IX. LOS CRUZADOS
He madrugado muchas veces y nunca he soportado madrugar, como Descartes, que se educó en un colegio jesuita, como yo. A Descartes le pesaba madrugar. Sus jesuitas lo dejaban levantarse a la hora que quisiera, pero madrugar le costó la vida cuarenta años después del colegio. La reina de Suecia, Cristina, lo había acogido bajo su protección en Estocolmo y lo invitaba a veladas filosóficas palaciegas, a las cinco de la mañana. Descartes, que se levantaba poco antes del mediodía, a las once, tuvo que empezar a levantarse a las tres de la madrugada para estar a las cinco en palacio y charlar un rato sobre la certidumbre y la duda. Se resfrió, cogió una pulmonía y se murió por servir a la reina. Eran las cuatro de la mañana. Alma mía, es hora de irse, dijo, pensando que lo esperaban en palacio a las cinco en punto, y se durmió definitivamente para no tener que levantarse. Yo siempre me acuerdo de Descartes cuando, para coger un avión o terminar una traducción que ha de ser entregada antes del mediodía, me levanto en plena noche.
Llevaba días sin mucho madrugar en Roma, levantándome para traducir un poco y salir, cada día más trabajador en potencia, en el futuro, porque el trabajo retrasado crecía cada día mientras yo buscaba a Francesca, mi reina Cristina sin veladas filosóficas al ama-necer. Hoy he madrugado aún menos, y he buscado menos que nunca a Francesca, un signo de que he sido abandonado. Nadie me ha dicho que he sido abandonado, y el principal signo de que he sido abandonado es que nadie me ha dicho nada y voy con el novelista criminal por piazza di San Cosimato, a la espera de viajar a un sitio donde ni se me espera ni se me desea, mi Gran Granada. Desde el domingo ha seguido siendo domingo, tiempo atascado de tres días y tres meses. Pronto desaparecerán Francesca, la casa de Francesca, los dientecillos de su hijo, la asmática y angustiosa res-piración del niño. Desaparecerá el padre de Francesca, tímido y fantasma, de una tristeza de hierro, subterráneo, dedicado en un hotel del Aventino al trabajo sucio en sótanos, tuberías, grifos, cisternas, cables, motores y cabinas de ascensor, técnico secreto, eliminador de bebedores y suicidas, reparador de cortocircuitos entre amantes y maridos traidores o traicionados, el Padre, nublado por su vida eterna entre máquinas, lejos de la humanidad. No lo veré más. No veré más a la Mamma, mamma-nonna, vendedora de perfumería a domicilio, rubia artificial profesionalmente pluriperfu- mada. No veré más los vestidos de Francesca, las pulseras de Francesca, las orejas no taladradas de Francesca, la bolsa de cosméticos de Francesca, la bata verde de Francesca limpiadora. No oleré más los cosméticos de Francesca ni los guantes de goma de Francesca. Toda esta vida transitoria me parecía perdurable el lunes por la mañana, para siempre, y el mismo lunes descubría haber vivido toda mi vida inconsciente de no haber sentido nunca dolor amoroso, consciente por fin, un lunes, por primera vez, de la posibilidad de estar siendo abandonado. No estaría ahora con Trenti si no hubiera sido abandonado. No me hubiera cruzado con el economista Mazotti. No hubiera comido almejas crudas de lengua roja con Mazotti y Trenti. Si tienes corazón para decir adiós, yo no tengo fuerzas para retenerte, le diría cinematográficamente y musicalmente a Francesca si me la encontrara ahora mismo.
Trenti no habla. Sólo piensa en las dos mil páginas de grabaciones de conversaciones telefónicas, en el problema de borrar del mundo el peso de cientos de miles de palabras. Una solución sería que Mazotti las borre de su cabeza, y el camino más viable conduce a la autoeliminación del propio Mazotti, no abandonado, sino poseído por miles de voces en irrefrenable expansión. Veo mal a su amigo, dijo Trenti súbitamente, y vimos entonces al hombre del sombrero en la terraza del Caffè San Calisto.
