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Se levantó, se inclinó sobre mí, Sénior Service y humo entre el índice y el corazón de la mano derecha, muy elegante, y el hilo de humo me recordó un cuadro que X había estudiado y reproducido en sus investigaciones sobre monos y arte: una muchacha renacentista con un simio sujeto y sometido por una cadena de oro, aunque ahora el simio sometía por teléfono inalámbrico a mi professoressa, que en la mano izquierda sostenía un gin-tonic. Fue a beber otro trago, pero el vaso estaba vacío, y fingió beber, elegantemente, un soplo de vacío. Se inclinó sobre mí, altísima, gigante hundida en el pozo infernal de sus papeles, la torre inclinada de Bolonia, la Torre Garisenda cantada por Dante en el Infierno. Cuando una nube pasa en sentido contrario, la torre parece venirse encima del que mira desde abajo. Una nube atravesó el estudio de la professoressa X. Y ya no era de día ni de noche.

IV. STALINGRADO

Crucé via Stalingrado y el puente de Stalingrado, sobre la ferrovía y los hangares y el depósito negro de la estación de trenes, seguí la escalera, hasta la avenida que se abre bajo via Stalingrado, en Bolonia, otra vez ante la casa de ventanas azules donde vive el escritor Carlo Trenti. En la novena planta, la última, todas las persianas están echadas. Está cerrada la cancela del edificio. Si quiere usted verme, avíseme y venga, me había dicho Trenti, imprevisto giallista di fama, novelista policiaco, medio millón de libros vendidos en un año, y agente de seguros en la Mutua Reale, calculador de riesgos, especialista en prevención de incendios, exactamente. Mil personas esperaron la aparición a medianoche de la tercera parte de Gialla Neve en una librería boloñesa donde Trenti leería las primeras páginas, y el gentío afluyó bajo la nieve azul y nocturna de Bolonia. Tal fenómeno de masas era inexplicable para el experto en prevención de incendios. Pero el poder inventivo del periodismo había considerado a Trenti un Kafka de la novela negra porque, como Kafka, trabajaba en Assicurazioni Generali, aunque su agencia de seguros fuera innegablemente otra. Tenía contactos rusos en el área de la inteligencia político-militar, quizá por el nombre de la calle donde estaba su casa o porque, cuando lo llamó el periodista, Trenti viajaba como turista por Moscú, y sus intrigas novelísticas se desarrollan en la invasión de Rusia en 1941. Su peritaje en algún caso de derecho civil lo hacía experto en investigaciones criminales, o lo implicaba en la reconstrucción del Irak en guerra. Pero yo, como traductor, he investigado para entender a mi escritor: qué piensa sobre religión, qué impresión le produce el espectáculo de la naturaleza, cómo se lleva con los hombres, cómo se lleva con las mujeres, cómo con los animales y el dinero. Rico o pobre, ¿cuál es su modo habitual de vida? Trenti sólo era empleado en una agencia de seguros. Avíseme y venga a verme, dijo. Me lo había dicho hacía tres meses, y yo avisé y fui, como ahora iba sin avisar.

