Los dos que salieron del vagón añadían confusión a la oscuridad del asunto, pensaba Albanese, pero también podían ser la clave para aclararlo todo. Habían entrado y salido dos o tres veces, y eran incapaces de decir exactamente cuántas porque habían bebido. Circulaba bebida en el Cuerpo Expedicionario, se les daba bebida a soldados que lloriqueaban, y en las estaciones había licor, regalado por instituciones patriótico-piadosas o vendido patrióticamente barato. Alguien habría podido entrar en el vagón en lugar de alguno de los dos soldados y matar al falso Labranca, pensó Albanese. Alguien que esperaba la ocasión de acercarse a la víctima, y viajaba en distinto vagón, un desconocido para Labranca, o un conocido al que no había descubierto todavía o a quien había fingido no conocer, supuso Albanese, que se sentía impotente, como un adivino sin poderes adivinatorios.
No tenía que adivinar el futuro, sino el pasado, pero le faltaba preparación para semejante oficio, y carecía de las facilidades de que la policía dispone. Sabía de caballos. Veía un caballo y deducía automáticamente todos los pasos de su crianza y adiestramiento, hasta la exacta configuración de las orejas de la yegua y el semental que fueron sus padres. Pero en el asesinato de Labranca sentía que andaba de espaldas, hacia atrás, porque hacia atrás debía seguir los pasos que llevaban al momento del crimen. Entonces recordó a un amigo, o no exactamente un amigo, subcomisario de policía en Roma. No era un amigo, Albanese sabía que estaba perdiendo a todos sus amigos. Había inundado de soldados rezongadores el vagón de oficiales, molestaba con el ruido infame de sus interrogatorios y quebrantaba todas las formas de la vida castrense. La invasión de soldados en el vagón especial de los oficiales había creado una proximidad insultante entre oficialidad y tropa. El indeseable capitán Albanese, que nunca había sido hábil para rodearse de admiradores, aduladores y servidores, ahora tenía continuos tratos inexplicables con soldados probablemente implicados en un caso criminal.
El tren se alejaba rápidamente del lugar del crimen, siempre hacia adelante, Vorwärts!, a toda velocidad. Si el Cuerpo Expedicionario no se apresuraba, los alemanes habrían tomado Moscú antes de que el primer soldado italiano avistara los confines de Rusia. Adelante, Vorwärts, era la consigna, mientras Albanese intentaba caminar hacia atrás y oía un ruido de cosas que se le escapaban, todo lo que era incapaz de ver, lo que acechaba muy cerca aguantando la risa, como cuando con los ojos vendados buscaba a su hermana en un patio de Ascoli. Y entonces recordó a su amigo de Roma, los campamentos en Parioli, los desfiles emocionantes. El amigo, no exactamente un amigo, había sido un pésimo caballista y quizá lo seguiría siendo. A este amigo le había confiado Albanese, una vez, dinero para que le sacara unos billetes de tren y el amigo jamás se presentó con los billetes. Se perdió. Y, cuando volvieron a verse dos años más tarde, el amigo seguía resplandeciente y muy feliz, como si no tuviera una cuenta que resolver conmigo, quiero decir, con Albanese, dijo Trenti. Ahora, en el tren a Rusia, Albanese iba sintiendo una inmensa soledad, y pensaba en lo solo que había estado el muerto. Nadie en el tren admitía conocerlo antes de la expedición a Rusia. Mandó distribuir la foto del muerto, entornados los ojos sin vida, fotografiado por los profesionales que darían testimonio de las heroicidades italianas en la campaña rusa, e inmediatamente la orden fue suspendida. No circularía la foto de un cadáver por el convoy que se dirigía a la victoria sobre la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Albanese recibió la orden terminante de abandonar toda investigación. En caso de persistir en su manía indagatoria sería arrestado, repatriado a Italia y sometido a un consejo de guerra por insubordinación.