Era un sombrero invernal, así que pensé que monseñor Wolff-Wapowski se sentía enfermo y se protegía bajo el sombrero, ante un vaso con tres dedos de agua y, también sobre la mesa, un maletín gris, quizá con la Eucaristía y los Santos Óleos, el báculo obispal plegable y algunos documentos vitales, un papel con el nombre de Fulvio Berruto para recomendarlo al puesto de peluquero parlamentario, por ejemplo. Miraba W hacia la eternidad, que parecía estar clavada en la pared corroída, dueño Monseñor de una majestad de roca, fósil. Se pulverizaría al cabo de novecientos años sin haber parpadeado antes Wolff-Wapowski, sólido e impenetrable en su traje sacerdotal a pesar del sombrero. El día ahora era norteafricano, y Monseñor demostraba gran mérito en permanecer imperturbable bajo un gran sol pálido, en despedida, precrepuscular. Procuré no verlo, por respeto, para no irrumpir en aquel santuario que empezaba y acababa en el ser íntimo de WW, pero Monseñor me llamó con un gesto de la mano y, economizando, aprovechó para coger el vaso, acercárselo a los labios y beber un buen trago mientras echaba hacia atrás, en un enérgico saludo, la cabeza coronada de fieltro. Me acerqué con Trenti, que me siguió. Me ha encontrado usted a pesar de que es un gran refugio no contar con la confianza de nadie. Nadie te busca. Nadie te encuentra.
¿Viene usted a despedirse? Pues despidámonos, dijo WW. No es porque usted se vaya, tal como estaba acordado y previsto, sino porque me voy yo, continuó. Usted tiene la suerte de quedarse en Roma indefinidamente, dijo también, y me sonó a reproche por mi supuesto incumplimiento de contrato, un malentendido, porque yo desaparecería de Roma en el plazo máximo de cuatro días para volar a la Gran Granada. Entendí entonces que Monseñor no había levantado la mano para llamarme, sino para beber. El gesto de la cabeza no había sido un saludo, sino un signo de sed pura, no de agua quizá, porque aquella agua desprendía un agudo aroma aguardentoso, si el olor no era un residuo sagrado de alguna comunión reciente con la Sangre de Cristo. No es que me vaya, dijo WW. Diga usted que he sido expulsado por primera vez en mi vida. Monseñor, hasta aquel momento, no había sido desalojado, expulsado, jamás, nunca, y quizá por ese motivo el sombrero, un sombrero invernal olvidado en la percha del despacho, y no desde el último invierno, sino desde el invierno de 1970 o 1980, desde el invierno más lejano del mundo, quizá por esa expulsión o desalojo prodigiosos, únicos en la vida, el sombrero parecía pesar ahora tanto sobre la cabeza de Wolff-Wapowski.
Usted es alemán, dijo Trenti entonces. Y polaco, respondió inmediatamente WW. Aproveché para presentarlos, monseñor Wolff-Wapowski y el novelista Carlo Trenti. No nombré la novela criminal, negra o amarilla, y sentí que cometía una minúscula traición a Trenti. Para no deshonrarlo llamándolo giallista o amarillista escritor de novelas de crímenes, me deshonré yo traicionando su verdadera condición, su vocación de giallista o amarillista escritor criminal. ¿Usted es novelista?, dijo W. No, no, soy técnico en prevención de incendios en una compañía de seguros, dijo Trenti. Usted es doble, como yo, dijo WW, que no pidió que nos sentáramos, sino que trajera yo del bar otro vaso para Monseñor. Dejé solos a Monseñor y a Trenti, que quería beber lo mismo que Monseñor, y cuando volví con tres vasos idénticos, Trenti se había sentado. Trenti y Monseñor se miraban en silencio y sonriéndose. Sí, dijo Monseñor, la verdad pesa más que el cuento, quizá tenga usted razón y la época exija testigos verdaderos, nada de novelistas. Probablemente sea una frivolidad, una inutilidad, una infidelidad, una irresponsabilidad inventar novelas en una época de bombas, ¿no es así?, dijo el ahora sonriente Monseñor. Había salido de su estado estable de inmutabilidad, había descendido un instante de la barca de los muertos. Por eso dos libros de verdades indiscutibles funcionan hoy como centros de energía nuclear espiritual, por así decirlo, y le estoy hablando del Corán y la Biblia, dijo WW, quitándome el vaso de las manos y bebiéndose la mitad. El agente Bond, 007, guardaba en su Biblia concebida para ser leída como literatura una pistolera Berns Martin con una Walther PPK, dijo Trenti, y usó la voz de perito en prevención de incendios. Siga usted con sus crímenes, concluyó WW, y volvió a mirar al frente, a la eternidad, que era una pared amarilla sobre la que daba el último sol. Monseñor había puesto la mano derecha sobre el maletín, fabricado en piel sólida de animal desconocido, una bestia quizá inexistente en nuestros nuevos tiempos peligrosos, con bisagras, remaches, cierres y cerraduras de extraordinaria fortaleza y calidad. Era un ejemplar de los años sesenta, o incluso cincuenta, más viejo que el sombrero. Este maletín lo ha acompañado a usted mucho y sigue fuerte, dijo Trenti. Sí, y una vez lo perdí o me fue robado en la estación de Trieste. Trenti respondió: Yo también he tomado alguna vez el expreso Roma-Trieste-Moscú.