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Los rayos del sol ya son bastante oblicuos, pero todavía hace calor, incluso a la sombra, y la luz, clara y luminosa, aún no amarillea. Más allá del cuadrado de sombra que cubre la zona de los surtidores se despliega un panorama de papeleras y guardarraíles, de asfalto manchado de aceite y macizos de hierba agostada. La vista tiene que viajar muy lejos, hasta el horizonte, para divisar el azul de las sierras remotas, brumoso y gris por la calima estival.

Después de haberlos olisqueado repetidamente, con aprensión, con desconfianza, María y Ginés mastican en silencio los primeros bocados que han arrancado a sus respectivos emparedados. Comen sin apetito, con expresión hosca, abatida, con la mirada perdida y absorta en sus cavilaciones.

Amparo consume su merienda con parecida desgana, pero su expresión tiene un matiz de indiferencia, un velo de insustancial distracción que oculta o sustituye a su auténtica mirada. Mientras distrae en su boca los bocados a medio masticar, pobremente insalivados, Amparo mira a un lado y a otro, a las grises papeleras, al techo que les da sombra, con la indolente curiosidad de un niño al que han puesto en una clase nueva. Y de pronto, como si se acordara súbitamente de algún asunto importante, empieza a rebuscar en los bolsillos de su pantalón, hasta que su mano emerge abrazando, ocultando un pequeño objeto.

Con los ojos bajos, subrepticiamente, María observa los movimientos de Amparo, e inmediatamente frunce el ceño al darse cuenta de que es un teléfono móvil lo que su compañera sujeta entre las manos, entre las dos manos, porque además ha dejado el sándwich a un lado, sobre el mismo suelo. Entonces María busca el rostro, la expresión que acompaña a esos gestos; pero Amparo, con la cabeza baja, ladeada, oculta la mirada a su acompañante y la concentra toda en el teléfono, cuyos botones ha empezado a tocar con obsesiva insistencia.

Parece que María va a decir algo, que le va a decir algo a Amparo, incluso llega a abrir la boca para empezar a hablar. Pero su boca se cierra emitiendo algo parecido a un suspiro, su cuerpo se afloja, y la mirada preocupada, pensativa, se posa sin verla en la bicicleta que tiene delante, a cuatro metros de distancia.

Ginés-sentado al otro lado, a la izquierda de María- no ha percibido estos sutiles movimientos: con una botella de zumo, ya mediada, junto a una pata de su silla, mastica con aire distraído, con la mirada ausente, una mirada que delata el fluir constante de sus pensamientos. Y de pronto el fluir se detiene, la mirada se intensifica y la masticación se va haciendo más lenta, más lenta, hasta que se detiene por completo, y Ginés se queda inmóvil, con la boca llena, con el bocadillo sujeto con ambas manos, a la altura del pecho.

– Hay un sitio en el que no hemos mirado-dice apartando la comida a un lado de la boca, con la vista fija, aparentemente, en los surtidores de gasolina.

– ¿Qué sitio?-dice María.

Ginés tarda tres o cuatro segundos en responder, lo justo para que su silencio empiece a llamar la atención. Finalmente engulle el bocado con precipitación y dice, sin dejar de mirar al frente:

– En el tanatorio.

– Joder…-dice María.

Ahora se produce un silencio un poco más largo. María se queda inmóvil durante unos instantes; después gira la cabeza y mira a Ginés, pero éste sigue en la misma posición, como si estuviera contemplando los surtidores: tan sólo ha bajado un poco el bocadillo, hasta apoyar los antebrazos sobre los muslos. Amparo en cambio no ha tenido la menor reacción: como si las palabras de Ginés no hubieran llegado a sus oídos, continúa toqueteando en el teléfono cada vez más encorvada, cada vez más atenta a su muda pantalla.

– ¿Y eso…?-dice María cautamente, como si temiera la respuesta.

– Tengo curiosidad-responde Ginés, con una entonación que se esfuerza en resultar neutra-. Si la gente no ha sido evacuada, sino que… desaparece… habría que ver si alguien que ha… fallecido, que ha fallecido recientemente…

– Recientemente…-repite María, en actitud pensativa.

