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Usted juega un papel estatal, institucional, por decirlo así, dijo Trenti, llenando de vino las copas. Usted tiene responsabilidades, dijo, y Mazotti me pareció incómodo y atento, enfermo ante un médico que va a pronunciar un diagnóstico temible, una maldición. Usted sale poco de su despacho, tienen que buscarlo en su despacho, en su teléfono, es normal. Si usted habla con una ragazza, es un asunto privado, íntimo, nadie tiene por qué oírlo, dijo Trenti, que había supuesto que Mazotti acababa de hablar con una ra-gazza: había visto la expresión abobada del economista en un ensueño amoroso de dos segundos. Yo había visto esa misma mañana a un vigilante de una oficina bancaria de Unipol, en Largo Argentina, con chaleco antibalas y pistola y componiendo un mensaje en el teclado del teléfono móvil, perdido en una sonrisa solitaria, solo en el mundo de sol y tranvías y bandas de turistas y helicópteros y sirenas. Yo había visto al vigilante bancario y al príncipe de la Banca d'Italia perdidos en una misma conmoción amorosa. Tienen ustedes altísimas responsabilidades que les exigen vivir en permanente estado de estudio y atención, dijo Trenti.

Se equivoca usted, respondió el economista, y acabó de beberse la copa. Lo que se nos pide es que no prestemos atención. Yo aviso. Tengo sentido del deber. Repaso once veces mis datos para no equivocarme, y luego vuelvo a repasarlos once veces más, pierdo horas y horas y horas, y esto se toma como un signo de mala voluntad. Mi seriedad no es entonces un rasgo moral, sino inmoral, prueba de mi manía de intrusión, de mi carácter obstaculizador. No es prueba de profesionalidad, sino de mala fe. La cúpula de Palazzo Koch decide abiertamente en contra de mis informes. Pongo los documentos en manos de la Fiscalía. Se me recuerda mi deber de lealtad con la presidencia de Banca d'Italia, el vértice, mis colegas. Valorar la lealtad personal por encima de los principios científicos y morales: esto es bandidismo. Esto es bandidismo. Cuanto más se me pide que no repare en detalles, con mayor minuciosidad me dedico al examen de los detalles, uno por uno, concepto por concepto, maniobra por maniobra y cantidad por cantidad. Entonces se me dice que la racionalidad económica exige agilización, eliminación de obstáculos, y no creo que estén hablando metafóricamente de negocios. Creo que están hablando literalmente de mí, de agilizar mi eliminación si no agilizo sus expedientes favorablemente. Procuro coger el coche lo menos posible. Temo que fallen los frenos o estalle un neumático. Temo que me maten. La Fiscalía investiga, interviene teléfonos, estos tres probablemente estén ya intervenidos, aunque ayer quizá no lo estaban. Éste lo está seguro, dijo, señalando al móvil marcado con cinta aislante roja como la mujer que llevaba en el pecho la A escarlata de Adúltera.

De esa operación secreta de la Fiscalía de Milán es de lo que más se habla en los tres lugares públicos en los que he parado hoy en Roma, dijo Trenti, que llegaba de un plato de televisión, donde un cómico exhibía un bloque de 2.000 páginas con transcripciones de llamadas telefónicas de los principales millonarios de Italia. Tenía el cómico el honor de aparecer en el documento número 786k, que registraba la advertencia amistosa o petición cariñosa de que el có-mico se abstuviera de parodiar en lo sucesivo al signore K en privado y en público, y en el plato, en directo, el cómico parodió inmediatamente la voz de K tal como suena a través del telefonino, voz electrónica de teléfono celular. Si hubiera sabido que usted estaba preocupado por el asunto le hubiera pedido una copia al artista, no sabía que hoy me tocaba comer con un millonario, dijo Trenti. Allí estaba precisamente, en el programa, en directo, la chica que avisó a la policía de la presencia del killer más buscado de Italia y muerto en el Circo Massimo. Vibró entonces otra vez el teléfono del economista, y el economista bebió un buen trago de vino antes de coger el móvil inmediatamente y volver a apartarse de la mesa.

