VIII. LA CORTE
Respeté su silencio final, su mirada a su infierno dantesco de nueve pisos hacia abajo, en sótano, cono o cucurucho de helado enterrado, atracción terrorífica de feria para monstruos de la lujuria, la soberbia, la envidia, la gula, el derroche, la avaricia, la violencia, el fraude y la traición. Entonces el economista X, intentando salir de su abismal ensimismamiento, se agarró a mi brazo, me preguntó dónde me alojaba y, en cuanto nombré piazza di San Cosimato, empezó a arrastrarme, incluso antes de moverse, hacia la puerta. Me ofrecía comida, en la misma plaza, pescado en San Cosimato. Precisamente allí me espera el escritor Trenti, en Roma para asuntos de producción de una película, dije, pero el economista no me oyó, o no quiso oírme, y, sin haber probado el agua, se levantó, cerró los ojos, ladeó la cabeza, la inclinó sobre mí para hacerme una confidencia final.
Lo que se me recrimina es la calidad de mi trabajo, dijo, mi pormenorizado estudio y comprobación de cifras y riesgos. Mi profesionalidad es ahora una manía, un capricho sospechoso, doloso, lamentable y repugnante, prueba de mi empeño criminal en impedir el curso natural de las cosas. Nueve horas de grabaciones tienen mías, una operación de calidad, sin eludir ni un solo pormenor repulsivo. Me cuesta admitir que yo hable como hablo en esas grabaciones. En las grabaciones magnetofónicas uno extraña su voz, y, transcritas, no reconozco mis frases, el ritmo, la disposición de mis palabras, mi léxico. Hay palabras que yo no hubiera usado jamás, y las uso, palabras que a mi juicio liquidan moralmente al que las pone en sus labios, triviales, no son sucias, son mucho peor, son ridículas. Ya estábamos alcanzando la puerta del Caffè Boiardo. Signore, dijo la niña cajera, una contraseña para el economista, pensé, pero el economista ni se inmutó, no reconoció la voz que lo llamaba. Negó su pasado inmediato recogido telefónicamente y transcrito por fieles funcionarios del Estado. Signore, repitió la ragazza. Era yo el reclamado. Mi amigo, Fulvio, había tenido que irse, su presencia había sido exigida en otra parte mientras el economista emocionado me hablaba de su infierno. Adiós, adiós, se despidió el economista de los camareros mientras llamaba con su móvil, y no miró a la cajera. No era su Nicoletta, sólo era Marinet- ta. En una esquina nos esperaba un coche. Dígale usted a Manlio dónde vamos, dijo el cerebro de Bankitalia. Miré a Manlio a los ojos en el espejo retrovisor. Dije que íbamos a San Cosimato.
En San Cosimato nos esperaba Trenti. Allí estaba, con un traje muy fino y una camisa blanca de puños desabrochados que asomaban por las mangas de la chaqueta, sin corbata, siempre un poco sin peinar. A medio beber tenía una botella de vino blanco, iba a comerse unas almejas, y pareció ingratamente sorprendido de verme llegar con el hombre de los tres teléfonos móviles. Ah, mi traductor español al que nunca he visto traducir, siempre llega tarde, aunque viva por aquí en una casa católica, dijo Trenti. Vi la mirada de sospecha del economista ante el encuentro inesperado, una emboscada, seguramente yo habría llamado al individuo que ahora fingía sorpresa y tenía una miserable pinta de periodista. Todo esto pensó el economista X, sin palabras mentales, sólo por una sensación instantánea, una molestia, borrada ya. El economista sabe captar los signos en quienes lo rodean, y percibe cierto fastidio, o contrariedad, en la amabilidad de Trenti, un poco desconcertado de ver a X ante su mesa. Los presento, el novelista Carlo Trenti y el economista Franco Mazotti, dos individuos dotados de gracia, que saben tratar a los encumbrados y a los caídos, al amigo y al enemigo. Trenti intuye con claridad la extraordinaria sensibilidad y delicadeza de Mazotti, con sus tres teléfonos móviles en una sola mano y el traje azul de los jerarcas de Palazzo Koch, y la piel y el pelo espléndidos, y los hombros en eterna actitud marcial de mando, pero apaciguándose, debilitándose, desmoronándose. Le pide Trenti que nos acompañe, y, por un instante, Mazotti recibe una transfusión de su antiguo ser, una transfusión de sí mismo tal como era antes del despeñamiento telefónico, y olvida el volumen de 2.000 páginas de transcripciones de escuchas telefónicas, su especial y monumental novela proustiana, y recuerda en voz alta las tres novelas de Trenti, Gialla Neve I, II, III.
