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Miré a la cajera a la cara, simple, pero única, como si no hubiera salido bien en una foto. Esta mujer, por decirlo así, estaba a punto de causar la ruina de un economista insigne, uno de los vigilantes del tesoro de Italia. No era exactamente escuálida la chica, el pelo no era exactamente negro, ni rizado ni liso todavía, provisionalmente fea, provisional todavía por una cuestión de edad, pero ya con algo estropeado, o estropeándose, podría uno pensar. Si sigues mirándola, se convertirá en monstruo tremendo, pensabas, aunque sucedía exactamente lo contrario. La mirabas y se embellecía bastante, prodigiosamente: labios abiertos, duros y con el color corrido en los bordes, plieguecillos bajo los ojos, una especie de palpitación o vibración en el cubículo umbrío de la caja registradora, la vibración casi invisible de una cigarra cuando canta, si no era el zumbido del teléfono de Fulvio, por fin, Francesca. Fulvio se apartó hacia una esquina, como si estrambóticamente meditara con la cabeza agachada y un puño contra la oreja, nuevo emblema del pensador melancólico que apoya la sien en la mano, y yo seguí mirando el aburrimiento de la chica detrás de la caja, tapada ahora la chica por un cliente en una operación de intercambio, dinero y ticket, sin tacto directo, y oí la voz, gutural, de erres difíciles, sensualmente renqueantes, grazie, grazie, infantil. Y luego la ragazza volvió a quedarse muda, sólo rictus y tics de alelamiento, ojos fijos en la espalda del bebedor que acaba de pagar y recoger su ticket, aunque ahora no sé exactamente en qué pone los ojos, como si fuera una de esas pinturas religiosas que jamás pierden de vista a quien se atreve a mirarlas. Cuando se da la coincidencia de los ojos en los ojos, uno siente en la chica la plenitud momentánea de ser mirada. Entonces los ojos bajan a los labios del cliente, operación sexual, y la chica entorna los ojos como los miopes, para enfocar mejor. Ahora tiene cara de estar descubriendo algo, o recordando algo. Se ha puesto dos dedos en el cuello, como si contara las pulsaciones de la sangre.

No veía a Fulvio en el Boiardo y me asomé a la calle, y allí estaba, hablando siempre por teléfono, con Francesca quizá. Le hice una señal, pero quien me respondió fue un hombre, en la acera opuesta, con un móvil, como si hablara con Fulvio, o lo imitara, o Fulvio imitara al hombre, que hablaba por teléfono tapándose la boca, como si aguantara la risa o no quisiera que yo le leyera los labios. Me hizo un gesto con la cabeza, se quitó el teléfono de la cara, cruzó la calle a pasos violentos, de gamberro que se dirige a lanzar una patada a una caja de cartón, hacia mí, bajo la marquesina del Caffè Boiardo con un vaso de cerveza en la mano. ¿Es usted policía?, me dijo. ¿De algún servicio especial?, dijo el hombre, sólido, económicamente sólido y moralmente sólido, pero momentá-neamente desencajado. Yo lo conocía. Lo había visto en algún periódico, en algún sitio, sí, en el apartamento romano de la professoressa X, en via Boiardo, casi frente al Caffè Boiardo. Yo me había dejado en ese apartamento un paraguas hacía cinco años, y ahora volvía a ver el apartamento que estuvo borrado durante años de mi memoria. Las habitaciones van apareciendo en un proceso químico-electrónico de revelado fotográfico-mnemónico. Incluso veo el rincón donde se quedó mi paraguas, pero no puedo recordar si el paraguas era negro o verde, un verde envejecido de bandera de Italia.

Yo a usted lo conozco, dice el hombre sólido, supremo economista de la Banca d'Italia, Bankitalia, profundamente romano, moralmente indestructible, devoto de una filósofa boloñesa, su mujer, mi professoressa X. Y conozco a su amigo, dice el economista, y mi amigo se acerca, Fulvio sonriente y soñador, filosófico, redactando un mensaje en su teléfono, saludándome con las cejas, sin mirarme, tocándome el hombro, pasando de largo, metiéndose en el bar. Quédate, le digo a Fulvio, y no me oye. Su amigo es policía, dice el economista. Vigila a Colonna, lo he visto otras veces, o es policía o agente de alguna policía paralela, guardaespaldas, guarda di corpo, dice, y suena a violencia. El economista sufre hoy un síndrome de autoridad en tensión, acosada y dolorosa, aunque yo lo he conocido más tranquilo, en otro tiempo, encantado por el placer inconsciente del privilegio y el poder, adorable, aceptando responsablemente el deber de su superioridad, para la que ha recibido entrenamiento sentimental, físico, práctico, moral y político. Es un hombre estética, erótica, éticamente, inquebrantablemente superior, ahora un poco descompuesto a la puerta del Caffè Boiardo. Su amigo probablemente me haya hecho una foto con el móvil, y me da lo mismo, dígaselo usted, y usted probablemente lleve una chinche o un nido de chinches encima, grabándome, micrófonos, microspie, dice literalmente. Le tiembla la voz, destemplada, rotas las reglas de saludo y superioridad y sumisión que establece con quienes le caen cerca, no por vanidad ni arrogancia, sino por educación y entrenamiento en el respeto a sí mismo. Toda inseguridad o duda es una mancha, una pérdida de sí mismo, diría yo, y ahora lo veo inseguro, dubitativo en la determinación con que se enfrenta a su espía o perseguidor, a mí.

