Yo tengo mi habitación en Granada, tengo la copropiedad de la casa, herencia de mi pobre madre muerta, pero mi padre me suplica que lo deje disfrutar de su vida de recién casado a solas con su nueva y joven esposa, mi madrastra, Dolores, sólo unos meses, dice. Y de repente mi deseo imaginario y potencial de quedarme en Roma se transforma en deseo real y vivísimo de irme inmediatamente. Quiero a Francesca, pero quiero menos a su marido, Fulvio, y mucho menos a su hijo.
Me gustaría que nos dieras más tiempo, dice mi padre. Habla en nombre de los dos, marido y mujer, recién casados, depositando una porción de responsabilidad en su esposa, liberándose del cincuenta por ciento de la culpa de expulsarme de mi propiedad. Es-taría encantado de quedarme en Roma, pero tengo que devolver la llave de esta habitación el lunes 16 de agosto, digo, en voz más alta, para Francesca, que posee el don de lenguas y entiende mi español y un día guió en ruso a tres rusos, yo lo vi sin creerlo, por las callejas que rodean Montecitorio. Quisiera quedarme, me quedaré si quieres, pero tengo que dejar esta casa, digo, justificando mi fuga futura, porque de pronto me parece una promesa real mi deseo confesado hace unos minutos de quedarme aquí para siempre. Pero, ahora que he decidido satisfacer a mi padre y seguir indefinidamente en este cuarto (lo que, en principio, será imposible), me parece absolutamente necesario salir de aquí, de Roma y de estos domingos inolvidables de helado y cama, comiendo helado como si me hubieran extirpado las amígdalas, si es verdad que a los niños les daban helado para cicatrizar las heridas, cuando los otorrinolaringólogos eran el ogro de moda en Granada y les arrancaban las amígdalas a los niños. Estos son los cantares de gesta que me cuenta mi padre, mi infantil padre sin amígdalas. Quizá este episodio épico-médico le dé su famosa voz reposada de abogado matrimonialista católico.
Huele a sucio y antiguo el tabaco, y me gusta ver fumar a Francesca, labios fumadores, la mano, el cigarro, los dedos y el humo, filosófica, con el oído puesto en lo que hablo con mi padre, Francesca, de quien nada hay que temer, en la cama, desnuda, con alguien de quien nada teme, uno y otro absolutamente indefensos. Cierra los ojos, como si fumara dormida, y le veo en la cara las líneas de sus vidas no vividas conmigo, vieja de pronto mucho antes de que se vuelva vieja. Le da lo mismo que me vaya mañana de Roma, no ha ido contando mis ochenta y tres días en Roma, ni los sesenta y uno que hace que nos conocemos y nos acostamos. Sólo tenemos en común un pasado de dos meses. Si cierro los ojos, estoy solo en un mundo lleno de gente desconocida para Francesca, mientras Francesca, con los ojos cerrados, piensa en gente que yo no conozco. Pocas veces pensaremos al mismo tiempo en los mismos individuos. Nos hemos dormido juntos alguna vez, aun temiendo como temo el vacío de dormir con alguien que no conozco, y yo diría que hemos alcanzado una sólida confianza mutua. Hemos llegado en sesenta días a una especie de aburrimiento emocionante, excitante, en común. Agarra mi nuca como si fuera de gato o de perro, un gesto impersonal, veterinario, o encierra mi polla en sus manos, jaula o cepo o grillete. Su realidad me da realidad, y su risa, cuando ve cómo un poco de mí cobra realidad en su mano divertida. Entonces se parece al niño de cara minúscula, animal, su hijo, criatura difícil y poseedora de un mundo ensimismado y hermético, pero absorbente, expansionista. Es rarísimo cómo se pueden formar seres tan distintos con piezas tan semejantes.
Estoy viendo los dientecillos del niño, mordedor, succionador, vampírico, exigiendo que su madre apague el cigarro, infante educado en la escuela estatal por una profesora moralista-higienista, adiestrado como un neomiembro de las Juventudes Hitlerianas para exigir buenas costumbres a sus padres y conocidos y parientes, nada de tabaco, el mundo se asfixia por el humo, dice Fulvio, niño profeta. El sol morirá, anuncia el tenebroso príncipe de ojos tristes, catastrofílico. La emisión de Gases de Efecto Invernadero aumentará el nivel de los océanos y provocará la extensión de las epidemias tropicales y la extinción de especies, recitaba el científico de ocho años, y desataba increíbles carcajadas volcánicas en su madre, su tía, sus abuelos, su padre, con el que no compartía casa. Repítelo, repítelo, pedía la riente abuela de cincuenta años, rubia falsificada. Komitet Gosudarstvennoi Bezopasnosti, KGB, gritaba entonces el científico diabólico, e inmediatamente ordenaba, No fumes, a la madre, que persevera y fuma y produce en su hijo una herida interior, una honda y humeante ferita affettiva, por así decirlo, que en el futuro lo transformará en psicópata criminal, quizá un piccolo Hitler, digamos, un probable ministro de Sanidad o incluso un presidente de la República.
