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– Quedamos nosotros. No puede ser que seamos los únicos. Puede haber otros grupos como el nuestro…

– ¡Venga ya! Era un avión, un avión enorme, a diez mil metros de altitud, a mil kilómetros por hora, y no se ha salvado, no… no había nadie.

– No sabemos cuál es el radio de acción. Eso que has dicho son diez kilómetros de altura…

– ¡Pero si… si hemos hecho más de cien kilómetros… entre la bici y la caminata de… del principio!

– No puede ser que estemos solos. Alguien tiene que haber, aunque… aunque sea al otro lado del mundo.

– ¿Tendremos tiempo… tendremos tiempo para llegar a… a La Capital… al mar…? ¡Y tú quieres llegar a Australia! Te recuerdo que éramos ocho…

– Nueve.

– Eso, nueve, y ahora sólo somos tres.

– Hace rato… hace rato que no… puede ser que ya no… que ya no desaparezca nadie…

María guarda silencio esta vez, y Ginés tampoco se anima a añadir nada. Lo cierto es que el asfalto se ha ido empinando en el último tramo, y los ciclistas se concentran en el esfuerzo de coronar el cercano cambio de rasante. Amparo, que no ha intervenido para nada en la conversación, que desde que volvieron a la carretera se ha limitado a pedalear, encerrada en un terco silencio, hace oír su voz cuando llegan a lo alto del repecho.

– Parad un momento. Me estoy meando… Paremos aquí antes de que volvamos a embalarnos.

La carretera, efectivamente, empieza a descender, y continúa en considerable declive hasta donde alcanza la vista, prometiendo un descenso prolongado y veloz.

María y Ginés se paran dos metros por delante de Amparo. Han echado pie a tierra, aunque siguen encima de sus bicicletas.

– Daos la vuelta-dice Amparo al tiempo que baja de la bici y la deja en el suelo-, quiero decir que no miréis.

María y Ginés giran la cabeza y miran ostensiblemente a la izquierda. Reina el silencio, ahora que las bicicletas están paradas. Se oye el sonido de la propia respiración agitada por el esfuerzo, de los primeros grillos aislados, de las bambas de Amparo al pisar la tierra, al separar las hierbas que crecen al lado de la carretera.

La cuneta se ensancha en lo alto del repecho hasta formar un calvero, un claro de unos cuantos metros donde no crecen los árboles, donde proliferan unas hierbas duras y amarillentas. Amparo se detiene. María y Ginés oyen cómo se detiene, y no pueden evitar interrumpir por un momento sus respiraciones, expectantes, y entonces oyen cómo Amparo retrocede un poco más, en medio de un despiadado silencio en el que se oiría perfectamente el deslizar de una cremallera, el ruido de un pequeño chorro cayendo sobre la tierra.

– No queda nadie-dice María inesperadamente-. Desaparecieron todos en el primer momento. Todos. Y nosotros buscando…

– Ya estamos muy cerca-dice Ginés mirando, como ella, a los pinos del otro lado de la carretera-, la ciudad está aquí al lado. No nos podemos rendir hasta que no hayamos buscado en la ciudad.

– Sí, en la ciudad… en la ciudad encontraremos…

María ha enmudecido bruscamente. Se ha oído un gemido a sus espaldas, Ginés también lo ha oído: un gemido constreñido, estrangulado; podría ser un gemido de esfuerzo, pero tiene algo, un componente agudo que… Ahora se vuelve a oír.

– ¿Amparo?-dice María, mirando todavía en la dirección contraria al origen del sonido.

Ginés y María miran a su derecha con el rabillo del ojo, sin atreverse todavía a girar la cabeza. Silencio. Y de pronto un ruido, pisadas, pisadas blandas, la hierba pisada, el calzado que se arrastra por la tierra, que se aleja…

– ¡Amparo!

Por fin se dan la vuelta.

