– No, así no-dice María, tal vez con excesiva brusquedad-, tiene que ser… un buen chorro y…
Al final María se hace con la botella y, siguiendo sus instrucciones, Ginés manipula la piel, la pantorrilla tersa y morena, sin asomo de vello, hasta que la incisión hecha por el animal queda al descubierto, lo más abierta posible, y entonces María dirige al agujero un chorro delgado y mordiente, apretando la botella con todas sus fuerzas.
– Lo importante es que penetre-dice apretando los dientes, crispando el rostro, no se sabe si por el esfuerzo de estrujar la botella o por el escozor que ya debe de estar sintiendo-, la mitad de los microbios son anaerobios.
– La vas a acabar toda-dice Ginés, intentando represar con el algodón el torrente de agua oxigenada que baja hasta el calcetín.
– Luego cogemos más. De esto hay en cualquier lado.
– Podías haber gritado antes.
La frase la ha dicho Amparo. Ginés y María se habían olvidado de ella, y ahora le dirigen miradas sorprendidas, interrogantes, sosteniendo en las manos la botella y el algodón ya inactivos. Amparo está con ambos pies en el suelo, bajada del sillín pero con la bicicleta entre las piernas, con las manos en el manillar.
– Cuando gritó se asustaron-dice Amparo, como si ahora hablara sólo con Ginés-. Podría haber gritado antes.
María y Ginés vuelven a fijar su atención en la pierna herida. Su voluntad de ignorar a Amparo es tan unánime que se podría pensar, para alguien ajeno al asunto, que ni siquiera han oído sus palabras.
– Ahora a dejar que actúe-dice María-. Luego pondremos yodo… pero nada de tapar.
– Nos hemos puesto nerviosos. No… no había para tanto-dice Amparo, haciendo avanzar y retroceder las ruedas unos centímetros, de modo que el sillín le da unos golpecitos en el cóccix-, con un grito ya se han asustado.
Esta vez, sus dos compañeros ni siquiera miran hacia ella.
– Menos mal que se nos ocurrió coger un botiquín -dice Ginés, sopesando el frasco del yodo.
– Una escopeta es lo que tendríamos que haber cogido-dice María mirando al suelo, con un deje de desdeñosa irritación.
Ginés la mira un momento con una extraña expresión, como si la viese en este momento por primera vez. Pero María evita su mirada.
– Después de lo de los leones…-dice, con la misma expresión huraña-. No sé cómo no hemos pensado en buscar un arma.
– Yo lo pensé en algún momento-dice Ginés-, pero luego se me olvidó… además… no es tan sencillo… hay que encontrarla, saber cómo se usa, y la… la munición…
– ¡Vaya problema-dice María-, pues se busca una armería y ya está!
– Siempre que podamos reventar la puerta-objeta Ginés-, precisamente una armería estará…
– ¡Pero bueno! ¿Qué coño os pasa?-estalla María, pasando bruscamente al plural, aunque Amparo se limita, de momento, a guardar silencio-. ¿No queréis tener un arma… o es que vuestro Profeta también tiene el poder de neutralizarlas?… Sí, eso es lo que pasa: no hay nada que hacer; él es quien decide cómo y cuándo desaparece cada uno, ¿verdad?
Ginés guarda silencio, con la vista aparentemente fija en el botiquín.
– Las armas las carga el diablo-dice finalmente, sombrío, evasivo.
– Las armas dan el poder a quien las tiene-dice María.
– Por eso, por eso.
– No os dais cuenta-dice María, negando con la cabeza-. Aquí ha cambiado algo. Los animales… hay que recordarles que todavía somos nosotros los que mandamos, los seres humanos… aunque estemos en minoría.
– También puede servir para suicidarse-dice Amparo inesperadamente-, la escopeta, quiero decir.
María le lanza una mirada terrible, oscura, y después dice:
– A lo mejor tenéis razón y no es buena idea que tengamos a mano un arma de fuego… más que nada para evitar la tentación de «suicidar» a alguien en algún momento.
– Venga-dice Ginés, sujetándole de nuevo la pierna-, te voy a poner el yodo.
