Todos se dirigían al banquete, haces de luz sobrevolaban los manteles inmensos de la nave espacial, Ferragosto y Fiesta del Fin del Mundo. Cenaríamos hablando del ultimátum y las Brigadas Islámicas. Las orquestas tocaban Goldfinger, y fui en busca de Fran-cesca, foto fija en todas las pantallas, pero invisible o inexistente, sólo aleteo electrónico. Había sufrido una mutación, una metamorfosis, desde que provocó la muerte de un individuo, o la transformación de Francesca la producía el hecho de que guardara un secreto, aunque fuera un secreto público, masivo, radio televisivo. O era yo el transformado monstruosamente por amor, un conjunto de reacciones afectivas incontrolables, automáticas, como tics. O se transformaba Francesca, vista a través de la lente de mi desconfianza, deformada en cinco pantallas ahora, cómplice y traidora de asesinos, según la hipótesis de Trenti, el fabulador policiaco.
Cruzan la pantalla espaldas desnudas, nucas bajo peinados como cúpulas cingalesas, el broche de una gargantilla, la multitud hacia las mesas del banquete, bandejas de comida, tejidos animales y vegetales enredados, verdes, blancos, rojos, rosa pálido de carne cocida, blancas espirales de spaghettata. La música se reduce a cuarteto de cuerda más piano y el eclipse momentáneo de la música deja oír un segundo a los grillos. Tres máquinas limpiadoras danzan por la explanada vacía en la pausa del baile, entre individuos con teléfonos móviles que recitan al unísono treinta monólogos diferentes, y, desde los aparcamientos de las catacumbas, unidades motorizadas de la Fiscalía y los servicios secretos graban conversaciones telefónicas, ruido de platos y risas y dentelladas y choque de copas, el rugido de las estrellas romanas disponibles en agosto para la fiesta secreta, todos en el umbral del fin del mundo, el cumplimiento del ultimátum. Esperamos la nave interplanetaria que nos llevará más allá del tiempo. Una cola de bogavante entra en una boca y una pala de plata remueve la spaghettata bestial. Es una noche de humedad media y presión barométrica normal, vísperas de luna nueva, y, en la explanada de las criaturas que hablan por teléfono vestidas de fiesta, estoy yo, bebiendo vodka, un poco químicamente estimulado, lo confieso, muy suavemente vodkanfetamínico. Aquí llega el tratadista de arte, lo conocí en Bolonia, joven eminencia boloñesa. Nos hicimos una foto juntos en el refugio de la professoressa X. Explicaba obras maestras que nadie había visto, un Tintoretto que sólo puede admirarse en cierta casa veneciana, o un Tiziano hallado en un garaje de Londres, sobre el que pintó una tormenta inglesa en 1861 un aficionado borrado ahora, desaparecido, gracias a los ojos de rayos X de mi tratadista de arte descubridor de Tizianos invisibles. Se me acercaba como, hace años, en el Bar Birreria Mercanzia, donde había en la pared la foto de un palacio bombardeado y, a través de la puerta, se veía el mismo palacio, intacto, reconstruido, como si estuviéramos en el pasado, antes del bombardeo, en Bolonia. Ahí viene mi viejo amigo artístico, brazos caídos y algo flexionados, de cinematografía americana o de presidente de América, dedos extendidos en tensión de defensa o acometida o uso inminente de armas, mentón hincado en el cuello para embestir y protegerse, mirada voraz, labios ansiosos, comiendo. Está irreconocible, pero lo reconozco. No veo lo que come, lo que se le pega a los dedos de la mano izquierda, algo que parece luchar para que el tratadista no lo engulla eufóricamente con desprecio ávido. Lo engulle. Los dientes torturan la comida, trituradores, y el tratadista de arte se mete el dedo en la boca, lo pasa por las encías y los dientes como una estrella de cine americano en acción, labios aceitosos, brillantes, gastrónomo-eróticos, bajo los reflectores que lo iluminan en la noche festiva. Eh, Graziadei, le digo, lo llamo. Se limpia la mano en los pantalones desgarrados y empobrecidos por voluntad de belleza, me tiende la mano mientras mi mano derecha, huyendo de su mano izquierda lamida, coge su mano derecha en la que oculta un descuartizado y desamparado langostino u otra cosa blanda y elástica y aceitosa como los labios. Cómetelo si quieres comértelo, pero no sé quién eres, dice, y me deja en la mano el blanco gusano deshecho, e inmediatamente se me abalanza, me abraza, me besa. Intento no tocarlo para no mancharle el smoking, verde, sobre una camiseta No War/Nowhere. Se va. Yo no te conozco, grita, y se va con su nueva corpulencia voraz, como si el pasado huyera. Hace cinco años que lo conocí en Bolonia, en el Colegio español, comíamos y bebíamos con un bioquímico holandés, y luego apareció un físico que trabajaba sobre truenos y relámpagos, y hacíamos guisos con un filólogo alemán. El holandés era heredero de una fábrica mundial de cerveza, y el Tratadista hablaba de un Caravaggio secreto que había visto en el palacete de un traficante de diamantes de Amberes. Íbamos a fiestas en las colinas de Bolonia, inventábamos extraordinarias historias familiares que nos contábamos para hacernos amigos, y ahora dice que no me conoce, o finge no conocerme, como si la propia vida y el propio destino fueran algo hostil, rechazable, incluso aquellos días casi felices de Bolonia, o se sabe incapaz de recordar los detalles de las mentiras que me contó, y prefiere no verme, o recuerda confidencias que prefiere olvidar que me hizo. Yo no inventaba historias. Yo oía. Me contaban las hazañas en la guerra contra los padres, el empeño maniático de sus padres y madres en devorar a sus hijos, digerirlos y excretarlos convertidos en monstruos perfectos, la edificante corrupción de los niños por sus padres, corruptores de buena voluntad. Los niños son mejores sin sus padres, decía el auténtico heredero de la cerveza holandesa. Yo no le dije que mi padre me alejó, me ayudó a encontrar una personalidad, una serie de alojamientos siempre en el futuro feliz y viajero, como un patriarca inglés católico-romano en tiempos de Guy Fawkes y la Conspiración de la Pólvora enviaba a su primogénito al continente para que fuera educado en la fe verdadera, a salvo de la cárcel, la tortura y el cadalso, como si nuestra Granada fuera la cárcel, la tortura y el cadalso moral. Mañana volveré a Granada, adonde no volvería nunca y adonde vuelvo mañana no sé bien por qué, a la casa demasiado grande para un matrimonio, y para un matrimonio con un hijo, y para un viudo con un huérfano, a las habitaciones que me hacen fantasmal y que ahora estoy dispuesto a vender por 135.000 euros. Oigo ruidos en esa casa a medianoche, pájaros y bóvidos mugientes y motores en carreteras lejanas, aunque no hay animales en los alrededores y vivo en una calle céntrica, estrecha y sin tráfico. No recuerdo haber visto a mi madre en la casa, pero la veo alguna vez en todas las ciudades por las que paso, ahora mismo, entre la muchedumbre que vuelve bebiendo del banquete, cara de nieve, el pelo corto y negro, una de mis muchas madres que alguna vez he visto.