– Sí, recientemente… pero antes del apagón-dice Ginés, acercando de nuevo la comida a la boca, pero sin llegar a tocarla.

María aparta la vista de Ginés, mira hacia el suelo unos segundos, en actitud pensativa, y luego, de repente, levanta la cabeza.

– A lo mejor no había nadie-dice, mirando de nuevo a Ginés-, ningún muerto… no sabemos si cada día… ¿Cuántos habitantes tiene…?

– No sé…-dice Ginés, dubitativo-, antes eran… en mis tiempos…

– Cuarenta mil.

La cifra la ha dado Amparo. Ginés y María miran hacia ella, sorprendidos, pero Amparo sigue encorvada sobre el teléfono, atenta, silenciosa. Si no fuera porque su voz es inconfundible, se diría que no ha sido ella la que ha hablado.

– ¡Caramba… sí que ha crecido!-dice Ginés-. Sí, entonces sí… no soy experto en estadística, pero… De todas formas, podemos… podemos probar en La Capital. Allí… allí sí que no falla.

– ¡Se ha encendido!-exclama de pronto Amparo-. ¡Mirad, se ha encendido!

María y Ginés se levantan de un salto y rodean a Amparo.

– ¿Cómo? ¿Qué se ha…? ¡Déjame ver!-dice Ginés, pugnando por que Amparo le muestre el móvil que atesora entre sus manos, a un palmo de la cara.

Amparo continúa sentada, y Ginés y María revolotean con ansiedad en torno a su silla. Acercando la cabeza a la de ella, intentan ladear el teléfono, sujetándolo a través de las manos de su dueña, que lo tiene firmemente agarrado.

– A ver-dice Ginés, cuando por fin consigue ver de frente la pantalla-. Pero… no funciona. Está apagado…

– ¿Cómo que no?-dice Amparo-. ¡Sí que funciona, mira!

De pronto el entusiasmo de Amparo se transforma en perplejidad, que a su vez se va convirtiendo en una especie de ofendida susceptibilidad.

– Antes… antes iba, y vosotros…-dice, sin dejar de mirar al teléfono-vosotros lo habéis apagado con tanto toquetear…

María y Ginés se miran un momento, en silencio. Sus miradas son serias, tácitas, cargadas de significado.

– ¡Mira! ¿No ves?… No hace nada, pero se enciende-dice Amparo, renaciendo en su entusiasmo.

– Amparo… No se ha encendido. Es el reflejo del cielo que te ha engañado-dice Ginés, grave, triste, casi avergonzado.

– ¡Venga, hombre! ¡Si lo sabré yo!-protesta Amparo-. Ves, ya se ha vuelto a apagar, es cuando lo tocáis… Se ha encendido. No hacía nada, pero se ha encendido. ¡Vamos… como si no supiese yo qué es lo que he visto!

Ginés y María se miran de nuevo con la misma mirada que han cruzado hace unos instantes. Se diría que ninguno de los dos quiere intervenir, replicar a Amparo; que cada uno espera que sea el otro el que tome la palabra. Pero Ma ría niega implícitamente, con un gesto de abatimiento, y es Ginés el que habla a una Amparo que no mira a sus ami gos, que acaso no quiere mirarlos, atenta, ficticiamente, a su absurdo teléfono.

– Bueno… es igual, Amparo-dice Ginés-, es igual, no importa, no… no tiene importancia, tal vez sí, tal vez… no hemos mirado bien y… de todas formas da igual; si no funciona…

– ¡No me hables como si estuviera loca, ¿vale?!-estalla Amparo, levantándose bruscamente de la silla-. ¡Tú siempre vas de listo! Eres… eres la máxima autoridad. ¡Ni que fueras el papa de Roma! ¡Hemos ido a donde tú has querido, te hemos… te hemos seguido, has hecho que llegáramos… que llegara a creer que tú nos salvarías, que teníamos salvación… cuando ni tú mismo te lo creías! ¡Eso… eso es lo que me da más rabia!…