– ¿No habría sido-dice Amparo cojeando ligeramente, con una mueca de dolor arrugándole el rostro-no habría sido mejor llegar primero a lo alto del puerto?
– La carretera se aleja-dice Ginés-. Aquí estábamos más cerca.
– Pero… a lo mejor es peligroso, no sabemos… no sabemos si hay algo…
– A lo mejor es un ovni-dice María-, una nave extraterrestre… a lo mejor es la que ha producido…
– ¿El incendio?
– No… o todo, todo lo demás.
– No sé…-dice Ginés, dubitativo-, no me acaba de…
– Sí… vais a encontrar un marciano-dice Amparo, con un bufido de desprecio-, un marciano es el que tiene la culpa de todo.
– Vayamos con cuidado-dice María, con un temblor temeroso en la voz-. Podría ser peligroso…
– No sé…-dice Ginés-, todo esto está muy muerto… no hay actividad, no hay… no hay nada.
Los tres compañeros avanzan pisando piedras, haciéndolas rodar, aplastando negros esqueletos de plantas y arbustos que se desmenuzan en polvo, en hollín, tiznando su calzado y sus pantorrillas. El misterioso artefacto tiene un aspecto cada vez más mecánico, más industriaclass="underline" ahora ya resulta evidente que la chapa que lo recubre estaba pintada de blanco, porque hay pequeñas zonas en las que este color pervive todavía, amarilleando en los bordes, respetado milagrosamente por las llamas.
Ya han llegado junto al aparato. Como a menudo ocurre en casos similares, el objeto parece mayor visto de cerca, al pie de sus curvadas paredes. Realmente tiene el tamaño de una furgoneta, de una furgoneta grande; por lo menos en la zona central, que es la más ancha. El artefacto es aparentemente de sección redonda, aunque de forma ligeramente ahusada, más estrecho en la zona que apunta hacia la carretera.
– Un momento… esto…-dice Ginés en actitud pensativa, alargando una mano hasta tocar la superficie de la plancha.
– ¡Aquí hay unas letras!-dice María-. Se pueden leer porque están en relieve, no… no estaban pintadas…
– Aquí también-dice Ginés.
– ¡Está en inglés!-dice Amparo.
– Pero… ¿esto no es el símbolo de los Rolls-Royce? -dice María-, ¿las dos erres superpuestas?
– ¡Exactamente!-dice Ginés-. Ya me lo parecía, sabía… sabía que me recordaba algo y no… no conseguía…
– ¡Pero esto no es un coche!-protesta Amparo.
– Rolls-Royce fabrica los reactores de un montón de aviones-dice Ginés-. Esto es un reactor, y de un trasto muy grande, un Jumbo o algo así. Si vamos allí, adelante, veremos el agujero de entrada, y las palas… las palas de la turbina.
Pero María ya ha subido hacia la parte delantera del reactor, e incluso unos metros más allá, y no mira lo que ha indicado Ginés, sino al otro lado, hacia abajo, a la otra vertiente de la montaña,
– ¿No queríais saber dónde estaban los aviones… porqué no veíamos ningún avión en el cielo?-dice, volviéndose un momento hacia sus compañeros-. Pues ahí tenéis.
Ginés y Amparo corren hacia donde está María. El terreno hace subida, y sólo al final, al llegar junto a ella, se despliega ante su vista lo que les está señalando.
La primera impresión es que la falda de la montaña -que baja en suave declive hasta un terreno relativamente llano-es un vertedero improvisado y reciente en el que alguien ha ido dejando chatarra y basuras, de forma caótica, dispersa, sin intención de acumular los desechos en ningún lugar concreto. Más tarde, la vista descubre en la periferia algunos elementos de mayor tamaño-un trozo del fuselaje, la alta vela del timón, parte de un ala-que reportan dramáticamente al escenario de una catástrofe aérea. Pero el resto son trapos, ropa, trozos de tapicerías, maletas descuadernadas, ferralla y piezas de plástico, que le dan al conjunto un aspecto siniestramente hogareño, como de vertedero de electrodomésticos.
– El fuego-dice Amparo-, esto fue lo que lo causó.
– Está claro de dónde soplaba el viento-dice María.
