Aquí lo llevo todo, dijo Wolff-Wapowski, golpeando el maletín con la mano abierta. He vivido en el cumplimiento del deber como en una especie de sueño, dijo, y calló y bebió. Sabe callar perfectamente, dijo Trenti. No nos dirá cuándo entró en contacto con la policía secreta de Varsovia y empezó a entregarles copia de los informes que pasaba en Verona y en el Vaticano. Había callado Monseñor, había bebido una vez más, bajo el sombrero de invierno. Volvía a bogar silenciosamente en la barca de los muertos. Los altavoces llamaban a los vuelos en el aeropuerto de Roma, los aviones despegaban y aterrizaban. Perros y policías en estado de alerta husmeaban el olor de mil colonias probadas en las tiendas del desasosiego y el aburrimiento preaéreos, variantes de sesenta y nueve marcas de París, Milán, Londres y Nueva York, fabricadas en un solo hangar industrial localizado en un punto impreciso del mundo. El silbido de los detectores de metales señalaba el paso de probables enemigos. Del cuartel general de la policía y del Ministerio del Interior, en Varsovia, están saliendo informes y listas de colaboradores de la vieja policía secreta comunista, y en Roma su amigo Wapowski ha sido desalojado, desactivado, hecho desaparecer, como otros tantos dominicos y franciscanos servidores del Vaticano y de la policía secreta polaca según antiguos servidores de la policía secreta polaca, me dijo Trenti en un café del aeropuerto. Un sombrero comprado en Verona, un maletín ruso y un amigo del joven padre Wolff-Wapowski en la Verona de 1964 le habían contado la vida esencial de Monseñor al novelista Trenti, que tenía tanto sentido de la posibilidad como sentido de la realidad. Cuando Trenti embarcaba en el avión que en treinta minutos lo dejaría en Bolonia, yo pensaba en mi extraordinaria vida, tal como Trenti la imaginaría y se la contaría a su mujer en Ferrara.
X. EL JUICIO DE DIOS
Ahora estamos en la estación ferroviaria de Viena, el 13 de julio de 1941, y el capitán Albanese le busca amigos y conocidos al muerto Ettore Labranca, que no se negaba a hablar con nadie, pero que fue un hombre en apariencia muy aislado. No supo aislarse del todo, o así lo demuestra el agujero de un centímetro de diámetro hasta el corazón de Labranca, asesinado con un punzón, a pesar de que lo protegía una escolta de durmientes. Nadie parece haberlo conocido bien. Labranca fue un solitario, y un individuo solo es un enigma irresoluble, dijo Trenti. Ese hombre, Labranca, había conseguido mantener su soledad entre miles de soldados y, aún más difícil, en su vagón de veintiocho, y únicamente sabemos quién es una persona cuando conocemos su entorno, dice Trenti: quiénes la rodean, la sociedad en la que se mueve, el estilo de vida y el lugar del infierno que merece, il posto nell'inferno che si merita, así habla Trenti el novelista. Había que encontrarle un grupo al muerto, una familia, algún conocido. Recurrimos al telégrafo, pero la policía de Turín no sabía nada de Labranca, que decía proceder de Turín. No hay huellas de Labranca en Turín. Albanese abre entonces la navaja que Labranca guardaba en el bolsillo, en el puño cerrado, y lee la inscripción en la hoja de la navaja, PozziFerrara, y telegrafía a la policía de Ferrara, y nadie conoce a Labranca en Ferrara.