Usted ahora subirá por la escalera, hasta el puente, y es mediodía, me dijo hacía tres meses, la primera vez que lo vi, en mayo. Visité Bolonia inmediatamente después de mi llegada a Roma. El sol le da en plena cara mientras usted sube la escalera, que es larga, dijo Trenti. Usted no ve al que baja. Usted está desprotegido. Va subiendo escalones y está más cansado que el que baja. La escalera es estrecha, y a la una de la tarde el sol da en la cara del que sube, indefenso ante alguien que bajara. El que bajara sería invisible y más fuerte, menos cansado que el que está subiendo, que no ve la cara del que baja, invisible porque a usted lo deslumbra el sol. ¿Me entiende? Me ha pasado muchas veces subiendo esa escalera, hacia via Stalingrado. Así se me ocurrió mi sexto asesinato, mi mejor crimen, imaginario, naturalmente, novelístico, un crimen en Stalingrado, precisamente, cientos de miles de novelas vendidas. Cuando uno sube la escalera, es ciego y menos fuerte que el individuo que se le acerca bajando. No ve al asesino que se le viene encima. No ve el martillo que se levanta para abrirle la cabeza. Ve el resplandor del sol en el martillo, en el aire, volando hacia el cráneo, golpe necesariamente aniquilador. Esto era lo que pensaba yo ahora, bajando la escalera del puente de Stalingrado, con el sol de agosto a mi izquierda, en busca del escritor Trenti, que me habló hacía tres meses del crimen esencial de la trilogía Gialla Neve. ¿Cómo traduciré Gialla Neve, literalmente Amarilla Nieve, teniendo en cuenta que el giallo, el amarillo, es el color italiano de las novelas de Misterio y Serie Negra?, preguntó Trenti. La tinta amarilla de las portadas de la primera colección policiaca famosa en Italia, casi una casualidad, venía a inmiscuirse en mi trabajo más de setenta años después como una maldición. ¿Amarilla Nieve es Negra Nieve, negra de Serie Negra o de Novela Negra?, aventuro, como esos traductores de la Biblia, beatíficos evangelistas americanos, que quieren que la voz de Dios resuene inteligible en todo idioma y mundo conocidos, y transubstancian la nieve blanca bíblica en tropical carne blanca de coco y la Sangre del Cordero en Sangre de Kakapo para nativos primitivos a quienes se supone creados sin la facultad de imaginar fenómenos nunca vistos y regiones remotas donde existe lo nunca visto, ya sea Yahvé, nieve, corderos, cocos y kakapos, centauros, luciérnagas, fanecos que mueren de miedo si alguien los acaricia, o esos mamíferos de color imperceptible para el ojo humano, tan invisibles como el asesino de la escalera de Trenti. Así que no ve usted a su asesino, repitió Trenti. Ve el fulgor del martillo, como el nimbo que envuelve la cabeza de los santos. Ni siquiera la víctima conoce la identidad de su asesino.

No había avisado a Trenti, en contra de sus instrucciones de hacía tres meses. Me lo imaginaba de veraneo, cerradas las compañías aseguradoras, vacías las oficinas de via Ugo Bossi y via Guglielmo Marconi, aire parado y climatizadores desconectados y Trenti en Anacapri o las Canarias. Pero me dejé ir via Zamboni abajo y atravesé las plazas de Rossini y Verdi (la vida era un teatro musical de triunfales líos amorosos), y luego tomé via del Guasto, calle de la Avería, el Desperfecto y la Corrupción, literalmente, como si leyera en mis pasos sucesivas estaciones de mi futuro o mi pasado o mi presente, hacia el norte y los barrios bombardeados en la Guerra Mundial, al este de la Stazione, hasta via Stalingrado, Rusia al norte de Bolonia, más allá de Porta Mascarella, a la casa del escritor de novelas negroamarillas. Algunas personas son espléndidas contando historias de su vida, a mí no se me ocurre nunca nada, me había dicho en mayo el gran Trenti. La idea misma de que estemos aquí hablando es absurda, usted podría haberme consultado sus dudas por teléfono o por correo electrónico, naturalmente, dijo Trenti, y no me pregunte por significados ocultos, intenciones, nada de eso. Le daría respuestas incomprensibles porque seguramente no entenderé la pregunta, dijo Carlo Trenti, que no se llamaba Carlo Trenti, sino Federico Galetti.

La ciudad parece en estado de sitio, Bolonia vacía a 29 grados, autobuses rojos vacíos y comercios vacíos y sospechosos coches de apariencia vacía en el brumoso y amarillento químico agosto. He visto extraordinarias prevenciones en el aeropuerto de Roma, Fiumicino, y un pasajero del vuelo a Tel Aviv en zapatos de gimnasia antiestáticos y con luces intermitentes en los tacones ha disparado las alarmas del detector de metales y seiscientos pasajeros han sido evacuados de la terminal C, posible kamikaze islámico explosivo. Detenido, sale quince minutos después del retén policial con los zapatos de gimnasia apagados y desprovistos de sus pilas de 1'5 voltios, causa del disparo de las alarmas. El ultimátum mahometano vence en Ferragosto, Feria de Agosto, 15 de agosto. El 15 de agosto podría ser un día histórico, como el 15 de agosto de 1769, por ejemplo, día del nacimiento de Napoleón. Esto es gran Historia, Historia sin mí, como todo lo que sucedió antes de que yo existiera, todo lo que fue hecho sin mi presencia. Y ahora atravesaba Bolonia el 10 de agosto de 2004 y, aunque yo estaba presente, todo seguía haciéndose sin mí, como en 1769, y las calles y tiendas vacías en la Bolonia amarillenta de las cuatro de la tarde, momento de tranquilidad o normalidad o huida absoluta, sueño o pánico, quizá fueran, sin que yo lo supiera, uno de los escenarios preparados para la primera guerra mundial islámica. Escribiremos vuestra historia. Está escrito en el ultimátum.