Pidió permiso para cerrar telegráficamente las conexiones con Turín, Ferrara y Roma, y le fue concedido, pero, en lugar de cerrarlo todo, Albanese abrió una nueva vía con el ingeniero Barile, su antiguo amigo del mundo de los desfiles fascistas y los caballos de las cuadras fascistas, el hombre que desapareció con el dinero de unos billetes de tren a Viena. Labranca quizá existiera en algún archivo del Ministerio del Interior, en el registro de alguna rama del espionaje mussoliniano, en la agenda personal de algún miembro del servicio voluntario. El Ministerio contaba con informadores voluntarios en todas las organizaciones políticas, sindicales, espirituales y deportivas, oficiales y clandestinas. Habían conseguido transformar Italia en una organización de espionaje, situación utilísima en estado de guerra general o civil, y Barile demostró ser un auténtico ingeniero del espionaje, especialista en la conversación amistosa enfocada a extraer información aprovechable policialmente. Era un hombre de complexión delgada y estatura media, pero cargante, como si no cupiera en sí mismo y practicara una política personal imperial expansiva, de apariencia tímida, pero inestable, hombre que cambia de forma y se dilata, muy satisfecho de sí mismo. Te he visto en el memorándum de la declaración de un médico de via Ludovisi, seguramente habrás pasado por su consulta, decía el ingeniero Barile. Y, en efecto, no habías pasado por su consulta, pero conocías a uno que te había recomendado al médico de via Ludovisi, al que no habías llegado a ir, y te enredabas en una madeja de preguntas y respuestas absurdas. ¿Quién te había recomendado al médico? ¿De qué conocías al que conocía al médico? ¿Trabajaba contigo? ¿Con quién trabajaba? Entonces un compañero de la Academia de Artillería y Caballería os veía a Barile y a ti en un café de via del Corso, calle de funcionarios. Habías sido visto hablando con el ingeniero, que hablaba con muchos y de pronto te pedía que mantuvieras en estricto secreto la reunión en el café. ¿Acababas de prestar un servicio de informador? ¿Qué le habías dicho a Barile? ¿Qué peso específico podía tener para el ingeniero Barile lo que tú habías dicho del médico o del conocido que te lo había recomendado? Barile propone entonces una nueva cita. A la tercera cita recibirás un nombre en clave como servidor voluntario de la Opera Vigilanza Repressione Antifascismo, la OVRA, policía política.
Albanese no acudió a la segunda cita con Barile. No existió tercera cita. No hubo nombre en clave. Y ahora telegrafiaba al ingeniero preguntando por Ettore Labranca, que decía ser de Turín y tenía documentación falsa que le había permitido ser soldado desde el 2 de marzo de 1940, documentación absolutamente auténtica, aparentemente no falsificada y expedida en Turín. A Labranca también se le conocían contactos en Ferrara. Albanese recordaba la teoría del ingeniero Barile: para tomar contacto con cierta persona lejana y desconocida, y pidiéndole a un amigo próximo que te ponga en contacto con alguien que pudiera conocerla, generalmente se necesita un máximo de doce contactos para llegar a la persona lejana y desconocida. Puesto que el ingeniero Barile conocía a todo el mundo, o a la mitad del mundo que vigilaba a la otra mitad, no le sería difícil establecer contacto con un individuo que ni siquiera existía, usaba nombre falso y estaba muerto.
Las oficinas de la OVRA y las brigadas políticas de las jefaturas de policía buscaban desde Roma a Labranca, provisionalmente enterrado en Salzburgo, mientras en Viena, en la estación de Viena-Huttelford, el general Zingales, jefe del Corpo di Spedizione Italiano in Russia, ardía de fiebre. Había salido de Italia recién operado de una hernia, molesto, afiebrado, tembloroso, eufórico inexplicablemente, alucinatorio por fin. Vio unas luces sobre Salzburgo, no exactamente sobre Salzburgo, sino en la atmósfera densa de su vagón especial, a unos noventa centímetros de la cama. Sufría una infección generalizada, tenía dificultad para respirar y, al entrar en Viena, tiritaba con 40 grados de fiebre. Era imprescindible el traslado inmediato a una clínica, y el personal de la embajada en Viena se agitaba en un andén secundario, todo dispuesto para la aparición de los camilleros y los médicos alemanes que urgentemente atenderían a Zingales. Dos bandas de música precedían en el andén principal el avituallamiento de bebidas y souvenirs de guerra para la tropa. En la cantina de la estación el capitán Albanese bebía un vaso de agua de seltz con hielo, cuando un sargento le anunció que esperaba verlo una mujer que se decía familia del capitán. Albanese bebía solo. Había caído en el descrédito en nueve días de viaje entre el Brennero y Viena, y, en la cantina, en el movimiento confuso y continuo de oficiales, suboficiales y asistentes de los oficiales, la visita de la mujer espectacular fue vista como un nuevo signo de capricho, relajación y disparate en la conducta del capitán Albanese.