Yo ni siquiera había llamado aún al novelista, sólo padecía un ansia insuperable de alejarme de Roma. Sin llamarlo me acercaría a su casa, porque daba por supuesto que Trenti no estaría en Bolonia en agosto, pero prefería comprobarlo en la misma Bolonia, para que me fuera absolutamente imposible suspender el viaje. No fui a Bolonia para ver a Trenti, sino para dejar de no ver a Francesca en todas partes, inmediatamente después de intuir que nunca aparecería si la buscaba yo. A Trenti me lo imaginaba nadando en el Adriático, o en las islas griegas, o en las Baleares, de vacaciones. Es agente de seguros en la Mutua Reale, con oficinas en el Palazzo del Gas, via Marconi, probablemente millonario por sus novelas, sus tres primeras novelas, Gialla Neve I, II, III, que ahora serán una película para cine y televisión. Si está en Bolonia, tengo pensado verlo, por supuesto. Ya conozco su casa en via Stalingrado, bajo el puente de Stalingrado, y Trenti es acogedor, como Bolonia, como su querida esposa ferrarense, sin hijos, aunque Trenti tiene un hijo de treinta años, como tú, me dice Trenti, muchacho perdido en Turín en misteriosos trabajos electrónicos, científicos, un auténtico extraño, dice Trenti, lo que permite la comunicación entre nosotros, padre e hijo, algo muy distinto de cuando nos veíamos con frecuencia y prácticamente no hablábamos porque cuanto se dijera podía ser utilizado contra él o contra mí, dijo Trenti. En los desconocidos, en los completamente extraños es fácil confiar, me dice, y, cuando uno necesita hablar con alguien, tiene suerte si encuentra al desconocido adecuado. Uno puede revelar lo más íntimo a un extranjero, me dice Trenti, porque se irá y se borrará y no nos verá más. No influye en nuestro mundo, no es de nuestro mundo. No existe. Y así ahora veo a mi hijo y le hablo con mucha confianza, toda la que un extraño merece, dijo Trenti.
No llegué a via Stalingrado, sino a via Zamboni 9, a la casa roja de columnas en el pórtico y monstruos entre el follaje de piedra de los capiteles, humanoides animalescos en relieve, no mirados por nadie, olvidados, polvorientos en agosto y ocultos bajo la nieve en enero, ensimismados como esa gente que se aparta, se sube a una columna y se enquista en sí misma. Me espera en su apartamento del piso más alto la professoressa X, eminencia mundial en semiótica, estudiosa de la publicidad en cajas de fósforos a lo largo de la historia, la triple armonía entre los tipos de asesinato en las novelas de Agatha Christie y los pasteles de carne ingleses y la evolución del sufragio en Gran Bretaña, Simenon y el catolicismo, Maigret y los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, el arte y los monos. La obra magna de X explica en 1.726 páginas una sola línea de Dante, Infierno XXXI, verso número 67, Raphel may amech zabi almi, cinco palabras sin idioma conocido, hebreo desfigurado por la soberbia y la confusión de las lenguas en la Torre de Babel, culpa de Nemrod, hijo de Kus, hijo de Cam, hijo de Noé el Navegante Ebrio. Entonces todo el mundo era de un mismo lenguaje, todos maniáticamente de acuerdo en fabricar ladrillos y edificar una ciudad y una torre con la cúspide en los cielos. Hagámonos famosos, un solo pueblo, una sola lengua. Nada nos será imposible. Bajaron entonces a la tierra agentes provocadores, espías, la Quinta Columna de Dios, confundieron la lengua de los que trabajaban. Nadie se entendía con nadie. Inoperantes, divididos, dejaron de edificar la ciudad. Se desperdigaron por toda la tierra. El pecado no fue la soberbia de levantar una torre hasta el cielo, sino el entendimiento entre todos, el trabajo, la organización, la unidad, decía la professoressa X, bebedora meditabunda o eufórica de gin-tonic, ginebra y unas gotas de agua especial, sacramento, vino y agua, de educación católica. Poseía una capacidad superheroica de saltar del año 1300 al 2020, de Babel a Roma y a Washington, del rey Nemrod a Brennan, jefe en Italia del espionaje americano en 1946, cuando se imprimió el Manuale di Intelligence per la propaganda occulta o arte de producir falsos incidentes para transformar la opinión y la realidad, pretextos para una intervención diplomática y, en casos extremos, para desencadenar una guerra. La professoressa, además de ser dueña de un raro ejemplar del Manuale, dominaba la estrategia de la conversación sin fin o suspendida momentáneamente en la cama, dos veces. Nos acostamos dos veces, me acuerdo bien. «Ven», me dijo, una sola palabra tan enigmática como la más enigmática línea de Dante, Raphel may amech zabi almi, palabras tan sin significado que pueden contener los significados más hondos, sin fondo.
