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Nos hemos cruzado en las escaleras, en la casa de San Cosimato, le digo, vivimos en la misma casa. Lo he visto subir impetuosa y asfixiantemente a su apartamento cuando vuelve de los palacios vaticanos, mano derecha de un cardenal especialista en cinematografía. Me mira de la cabeza a los pies cuando baja contundentemente hacia palacio. Sí, tiene usted razón, ahora que lo dice, lo he visto a usted en las escaleras, pero lo he conocido en el pasado, hace años, en Chicago. Usted es Noveiru, dice el obispo, que parece haberme conocido en otro tiempo bajo uno de mis muchos nombres.

Algo me impulsa a perderme bajo nombre falso en regiones del mundo donde nadie me conoce. He tenido muchos nombres en mi vida, me encuentro con viejos conocidos absolutamente desconocidos que me llaman con los extraños nombres que recibí en ciudades sucesivas o simultáneas, como si en cada sitio quisieran decirme quién soy de verdad, revelarme mi personalidad genuina y absoluta, Yust, Yast, Iostea, Hastou, Istu, Novaro, Nibaró, Nofeira, Nosferatu, o Fats, por un trompetista que murió joven y precisamente el año en que nació mi madre, 1950, e incluso hubo un entomólogo que veía mis iniciales en colores, J roja, N de un greyish-yellowish oatmeal color. Mis nombres sucesivos son como los recuerdos de amigos y amigas que guardo en mi habitación de Granada, hojas de árboles de Nueva Inglaterra, posa-vasos de Edimburgo y Varsovia y Praga, vasos de Friburgo, ceniceros de París, entradas para museos y espectáculos de Oriente y Occidente. Tengo incluso recuerdo de recuerdos que ya no conservo, perdidos o liquidados u olvidados en alguna parte, y algunos de estos recuerdos son precisamente los más valiosos: un disco, de los viejos, negro, Nostalgia, de Fats Navarro, una trompeta en un banco del parque se ve en la portada, regalo de Sue Harris perdido en un aeropuerto. Es un alivio que se perdiera. Los viejos discos de mi padre y mi madre son como ropa usada de 1960 y 1970, en sus carpetas, con la incomodidad pastosa del tacto ajeno y cercos de líquidos oscuros que marcan el papel desde hace treinta años, y partículas de tabaco fósiles esforzadamente infiltradas entre el celofán y el cartón.

Guardo una colección de imágenes sagradas sumergidas en burbujas de cristal o plástico en las que, en caso de ser agitadas, se desencadenan breves y luminosas tormentas de nieve sobre la torre de Pisa y la Torre Eiffel y la estatua de la Libertad y la Virgen de las Angustias de Granada. No nieva todavía sobre la casa blanca de via Appia Antica, en la explanada del banquete, donde me encuentro con el obispo americano, un viajero, saludable a pesar de una corpulencia natural heredada de su padre o de su madre. Para asegurarse de que recordaba correctamente no se interrogó a sí mismo: me sometió a un interrogatorio. ¿Con qué profesores estudié en Chicago? ¿Dónde viví? ¿Qué bibliotecas visité? ¿Qué bibliotecarios me atendieron? ¿La exiliada chilena que jugaba al ping-pong? ¿Qué trayectos recorría habitualmente? Era el americano un hombre inquisitivo, entrenado para el confesionario. En el ejercicio de su profesión había desarrollado una saludable cautela frente a extranjeros, peregrinos, presuntos fieles católicos que se acercan a la diócesis haciéndose pasar por lo que no son y llevan en el pecho la insignia de alguna congregación piadosa. Tanto interés sacerdotal por el prójimo bordeaba la incorrección policial, la imprudencia absoluta. Pero yo no situaba al obispo entre mis souvenirs de Chicago. Yo no lo recordaba de Chicago, hace años, sino de los días en Roma, aunque lo busqué por el Chicago que conocí una vez, una iglesia, tres bibliotecas, cafés, calles, incluso la consulta de un dentista. Casi lo encontré al final de una conferencia en la American Catholic Historical Association. Allí, bebiendo limonada, me habló de su padre, interventor de banco, fuera del seno de la Santa Madre Iglesia. Yo me convertí al catolicismo por un desengaño amoroso, me dijo el obispo. I was trying to desinterest myself from myself. El catolicismo no es una convicción individual, no es una experiencia privada. Existe por encima del ser subjetivo, del individuo, que en el catolicismo aprende a desinteresarse de sí mismo, es decir, de la persona que lo sacó de sí mismo y su verdadero ser para hundirlo en sí mismo, dijo aquel sacerdote de Chicago antes de salir al mundo para encontrarse y fundirse con el obispo que andaba en Roma a pasos como mazas, sobre mi cabeza, y al que yo le había inventado una historia de amores en los muelles de Annapolis. Ahora me daba cuenta de que cierto sacerdote de Chicago que me habló vehementemente de sí mismo para olvidarse de sí mismo no era absolutamente distinto del hombre que me es-taba hablando ahora en via Appia: los dos eran increíblemente el mismo individuo. Debajo del aspecto del obispo apareció el antiguo conocido de Chicago, aunque tampoco fuera improbable que mi antiguo conocido de Chicago estuviera esta noche en otro sitio, muy lejos, o muerto, y no se pareciera en absoluto a mi obispo americano en Roma, ansioso de establecer relaciones con el pasado, pobre pastor sin arraigo, obispo flotante, sin diócesis, desterrado, como un embajador de la antigua Roma en el banquete de una corte oriental bajo la amenaza de tribus remotas. América es la Roma de hoy, me dijo en Chicago el hijo del interventor del banco, Nueva Jerusalén terrena, ciudad de Dios en la Tierra, la Roma donde Cristo es hoy romano, americano, quiero decir. Tenemos la misión histórica de realizar el reino de Dios en la Tierra. Puede usted ser feliz, me dijo ahora, en Roma, casi diez años después, extendidas ante nosotros las riquezas agotadas del mundo, manteles exhaustos, una Torre de Babel de crema, bizcocho y merengue, en destrucción, arrasada, geométricamente despedazada, desmoronada pieza maestra de la pastelería. Puede usted ser feliz. Se han cumplido sus deseos sobre su joven amigo romano, il signore Fulvio, dijo el obispo. Parece muy probable que tenga su puesto en Montecitorio, su barbería, como usted quiso y me indicó monseñor Wolff-Wapowski, amigo de mi padre en Verona. Le regaló un sombrero y unos zapatos mi padre a Monseñor, hace ahora exactamente cuarenta años, dijo el obispo. Y así el padre del obispo dejó de ser instantáneamente interventor de banco para transformarse en amigo de WW, agente secreto, espía en Italia, o eso decía Carlo Trenti.