Pero el niño no está felizmente en el domingo fabuloso de humo, y Francesca fuma y me oye hablar con mi padre. Me quedaré si queréis, repito, y, aunque a Francesca le he dicho que no quisiera irme nunca de aquí, ya no sé lo que quiero. Tengo que ir mañana a que me fijen una fecha definitiva para abandonar la habitación, que, siempre en principio, habrá de estar libre el 16 de agosto, dentro de ocho días, pero intentaré quedarme en Roma, le digo a mi padre, y, casi inmediatamente después de haber deseado vivir aquí para siempre, siento un perentorio impulso de irme cuanto antes. Así son estas cosas de la voluntad.
Ha oído demasiado ya, Francesca, y se levanta, me señala con una mueca el reloj, su reloj. El mío le parece indigno de confianza. El hecho de que no haya televisión en este cuarto me deja desamparado, sin posibilidad de comprobar si la hora de mi reloj coincide exactamente con la hora oficial de los noticiarios. Mis ojos, sin Francesca ni televisor, se fijan en la pared y en mi lámina de Memling, todos los días finales de Jesucristo en una única visión: la entrada en Jerusalén a lomos de un burro entre media docena de espectadores valientes o burlones que echan un manto rojo para que las herraduras no se manchen de tierra. En ese mismo momento Jesús expulsa a cuatro o cinco mercaderes del templo de Jerusalén y cena con Judas en la Última Cena mientras, en la torre vecina, Judas está vendiendo a su amigo Cristo. Las calles de Jerusalén se llenan de espectadores en cuanto, en el mismo instante de día y noche a la vez, Pedro corta la oreja del centurión muy cerca de Pedro, que, a un metro, de cara a la oscuridad y sentado en una piedra, no quiere verse a sí mismo en el acto de blandir la cimitarra. Hay mujeres en el balcón, un tropel de mirones para el trance simultáneo de la tortura con espinas y látigos y el sangriento desfile al Gólgota, los clavos y la cruz, un éxito de público, y Cristo muerto resucita y sale de su gruta-tumba para verse pasar. El amor a la maldad es masivo: el culto a la crueldad, el instinto sadopornográfico. Pero el des-cendimiento y la resurrección del cadáver, registrados en el mismo instante por la misma cámara, atraen poco público, porque la multitud, probablemente incrédula, ni siquiera acude al espectáculo del Resucitado en el mar de Tiberiades, todo simultáneamente en una imagen de 22 por 45 centímetros donde caben quince Jesús en acciones paralelas. Son las siete y veinte minutos, el tiempo se va. No sé si Francesca me ha dicho que se hace tarde para recoger a su hijo o que puedo irme cuando me parezca, que ya es hora.
La puerta del baño está abierta, y oigo la ducha. Mi padre me pide que siga en Roma hasta octubre, hasta el otoño, cuando haga más frío, hasta el invierno. Está pensando en aeropuertos bloqueados por la nieve y el temporaclass="underline" si el avión supera el despegue, muy probablemente será abatido por los elementos. Seguro que pueden seguir acogiéndome en Roma sus amigos. Llámame si tienes problemas, dice, ofreciéndome amparo mientras me expulsa, definitivamente por el momento, de la casa. Medito sobre el asunto con una sandalia de Francesca en la mano, piel limpia estrenada estos días, la suela un poco sucia de las calles romanas y los pasos que la han traído hasta mí, y veo granos de tierra salvaje y roja, por dónde habrá pisado mi Francesca sin que nadie lance un manto a sus pies, me pregunto, y se me va la tarde de domingo sin saber que Francesca me engaña en nuestra habitación, idónea para hablar y callar, como un confesionario. No me había contado su sábado mortal, mucho más extraordinario que nuestro domingo radiante de agosto. Yo estaba siendo traicionado silenciosamente, o engañado, diría, aunque nadie me había mentido: ni siquiera era digno de ser engañado.