Tengo cincuenta y cinco años, me dice hoy, martes 10 de agosto de 2004, mi professoressa. La última vez que la vi, hace cinco años, tenía, según la secta de sus seguidores y biógrafos oficiales, cuarenta y cinco. Había envejecido diez años en cinco, cinco años intensísimos. Le había crecido mucho el pelo a la ayudante alemana, ahora de larga melena ceniza, dama medieval resfriada por un frío de galerías y mazmorras góticas o aire acondicionado a 20 grados centígrados fijos, humo y polvo y el aborrecible olor a tabaco rubio automáticamente fumado, libros inundando los corredores y en el suelo periódicos en once lenguas diferentes. Qui ebbe la sua prima sede l'Accademia di Letteratura e di Storia Polacca e Slava Adam Mickiewicz. Fondata in Bolonia nel 1879, dice una placa en el portal de la casa. En este mismo edificio hay un Studio Legale, un Studio Dentistico, una misteriosa sociedad llamada (Lacrime di) Coccodrillo y una Casa Editrice especializada en publicaciones químicas, médicas y matemáticas. Nadie vigila el portal, ni la calle, mundo en paz, muy lejos de las milicias que patrullan el aeropuerto Fiumicino de Roma y el Guiglielmo Marconi de Bolonia, perro y metralleta, dedo en el gatillo, chaleco antiproyectiles en kevlar, pistola 9 mm Glock 17, botas de asalto, perros de magnífico pelaje alimentados con productos energéticos para atletas de élite. Yo me refugio en la caverna del pasado, en la casa blindada de sabiduría de la professoressa X, papel, polvo y humo.
Pase, pase, oí su voz, llamándome desde un remoto abril de 1999. El pelo seguía teniendo el mismo color, pero, vista de espaldas, X me pareció más pequeña que en la memoria, como si se hubiera alejado, aunque yo me acercaba. Seguía en su sillón de trabajo, como la última vez que la vi, dándome la espalda, dándole la espalda a la puerta y al exterior, con el cigarro en la mano, Sénior Service era la marca de tabaco en 1999 y seguía siéndolo cinco años después. Allí seguía el paquete de tabaco, blanco, sobre la mesa, entre papeles, un compás, unas llaves, un monedero, unas pinzas, un inhalador para el asma. No se levantó X, me saludó con la mano que sostenía el cigarrillo, la derecha. Alargó la mano izquierda y apretó mi mano derecha y cerró los ojos, como para dar la mano al individuo que tenía dentro de la cabeza, en la memoria. Era a quien conocía, con quien había tenido relación, el recordado. En cinco años yo podía haber llegado a ser mucho más extraño de lo que fui entonces. Aproveché que tuviera los ojos cerrados para mirarla bien, profundamente, y abrió los ojos, y me dijo, telepáticamente, sin palabras: Me importa una mierda cómo me veas, sí, estoy hecha polvo, descuidada y corroída y carcomida. Movió la mano del humo, seguramente un gesto repetido desde el primer cigarrillo, igual que la manera de arrugar, torcer y empequeñecer la boca como aguantando la risa. No me mires mucho, quería decir aquel movimiento, no me importa lo que veas, pero no me faltes al respeto. La gran professoressa, que convertía a sus alumnos en secta internacional, era ahora un viejo fantasma adolescente, inmaduro. Los hombros, muy anchos y altivos en otro tiempo, ahora parecían, como si una invisible pluma de pavo real de cinco kilos de peso los hubiera tocado, elegantemente vencidos. La ropa se mantenía en su esplendor, bien elegida, bien planchada, camisa blanca y aro de oro en la muñeca. Un halo envolvía a la professoressa X e iluminaba el envejecimiento doloroso.