Que ningún Ettore Labranca, soldado, nacido en Turín el 2 de marzo de 1917, nació o vivió oficialmente en Turín, es un hecho absoluto, indiscutible, como que uno que se hacía llamar Labranca murió en un vagón del Corpo di Spedizione Italiano in Russia, traspasado por un arma punzante que ha desaparecido como si fuera un puñal de hielo en el calor de julio. Ni siquiera hay ya cadáver, enterrado provisionalmente en Salzburgo, sin familia, por si alguien pudiera reclamarlo en un futuro poco probable. Hubo veintisiete soldados presentes en el momento del crimen, o, más exactamente, veinticinco, pues dos soldados se hallaban fuera del vagón, antirreglamentariamente, como ha sido demostrado por las peculiares manchas de sangre de sus botas. Abandonaron su sitio en el vagón a las tres de la mañana, volvieron a eso de las cuatro, entraron y volvieron a salir y entrar. Ninguno de los dos está completamente seguro de si había entrado y salido dos o tres veces. Bebieron coñac. Pisaron sangre. Dicen no haber percibido nada raro. Uno, Monreale, tiene aspecto campesino-clerical y una incómoda blancura azulada en los dientes, actitud dócil y voz adormilada, altanera, propia de quien quiere defenderse ofendiendo por inhibición, obligado a infringir normas disparatadas y tiránicas, a su juicio, como es la de permanecer en el vagón durante la noche. Albanese considera a este individuo profundamente antipático, un probable delincuente, pero no se deja perturbar por esta sensación extracientífica, íntima, que podría afectar a su objetividad. Era una tortura dormirse, dice el soldado, y salió del vagón, aunque se tratara de una eventualidad terminantemente prohibida a la tropa. Ninguno de sus compañeros reconocía haberlo visto u oído salir ni entrar. Las fugas del vagón probablemente serían una costumbre generalizada. ¿Cuántos hombres estaban fuera de sus vagones moviéndose en la noche del crimen?, pensó Albanese, interrogándose a sí mismo, y estas fugas nocturnas le parecieron un mal signo de indisciplina, el anuncio de un final desastroso que ya había empezado. La muerte es el desajuste general, decía su padre, médico. Con el sujeto campesino-clerical había salido del vagón un tal Naldini, en el que Albanese identificó rasgos finos de jugador de cartas, aunque Naldini juró no saber jugar a las cartas. Era hombre de pocas frases. Sí, había seguido a Monreale cuando Monreale salió, pero no sabía que había un muerto, aunque notó algo, un olor nuevo entre los olores del vagón, como a óxido sobre el que hubiera llovido, dijo. El sargento Del Cossa, responsable del vagón del crimen, no se había dado cuenta en absoluto de que sus dos soldados, Monreale y Naldini, cometían una indisciplina de repercusiones funestas, y mucho menos se apercibió del asesinato. Todos, menos dos, decían dormir toda la noche, dormir profundamente sobre tablas y planchas metálicas, aunque Albanese tenía que tomar somníferos para unas horas de sueño ligerísimo en su litera de capitán. Decidió arrestar a los dos soldados indisciplinados e insomnes, y acusarlos de asesinato, a pesar de que estaba convencido de su inocencia. Pero, si procedía así, los dos individuos serían fusilados casi con total seguridad, dijo Trenti, y el caso sería fulminantemente cerrado. Albanese rechazó esta solución, no porque lo forzara a admitir como cierto algo evidentemente dudoso, sino porque significaba someterse a las injustificadas directrices del mando, que exigía de Albanese una solución rapidísima, inmediata y razonable, del estilo de una trifulca anecdótica entre un puñado de buenos amigos, un suicidio o un ataque cardíaco durante el sueño, aun si tales conclusiones exigían eliminar un punzón que evidentemente no existía y una herida que, con el muerto, estaba desapareciendo.
Siguieron llegando noticias a través del telégrafo. Labranca no había existido ni en Turín ni en Ferrara ni en los registros de Roma. Labranca tenía nombre falso, domicilio falso y documentación falsa, aunque los papeles, los sellos reglamentarios y las firmas fueran absolutamente auténticos. El muerto había sido dos o más personas a la vez, y probablemente el asesino también era doble o triple. Lo único que uno de sus compañeros del vagón recordaba especial en Labranca era cierta inclinación a los números y los juegos de probabilidad. ¿Qué probabilidad existe de encontrarse con alguien conocido en una multitud azarosa de 60.000 individuos? Labranca había apostado por alistarse para perder de vista a todos los viejos conocidos, dijo Trenti. ¿Qué probabilidad existe de que, además de con algún conocido, te encuentres con alguien que tenga motivos para matarte?