Dottore, soy discípulo de la professoressa, pude decir, lo conocí a usted hace cinco años, estuve en su casa, usted me habló de Memling, un díptico de Memling en la Capilla de los Reyes Católicos de Granada, el Descendimiento de Cristo muerto, dije, también yo inseguro. Ya no me atrevía a certificar que aquél fuera el economista eminente casado con la eminencia semiótica. El tiempo nos cambia, cinco años son cinco años. Yo había cambiado, probablemente fuera irreconocible, aunque siguiera usando ropa parecida a la que usaba hacía quince años, casi a mis quince años, niño de excelentes calificaciones escolares, huérfano. Mi inseguridad en la permanencia de las cosas, o en la permanencia de mi memoria, es inmensa: la gente cambia, caras mutantes, o mi memoria cambia. Memling, Memling, dijo el economista, Memling, como una contraseña sagrada que invocaba a los años difuntos, y se serenó. Se secó el sudor con la mano que sostenía el telefonino, se cambió de mano el móvil, buscó un pañuelo blanco, se secó el sudor como un nocturno músico de blues, telefonino en vez de trompeta, traje y corbata azules y sudor en la camisa, en el labio superior, en las aletas de la nariz. Memling, Memling, sí, en la tumba de Isabella e Ferdinando, dijo, y recuperó algún grado de su esplendor de habitante de las ciudades cerradas y prohibidas a la multitud, los salones de la alta economía y la alta política, criatura apartada y exhibida todos los días a toda velocidad en coches herméticos de sirena tronante. Uno intuye al ver estos coches un estilo de vida, como cuando ve fotos de mansiones en las revistas de vida con estilo. Perdóneme, sabía que lo conocía, dijo, y la turbación volvió a pasar por sus ojos, y otra vez recuperó inmediatamente un poco del equilibrio de largos años de sensatez. Había estudiado en América con el premio Nobel de Economía Modigliani. Su vida no era buena suerte, era vida buena, la conducta ejemplar que da excelente fortuna. Si una casa entera se le viniera encima, estaría colocado de modo que su cuerpo coincidiría con la ventana abierta de la mejor habitación, y ni siquiera notaría el cataclismo: se vería, cuando encendieran la luz, en medio de una sala, frente a un fresco de los Carracci, sin darse cuenta de que miraba el techo, y no la pared de la habitación.

Sí, lo recuerdo, Memling en Granada, usted es el alumno de mi mujer, dice, y yo no sé si la professoressa le ha hablado de mí en las últimas horas. No sé si decirle que, hace veinticuatro horas, estuve con su mujer. Posiblemente ya lo sepa por su mujer, que le cuenta todo, hasta lo más íntimo, incluso las conversaciones con extraños sobre lo más íntimo. Perdóneme, está usted bebiendo cerveza, lo he sacado del bar, permítame que lo acompañe, que entre con usted, dice el economista X. Ahora me presentará a la cajera, la ragazza. Dígale a mi mujer que no vale nada, mírela, absolutamente anodina, intrascendente, fíjese usted, ropa barata, tristes cosméticos pastosos, infantiles, baratos, innecesarios, pulseras baratas y ojos de aburrimiento catatónico. La polvera barata incrustada de piedras preciosas de plástico, ¿la ha visto usted? Me avergüenzo, me diría, pero nada me dijo. Me señaló con el teléfono empuñado que pasara al Caffè Boiardo, tan cerca de su casa, y recibió inmediatamente el saludo de los dos camareros, Dottore, Dottore. Inclinaciones de cabeza lo recibieron, dos clientes se inclinaron ante el rey camino del exilio con la ropa arrugada y en estado de perturbación o indisposición probablemente provocado por la visión de Fulvio y su cómplice, yo, quiero decir. Sentémonos, dice, y me guía a una mesa del fondo sin mirar hacia el cubículo de la cajera, la chica, su amante deplorable y absorbente, la verdadera e inexplicable perturbación de su vida.