– «No había para tanto», dice la tía… ¡y estaba cagada de miedo!-dice María, hablando para sí, mientras Ginés da por buena la dosis de yodo y empieza a desempaquetar una gasa.
– No, nada de taparlo-dice María apartando la pierna, al reparar en lo que está haciendo Ginés-, que cicatrice cuanto antes. Venga, vamos. Ya hemos perdido bastante tiempo.
Ha pasado un cuarto de hora. Las tres bicicletas ruedan a buen ritmo por una zona relativamente llana, de pequeños valles u hondonadas atravesadas en línea recta por la carretera: valles verdes de viñedos y árboles frutales, con algún caserío aislado, flanqueados a ambos lados por cerros o montañas de escasa entidad, recubiertas de pinar. La carretera llega a un pequeño alto, traza una curva, como si perdiese el norte, y enseguida se interna en otra hondonada similar a la anterior.
Ya han recorrido cinco o seis kilómetros por este nuevo paisaje cuando, al final de un valle un poco más amplio que los otros, la carretera se empina hasta desaparecer en un altozano, entre los edificios de una pequeña población. La subida está rodeada por el verdor de los árboles, salpicada de señales que invitan a reducir la velocidad y avisan de la proximidad de un semáforo. Efectivamente el semáforo aparece cerca de las primeras casas. Es un semáforo mudo y apagado. Pero no es eso lo que llama la atención de los tres ciclistas: lo que llama su atención, lo que ha hecho exclamar a María, lo que les ha hecho recorrer los últimos metros con la vista fija en un punto muy concreto del paisaje, es una columna de humo, no muy definida, no muy densa-pero imposible de confundir con una nube-, que se eleva por encima de las casas del pueblo, un poco a la derecha del lugar en el que la carretera se oculta entre las casas.
– Humo-dice María, sin dejar de pedalear-, podría ser alguien… haber alguien…
– Mejor que no nos hagamos ilusiones-dice Ginés-, también podría ser un incendio.
– O un coche que se estrelló-sugiere Amparo.
– Pero ya no estaría… ¿tú crees que todavía estaría ardiendo?-dice María.
– No sé…-dice Ginés, dubitativo-, lo veo muy… difuminado. No sale de un punto concreto… no parece de una hoguera…
– Además-razona Amparo-, ¿quién va a querer hacer fuego, con el calor que hace?
– Podría ser-dice Ginés-para cocinar, o para… para defenderse de los animales.
– Sí-dice María-, arréglalo más tú.
– :Mujer… al menos querría decir que hay alguien, seres humanos, personas…
– Sí, sé lo que es una persona, todavía me acuerdo.
La carretera empieza a empinarse imperceptiblemente, y los ciclistas tienen que emplearse de nuevo sobre los pedales para no perder el ritmo. Por delante de ellos se despliegan trescientos o cuatrocientos metros de subida, que aparentemente se acaba en el pueblo, aunque Ginés y Amparo saben que todavía queda mucha pendiente, ahora oculta por el paisaje, hasta un pequeño puerto de montaña que marca el punto más alto de la ruta.
La percepción de la carretera, de las distancias, cambia mucho cuando hay que ganarla metro a metro, pedaleando a los mandos de una bicicleta, pero Ginés había recorrido muchas veces esta carretera en su juventud, cuando vivía en Villallana, y a Amparo-aunque últimamente opta siempre por la autopista-tampoco le resulta desconocida.
El sol queda a sus espaldas. El bulto híbrido de bicicleta y hombre proyecta su sombra un metro por delante de la rueda delantera, como una flecha que indicara la obligación de seguir adelante. Pero sigue haciendo calor; parece incluso que el calor haya aumentado, aunque tal vez sea a causa del esfuerzo suplementario a que obliga la subida, al impacto perpendicular del sol en la espalda.
Unos minutos más tarde, los tres compañeros llegan jadeando a lo alto de la pendiente. El pueblo les recibe con un cartel, colgado de un lado a otro, en el que se anuncian las fiestas patronales.