Tendrá il signore Fulvio su barbería, como el padre de usted, dijo el obispo, que definitivamente no era el sacerdote que me habló en Chicago, con el que yo acababa de confundirlo, como yo no era el estudiante que se cruzó con el obispo en la American Catholic Historical Association, puesto que aquel estudiante era hijo de un barbero. Salí de quien había sido hacía unos segundos, me alejé de ese chico católico hijo de barbero, mi entrañable yo transitorio de Chicago, y volví a la fiesta romana. Tocaban los músicos. Cada pantalla se dividía en cientos de micropantallas e imitaba el panel de fotos de bebedores de muchas noches que miré diez noches en el bar de un hotel de Manchester donde pasé diez días del año 2000. Los jardines se habían llenado de bebedores y sombras, criaturas encantadas en el bosque, y quieta, ante un ciprés, como una salamandra en el muro, mientras el cigarro Sénior Service se consumía en su mano sin ser llevado a los labios y el hielo se disolvía en el vaso, encontré a mi professoressa de Bolonia, la especialista en semiótica más alabada y comentada de su generación. La siguen un inmenso número de imitadores. Fui a rendirle homenaje, sorprendido de verla en la fiesta romana, pero me espantó su horrible belleza desaforada: mi professoressa ha perdido el control sobre la propia expresión. Está pensando en alguien que la ha sacado de sí misma para hundirla en sí misma, como dijo el sacerdote de Chicago desengañado del amor, vestida de negro, de una oscuridad radiante. Había anunciado una línea de lámparas la cosmopolita semióloga boloñesa de éxitos mundiales. Había anunciado un coche sueco. Había anunciado los ideales pluripatrióticos de la nueva Europa. Aparecía en revistas especializadas en vida esplendente: salones y bibelots opulentos, fortuna y buen gusto, interiores protegidos y luminosos, coches armadura fabricados por consorcios que cuentan con división armamentística, una patria rica en historias y aventuras y obras de arte, Europa. Resplandeciente, más que bellísima, un poco envejecida, mi professoressa me recordó una moneda de los tiempos de Vespasiano y la caída de Jerusalén y la destrucción del templo, la efigie de Judea cautiva: una mujer al pie de una palmera, la mano pesarosamente en la sien, o en el oído, sujetando el teléfono móvil, arrebatada de pronto la professoressa X, en pleno idilio inalámbrico, telefónico. Ahora es Porcia, la esposa del traidor Bruto, que levanta el punzón para herirse a sí misma, pintada por Elisabetta Sirani. He visto una reproducción en el gran éxito editorial de la professoressa X, Donne Demone.