Todas las mesas, menos una, están vacías a las dos menos cuarto de la tarde. Yo miro la reunión de bogavantes en la piscina, las lenguas rojas de las almejas, el vino amarillo, el empañamiento de las copas y el enfriador, como si flotáramos en el comedor de un transatlántico, y oigo cuánto ha disfrutado el economista Gialla Neve, tan celebrada por un artículo en la Repubblica de Stefania Rossi-Quarantotti, la mujer del economista precisamente. Trenti se confiesa complacidísimo, honradísimo, exaltadísimo por la atención de la professoressa Rossi-Quarantotti, y suplica al economista que transmita a la señora Rossi-Quarantotti su más sincero agradecimiento. Ahora Mazotti quizá nos dé la opinión, a propósito de Gialla Neve y de la ragazza, Nicoletta, chiquilla de un formidable mal gusto, según la expresión de la professoressa X, Stefania Rossi-Quarantotti, de gusto fiable, prestigioso.
Es admirable en Gialla Neve el uso de la información histórica sobre Ferrara y Bolonia, ciudades que el economista Mazotti conoce muy bien, pues tiene casa en Bolonia, una ciudad perfecta para desaparecer, dice, aunque él ha elegido desaparecer en Roma, si es que no ha hecho desaparecer a su mujer en Bolonia, apunta Mazotti en unos segundos repentina e inesperadamente humorísticos, sombríos. Es sólida y verdadera la documentación de la época, por más que los crímenes en el convoy militar y la conspiración en Ferrara, Ginebra y Londres para el asesinato de Mussolini sean elementos puramente imaginarios. Pero el aparato policial mussoliniano está recreado genialmente, las estructuras del espionaje interno, con sus funcionarios y voluntarios, informadores y confidentes y telefonistas con los auriculares todo el día puestos para oír conversaciones ajenas, y sus espías que espían a espías en un país de espías, dice febrilmente el economista en el instante en que, como si lo estuvieran oyendo, vibra sobre la mesa uno de los tres teléfonos móviles, convulso.
Perdóneme, dijo Mazotti a Trenti, y se levantó, se apartó, se llevó de la mesa su nube de espías mussolinianos.
Su amigo teme ser vigilado, grabado por micrófonos, por cámaras, y se tapa la boca para que no puedan leer sus palabras en el movimiento de los labios, dijo Trenti. Tiene un teléfono marcado con cinta adhesiva roja. Mira a todos los puntos en busca de micrófonos, palpa bajo la mesa.
La plaza sigue vacía, no nos llegan las palabras del matrimonio americano que come al otro lado del salón, no sé por qué yo creo americano a ese matrimonio. No nos llegan sus palabras, o no las oigo, como no oigo al economista Mazotti, en la puerta, mirando al exterior, y al interior, y otra vez al exterior, quizá hablando para decir que no puede hablar, espiado y grabado. Corta, pero no puede reconstruir la cara que tenía antes de que sonara el teléfono. La última mueca ha querido ser amable, alegre, sonriente. Perdónenme, dice ahora, a Trenti y a mí, y, antes de volver a sentarse, se asoma al interior de una tulipa de la luz. Se sienta. Palpa bajo la mesa, bajo la silla. Está usted buscando espías, dice Trenti. Por supuesto, ya se lo he dicho, éste es un país de espías, contesta Mazotti, como un personaje de Trenti y sus conjuras criminales.