis hace unos minutos. Ya van por la mitad de la calle cuando el hombre-el único hombre de este cuarteto-rompe finalmente el silencio.

– Verano azul…-dice Ginés con amargura.

– Es curioso…-dice María-. Lo echo de menos, ahora… lo echo en falta.

– ¿El qué?

– A Hugo-responde María.

Nadie responde a las palabras de María, nadie se atreve a añadir nada; sólo se oye el crepitar inocente y festivo, como una matraca en sordina, de los piñones de las bicicletas. Un perro ladra, a lo lejos.

– No habían pasado doce horas-dice de pronto Nieves, con la mirada turbia, con una entonación de reproche-. No habían pasado doce horas; lo de Ibáñez fue… era la última guardia, no hace ni… ni…

De nuevo el silencio. Una bocacalle se abre a la izquierda; los ciclistas ven pasar fugazmente la perspectiva de la calleja recta y empinada. Ya han pasado cuando la mente analiza la imagen y avisa de una pequeña anomalía.

– Había algo al final-observa Amparo.

– Ya lo he visto-dice Ginés-. Será un perro.

– Parecía… parecía más grande-dice Amparo.

– Lo que tenemos que hacer es salir de aquí cuanto antes-dice Ginés-. ¡Mira, ya se ve: la carretera!

– ¿Eso es la carretera?

– Claro, dirección Villallana; lo sé por el almacén de madera.

Ginés empieza a pedalear y las chicas le imitan. Unas decenas de metros más adelante las casas se acaban a un lado y otro, y la calle-después de un cambio de rasante- parece continuar en un ambiente suburbial, de naves industriales, y algún que otro chalet. Pero de momento las bicicletas ruedan todavía dentro del casco urbano. En la acera derecha, la calle se prolonga sin una sola abertura, como un muro continuado de edificios. Todas las bocacalles parecen estar a la izquierda: en ese lado aparece ahora una escalera, una plaza elevada con árboles y coches aparcados, y a continuación otra calle que desemboca, también en bajada.

– Esto está cada vez peor-dice Nieves, sin dejar de pedalear-, nunca habían sido dos de golpe.

»-Cada vez es más seguido-añade al cabo de unos segundos, respondiendo al silencio-. A lo mejor nos teníamos que haber quedado en el refugio…

– Rafa desapareció en el refugio-dice Ginés secamente.

– O haber ido hacia el norte…

– Si te gustan las carreteras de montaña… Al norte no hay núcleos de población, no hay más que monte y más monte; tardaríamos días en atravesar la cordillera…

– Lo lógico era ir hacia el sur-añade Ginés tras una breve pausa-, buenas carreteras y poblaciones cada vez más grandes… con las bicis nos plantamos mañana en La Capital… no hemos hecho más que lo que dicta la lógica…

– ¿Cómo?-dice Nieves.

Nieves se ha retrasado un poco, y no ha oído bien las últimas palabras de Ginés.

– Digo-dice Ginés, volviendo la cabeza-que hemos hecho…

– ¡Ginés!

Un chillido desgarrador, salido al unísono de las gargantas de Nieves y Amparo, acompaña el grito de advertencia dado por María. Un enorme camello, de pelo sucio y movimientos parsimoniosos, ha aparecido repentinamente por la derecha, hasta ocupar la mitad de la calle. Ginés lo ve en el último momento, cuando ya casi lo tiene encima. Ni siquiera intenta frenar; se ciñe a la izquierda y pasa, tensando todo su cuerpo, mientras María-que ha apretado sin éxito los frenos-acaba colándose de forma similar, rozando al camello, que se ha asustado en realidad tanto como los ciclistas, y retrocede con toda la rapidez que le permite su eminente tamaño, su vetusta anatomía. Esto favorece a las otras dos mujeres, que no hacen otra cosa que seguir su trayectoria, bloqueadas, petrificadas por el espanto, mientras el camello se eclipsa mostrando los cuartos traseros, difundiendo un mareante olor a estiércol.