Выбрать главу

Bebíamos una bebida amarga y analcohólica en lo que yo llamo el Bar de los Escuderos, el snack-bar de via della Seggiola, a un costado del Ministerio de Gracia y Justicia, frente a la salida lateral para vigilantes, coches blindados, guardaespaldas y chóferes, y Fulvio recibió una llamada. Il cavaliere Colonna, su jefe, lo autorizaba a llevarse el coche y no aparecer por el Ministerio hasta las cinco de la tarde. Colonna ha pasado toda su vida en Gracia y Justicia, al servicio de todos los gobiernos de Italia desde 1955, y, después del retiro, conserva un despacho secreto en el que diariamente se sumerge en el pasado: su vida es su tumba, como si el cubil existiera en la eternidad, purgatorio o paraíso. Yo he visto a Colonna, y a los semejantes a Colonna, fugaces apariciones luminosas absorbidas muy velozmente por sus coches blindados, posible multiencarnación de un alma única, y he visto a sus guardianes en su flujo entre la marquesina del Ministerio y el snack-bar, he visto el rito del café del guardaespaldas, el movimiento del brazo para llevar la taza a la boca, el inclinar la cabeza hacia atrás, el auricular en la oreja, la garganta afeitada, la rapidez para engullir el café, el olor del café cocido en el shock de la máquina exprés, un solo trago, la velocidad de vivir en alerta, el ballet de los teléfonos móviles, pitidos y zumbidos, no música, no melodías que traerán nostalgia en el futuro. Recuerdo las voces de todos los amigos de Fulvio, muchas voces, neutras, de tenores, barítonos, contraltos, ahora todos soy yo, todas sus voces, como una casa de muchas habitaciones soy cuando, años después, oigo ciertos pitidos y zumbidos de teléfono móvil.

Vámonos de aquí, dijo Fulvio, situado en un escalón inferior al de los chóferes de jerarcas, insignes juristas, magistrados, secretarios y subsecretarios de Estado. El bar de via della Seggiola, medio muerto en el agosto del ultimátum islámico, trepidaba perezosa-mente en su agitación telefónico-motorizada del mediodía, cuando la llegada y salida de coches potentes aumenta en grado proporcional al nivel de la desgana burocrática en las oficinas casi vacías, y se altera unos minutos el hastío vigilante de los guardias vestidos de celeste, como el cielo, con cinturones y pistoleras blancas, veraniegas, de neocomulgantes en domingo, y los escoltas y chóferes que esperan a los jefes persisten en su alelamiento profesional de enamorados en ronda y expectativa amorosa: ¿cuándo vendrá el ser que domina mi vida? Hay entonces una especie de conmoción. Llega un camarada veterano, hombre largo y ancho, de cara grande, no ancha, larga, hombre de peso, que saluda, entre café y café, y reparte tarjetas de visita aunque todos lo conocen, por su apellido y por su nombre, De Pieri, Piero, un colega de vacaciones, o eso dice su ropa deportiva, no de servicio, am-pulosa americana amarilla. Vámonos de aquí, dice Fulvio, que es mirado como un hermano menor, muy menor, y doblemente besado por De Pieri, que le revuelve la cabellera coronada de campeón caído, celebra impetuosamente a la bravissima, bellissima e popolarissima Francesca, y pregunta por la Cuestión Montecitorio. Así parece referirse a la Cuestión Barbería. De Pieri pone un gran puño cerrado sobre el esternón de Fulvio. La Cuestión está resuelta, dice De Pieri, y me mira, me examina profundamente, profe- sionalmente. Unos se van, otros llegan, los guardaespaldas, todos semejantes. Cuando los desprotege el portal, el túnel de sombra del Ministerio, por un instante parecen vulnerables como una Cenicienta después de medianoche. Me mira De Pieri, ha oído mi acento boloñés, Salve, me saluda. Salve. Veo algo ya visto, conocido, en este hombre espléndido, una foto en un periódico, entrenador de fútbol o astro de televisión, aunque nunca veo la televisión ni conozco mucho a los entrenadores de fútbol. Me examina. Si lo que ve coincide con mi imagen exterior de mí mismo, ve una camisa blanca, a la inglesa, pantalones de algodón puro fabricados en Marruecos para una firma de Amsterdam filial de una firma americana, ropa paramilitar o paralaboral, equipo de trabajo tradicional aggiornato, limpiado y lavado a la perfección en una lavandería de monjas, según la tradición católica, manos de monja o manos de mujer llevadas por monjas, líneas marcadas por una plancha fervorosa en las mangas y la pechera de la camisa, pelo muy corto y en retroceso a pesar de mi juventud fugitiva, pinta de es-tratega educado en un centro de formación ultrasecreta en Virginia, especialista en extraer confesiones, o eso acababa de deducir De Pieri por la forma en que Fulvio se inclinó sobre mi oreja para decir Vámonos de aquí.

Era De Pieri de poco pelo, brillante, muy aplastado sobre el casco craneal, cara de cuero caro, y dos pliegues hondos, largos y verticales, a los flancos de la nariz, punto de anclaje, la nariz, de una mascarilla anatómica fabricada con algún tipo de material que reproduce exactamente una apariencia de carne y comprende nariz, dientes grandes, labios grandes, ojos grandes, arrugas horizontales en la gran frente. Me miden esos ojos, aquilatan mi educación católica y española en Bolonia, mi Colegio, que exigía alma y cuerpo sin defectos ni enfermedad y juramento de fidelidad a las leyes y secretos colegiales sobre la Biblia de un cardenal guerrero del siglo XIV, y me ofrece su tarjeta De Pieri, Piero De Pieri, SSSS, Sociedad de Estudios Estratégicos para la Seguridad, Societá Studi Strategici Sicurezza, una señal de sigilo o un silbido de serpiente. Estamos prestando servicios en Oriente Próximo y Medio, y en el Vaticano, dice De Pieri, que viene de Brazaville y acaba de reunirse en Lugano con un príncipe de Asia.

Beberá con nosotros, no nuestra bebida naranja, sino un refresco de color de fluido mineral-vegetal- animal, radiante verde, energético, isotónico, choque de cloruros y fosfatos y sales y citratos, calcio, potasio y magnesio para prevenir los efectos del intenso desgaste muscular. Es un hombre de amplios movimientos y extraordinario reloj, nueve esferas dentro de la esfera, cadena que une la corona a la caja, dispositivos y pulsadores de acero en una muñeca de dentista. Tiene De Pieri, en común con sus colegas, una pátina de amplísima cultura, frecuentador de comedores magníficos, teatros, salas de conciertos, palacios, reuniones con artistas geniales y altos dignatarios. La relación con gente de interés nos hace interesantes, aunque el trato sea externo, desde la puerta, esperando a los jefes o alrededor de los jefes. Se les ve a De Pieri y a los suyos en los periódicos, fotografiados sosteniendo un paraguas para el ministro o el propietario de periodistas, gafas de sol y auricular en el oído, epidérmicamente imperiales. De Pieri había adquirido el aura de la autoridad y la desplegaba al beber su bebida verde, favorecedora de estados de concentración, reacción y vigilancia, sostén en situaciones emocionales y estímulo del metabo-lismo. Suda De Pieri y dice que SSSS se institucionaliza, firma convenios con NATO y Vaticano para la protección personal del Papa y el control de extranjeros. De Pieri, enérgico, entrega su tarjeta a un bebedor más, instantáneo, de café cáustico, seleccionado y be-sado entre los que entran y salen, todos rotundos. El besado lleva la marca del zumo negro del café en el labio superior y la deja en la cara de De Pieri, que no lo percibe, en estado de alerta.