He conocido a la señora Olmi. He asistido a una especie de prueba de seis minutos y cuarenta segundos, la señora Olmi frente a los problemas de los telespectadores, dijo Trenti, que acababa de descubrir un appeal emocional extraordinario en la señora Fran-cesca Olmi. No me extraña que la mirara a los ojos el killer, dijo. Incluso cuando no habla, la señora Olmi, a quien se diría inestable o en pseudoequilibrio, y que en algún momento parece una maniática, demuestra que no es inestable ni pseudoequilibrada. Mira a la cámara con los ojos muy abiertos mientras oye la voz que plantea un caso terrible, desesperado, y la señora Olmi consigue establecer en un segundo una total comunicación con quien le habla, como si oyera por los ojos. Yo pensaba, viéndola, en esos pájaros que abren el pico cuando ven venir a la madre. Estudia con atención mientras oye, y uno ve la cara de la persona que está llamando en la cara de Olmi, una especie de médium en transmutación, traspasada por todas las taras, problemas, circunstancias e historias de la persona que la busca, y quienes la buscan son farsantes, víctimas, verdugos, yo lo he visto en directo, seres siniestros y normales, aparentemente adorables, odiosos o anodinos. La señora Olmi interrumpe a cualquiera que plantee tonterías con aire tremendo. Basta, deje de inventar estupideces, le dice a uno. No hay nada preparado por los productores o guionistas. Ella no sabe de qué iban a hablarle o finge perfectamente no saber nada. Resuelve en diez segundos pro-blemas de diez años. Tiene cara de televisión. Esta mujer ha visto mucho la televisión, se ha dormido y se ha despertado viendo la televisión y ha seguido viendo la televisión en sueños. No hace examen de conciencia ante el Sagrado Corazón de Jesús, sino ante la televisión luminosa.

Hubo una conexión de siete minutos para seis problemas, aborto, traición, celos, conveniencia de casarse, podar un limonero o compartir casa con compañeros de trabajo, y todos los problemas fueron resueltos por Olmi. Todos desearíamos que esta madre nos aconsejara. Sus consejos son los consejos que nosotros hubiéramos dado si tuviéramos su claridad mental, y física, esa mujer es resplandeciente. Desearíamos que esta madre fuera nuestra madre, la mamma, un regalo de Dios, dulce compañía. Si le confiaran un programa, un consultorio sentimental, por ejemplo, tendría el fervor de los anunciantes. No la está mirando una multitud de mirones escondidos en sus casas, protegidos por el mueble del televisor, la está mirando únicamente la persona que le consulta su problema, y todos los demás estamos mirando una relación íntima, somos parte de una intimidad multitudinaria. Olmi no ve cámaras, focos, electricistas, gruistas, iluminadores, maquilladores, realizadores, ayudantes. No ve a los astros y asteroides televisivos que la rodean. No ve la orquesta de ocho músicos que intentan no moverse y no dejan de moverse en un escenario aéreo que puede caer mortalmente sobre el plato en cualquier momento. No ve todo ese aparato, está sola, en sí misma, con la amiga que le plantea una duda vital, fundamental. Así que uno tiene una ilusión de contacto personal, íntimo, físico, con esta criatura, Francesca, uno olvida la pantalla como olvidamos que llevamos gafas. A las afueras del estudio unas cuarenta personas esperaban a la adivina para tocarla, para consultarle personalmente sus problemas. Es la persona más perfecta que conocen. Es la más íntima, aunque acaben de conocerla, dúctil, simple, espontánea, calurosa, briosa, la invitada ideal de cualquier transmisión y cualquier merienda en familia, vivaz, quita el aburrimiento, desprende autoridad y gracia y belleza, telegenia, es una madrina de masas, una estrella del espectáculo y consumo televisivo. ¿No tiene defectos? Tiene un marido. Y el marido se deja ver demasiado. Esto es un riesgo. Una madrina de masas no tiene marido visible, y menos un marido boxeador olímpico, que aparece de pronto con la sirena encendida en el techo de un coche blindado, amigo de todos los guardaespaldas y chóferes aparcados a las puertas del plato.