El tigre les mira fijamente, en silencio. Mientras va retrocediendo paso a paso, aplastando el vientre contra el suelo; mientras arrastra el cuerpo rígido de Amparo, la tenaza de la mandíbula cerrada en torno al cuello, el tigre les mira desde abajo con algo de culpabilidad en la mirada, como el niño que sabe que ha hecho una travesura. O tal vez no; tal vez su mirada es fría y calculadora, con la precisión del instinto, sopesando el peligro que pueden representar las dos figuras que están de pie, unidas a sus extrañas máquinas, calculando la distancia que le separa de ellas, y las posibilidades que éstas tendrían de arrebatarle su presa.

Pero Ginés y María no son capaces de ninguna reacción. Ni siquiera han gritado: de la garganta de ella apenas se ha escapado un gemido de escalofrío, una inspiración brusca y sonora provocada por la sorpresa y el pánico. Después se han quedado inmóviles, los dos, incapaces de cualquier acción de salvamento, incapaces de huir, incapaces de apartar los ojos desorbitados del polo de atracción que representa la cabeza del tigre, el cuerpo de Amparo arrastrado como un pelele, con los pantalones bajados, los muslos muy blancos contrastando con la oscura mancha del pubis, y esa cabeza inconcebible, con una torsión antinatural del cuello, pegada a las fauces del animal como una pelota, como la cabeza de un muñeco en el que alguien hubiese pintado unas facciones, unos ojos inmóviles y muy abiertos.

Pero la imagen se va alejando. El tigre va ganando en seguridad, sus movimientos adquieren fluidez, se permite incluso mirar para atrás en algún momento, y cuando lo hace, el cuerpo de Amparo, sus sesenta kilos, bailan de un lado a otro con brutal levedad. Al final, una vez ha llegado a los primeros árboles, se da la vuelta con insultante parsimonia y se aleja hasta perderse de vista, entre los troncos y la vegetación del sotobosque.

– Vamos… marchémonos de aquí-dice Ginés desde una total inmovilidad, con voz tan susurrante como alterada-, no podemos… no hemos podido hacer nada. Salgamos de aquí, podría… podría haber más…

Ginés pone un pie en el pedal, y arranca suavemente. María le imita: mirando a un lado y otro, mirando a sus espaldas una y otra vez, empuja los pedales y en poco tiempo empieza a adquirir velocidad. En sus ojos, en su mirada inquieta, en la expresión de su rostro, no hay más que miedo y cobardía y ansiedad, la ansiedad de poner tierra de por medio, cuanto antes, en el menor tiempo posible.

MARÍA – GINÉS

María y Ginés están tumbados en una cama. Es una cama amplia y confortable, cuadrada, de las que permiten que los dos miembros de una pareja puedan dormir con independencia, sin tener que recurrir a la drástica solución de las dos camas separadas. A los pies de la cama, a dos metros de distancia, se alza el rectángulo gris, aristado y vertical, de una pantalla de plasma. La habitación es amplia y despejada, con esa austeridad suntuosa, sin detalles superfluos, de las viviendas en cuya decoración se ha gastado, de golpe, un montón de dinero. El techo se inclina acogedoramente hacia la cabecera de la cama. No hay puerta de entrada: la habitación se abre a una escalera que conduce al piso inferior. Todo, las alfombras, la madera, el techo abuhardillado, el amplio ventanal con sus cristales dobles, con vistas al poniente, todo es cálido e insonorizado, aislante.

Pero ahora la ventana está abierta de par en par. La ha abierto Ginés, con la esperanza de que entre por ella algo del aire tibio que se disfruta en el exterior, pues la vivienda, a pesar de todas sus comodidades, resulta inhabitable sin la ayuda del aire acondicionado. Por eso ha abierto la ventana Ginés, por eso y para tener un poco más de luz, porque ni él ni María han encontrado nada para alumbrarse, ni una vela, en el precipitado registro que han hecho por toda la casa. La oscuridad es total en el piso inferior, en el que además han cerrado concienzudamente puertas y persianas; pero aquí arriba, en el dormitorio, hay una claridad difusa que entra por la ventana e ilumina vagamente los contornos de las cosas, que se refleja en la satinada pantalla del televisor como un brillo, como un fulgor irisado y fantasmal. La claridad procede del poniente. Sobre una moldura de negras montañas, recortadas en silueta, el cielo irradia aún una energía apagada, un deslumbrar fosforescente, como lo haría un metal fundido que empieza a enfriarse.