– ¿Qué quieres decir?-le pregunta Amparo.
– Está claro: la mitad del campo ni siquiera ardió. El fuego empezó aquí, bastante arriba… pero no retrocedió.
– Tenemos que mirar-dice Ginés, con la vista clavada en los restos que tapizan la ladera-, mirar si hay cuerpos…
– ¡Claro que habrá!-protesta Amparo-, no seas macabro… los aviones no van nunca de vacío… deben de estar desperdigados por… por todos lados.
– También hemos visto coches estrellados… y no había nadie-replica Ginés desganadamente, sin dejar de mirar a su objetivo-. Además… no veo ningún animal carroñero… sería lo lógico, con tantos cadáveres. Y tampoco huele.
– Huele a goma quemada-constata Amparo.
María, que ha estado pensativa durante el último cruce de palabras, con la mirada perdida en sus propias reflexiones, reacciona de pronto, como si despertase.
– El avión se cayó-dice girando apenas la cabeza, hasta mirar a Ginés y Amparo con el rabillo del ojo-se cayó en el momento del apagón. Y cuando llegó a tierra… ya no había nadie…
– Eso es lo que vamos a intentar averiguar-dice Ginés-. También pudieron matarse todos y luego ir desapareciendo poco a poco.
– Entonces… al menos habría sangre, o manchas…
– No sabemos… no sabemos si la sangre, o cualquier cosa que pertenezca… que esté en contacto… todo parece indicar que la gente… los casos que hemos visto… también desaparecía la ropa. Recuerda: no había ningún bañador en el fondo de la piscina…
Un prolongado silencio sigue a las palabras de Ginés, un silencio que rompe él mismo con una explosión de rabia espontánea, sincera.
– ¡No sabemos nada, joder! -dice, crispando momentáneamente el rostro y los puños.
»Vayamos… vayamos a mirar-añade unos segundos después un poco más calmado-, a lo mejor… ¡Yo qué sé! A lo mejor sí que hay algún cadáver…
Ginés echa a andar ladera abajo, y María le sigue poniéndose inmediatamente a su estela, dejando que sea él quien abra camino. Amparo también arranca para no quedarse atrás. Se ha retrasado unos metros, y sus primeros pasos son cortitos y apresurados, vagamente serviles, vagamente perrunos. Pero la expresión de su rostro desmiente la docilidad de sus movimientos: es una expresión escéptica y despectiva, resabiada; la expresión de quien deja que los niños se ilusionen con una pueril esperanza, de quien espera que sea la realidad la que acabe desengañándolos, brutal y definitivamente.
Una hora después el sol gravita ya sobre el horizonte, bañando las montañas con una luz melosa, que primero fue dorada y ahora empieza a adquirir un tono anaranjado y frío, apagado. La carretera, que atraviesa una zona boscosa, discurre la mayor parte del tiempo en sombra. El sol raramente llega al asfalto, y cuando lo hace es en forma de violento contraluz, de rayos sesgados que proyectan las sombras de los tres ciclistas, estirándolas grotescamente hasta desdibujarlas en el asfalto, a veinte o treinta metros de distancia. Cuando pedalean para vencer una pendiente, todavía van acalorados, pero en las bajadas disfrutan ya de un frescor, fruto de la simple velocidad, que hasta el momento no habían conocido.
Ahora llanean por una amplia curva, rodeados del silencio y el verde oscuro, en sombra, de los pinos. Sólo en las copas de los árboles el sol se deja ver todavía, como si hubieran sido pintados con un color naranja aguado y traslúcido. María habla de pronto. Da la impresión de que reanuda una conversación interrumpida hace rato, o que vuelve con una idea única y obsesiva, que ha repetido ya varias veces con anterioridad.
– Todos. Todos desaparecieron en el primer momento, en el momento del apagón. Andamos buscando como locos, como tontos, y aquí no queda ni Dios…
Parece que la conversación se va a acabar ahí, en ese breve monólogo. Pero al final, después de unos segundos de silencio, Ginés le da la réplica, sin demasiado entusiasmo, como si rebatir los argumentos de su compañera fuera una obligación tan tediosa, tan necesaria, como el pedalear.