Pero no era mi amiga: sólo atravesó la pantalla uno de esos espíritus engendrados por nuestra ansia de ver a algún amado y concreto ser material. Todas las limpiadoras (menos una muy distinta de Francesca y a quien yo confundí con Francesca) habían salido ya de las oficinas de la Banca Nazionale, o estaban a punto de llegar a los Monopolios, o ya no eran esperadas. Y una voz mía, íntima y muda, me empujaba de oficina en oficina en busca de Francesca para ofrecerle mi oído vacío, a la espera de un secreto que todos los periodistas de Italia conocían, y todos los públicos, un secreto de masas, por decirlo así, millones de personas desplazándome del sitio donde yo creía deber estar, recibiendo los secretos de Francesca, mi sitio ocupado por las multitudes adictas a la televisión y al sentimentalismo, e incluso por el marido, antiguo deportista pseudopopular, olímpico, boxeador, peso superligero de la squadra azzurra.
Uno imagina lo que otro tiene y uno quisiera tener, y a esto, avergonzados, le llamaríamos celos, y yo pensaba en Fulvio, testigo auricular de las hazañas de Francesca y dueño de su confianza, lo que a mis ojos lo enriquecía mucho más que su envidiable posición de chófer o acompañante del viejísimo hermano de un viejo senador vitalicio, llamémosle el honorable Colonna, rango obtenido, el de chófer acompañante, como premio a las victorias y derrotas en el ring internacional. Yo lo he visto en una película, me la ha puesto Fulvio, pálido púgil sonriente de ojos verdes mientras lanza y recibe demoledores puñetazos en combate con un coreano: una extraordinaria cara desquiciada, Fulvio, de nariz rota y roja y labios hinchados bajo la protección del casco reglamentario, vencedor por KO en un episodio de la Olimpiada de Atlanta, aunque luego lo fulminara en la misma Olimpiada el cubano Morero (no he visto esta filmación catastrófica), todo está registrado en los anales olímpicos. El héroe sangró por Italia, y ahora era digno de conocer lo que yo no había conocido. ¿Sabe Fulvio lo del killer?, le preguntaría a Francesca en cuanto la encontrara, aunque fuera en su casa, ante Fulvio hijo. Sí, pero callemos, que no nos oiga el niño, il bimbo. Estamos en peligro, y no sé si Francesca piensa en una venganza del clan del killer o en Roma tomada por las patrullas policiales y sus perros. Veo metralletas por via Arenula y el Palazzo Santacroce y la iglesia de San Carlo ai Catinari en piazza Carioli. Vive Roma su desolado agosto en estado de emergencia, entre el futuro del ultimátum musulmán que vence dentro de seis días y el pasado de la incursión musulmana del año 846, piratas sarracenos saqueando las basílicas de San Pedro y San Pablo y derramando y robando los vasos sagrados. El mundo podría acabarse en seis días.
Por fin sabes que te estoy buscando, me dijo entonces Francesca, hallada cien pasos más abajo, en el Teatro Argentina, donde Rossini estrenó en 1816 su Barbiere di Siviglia y donde en este momento las limpiadoras limpian a fondo la sala en forma de herradura y sus seis pisos de palcos, según un proyecto mítico de saneamiento del que oía hablar desde mi llegada a Roma y cumplido precisamente hoy, lunes 9 de agosto. Acaban de desinfectar el palco real, estamos en el foyer del teatro, que tiene las puertas abiertas y huele a química exterminadora, insecticidas y raticidas, y cinco limpiadoras operísticas van y vienen en danza de escobas y guantes de látex y auriculares en los oídos, las conozco y me conocen, yo soy tantos como ellas son, Giulio, Giusto, Ius, Giù, incluso Mattia misteriosamente me llaman alguna vez Betta, Vanna, Anna, Loredana y Lina, duplicados deformes de mi Francesca y su laborioso enaltecimiento y ensimismamiento en la aplicación de detergentes: un sonambulismo acelerado, artificial, quizá efecto de los vapores que desprenden los líquidos detersivos y el rugido rítmico, psicotrópico, de las máquinas aspiradoras.
No dije que la estaba buscando yo. Me buscaba. Me arrastraba a una esquina, hacia un enigmático y antiguo montículo de cajas de sombreros, un nido de polvo. Va a contarme la historia del Circo Massimo y el asesino Varotti, pensé, y casi percibí la evaporación de mi amor nuevo. Mi amor desaparecía en el mismo momento de producirse mi primera reacción amorosa germinal, es decir, mi primer brote de celos. Salvados del amor, volvíamos a la realidad banaclass="underline" la historia de una delación, una persecución, un tiroteo y un muerto, la toma y liberación de una rehén belga. Ahora recuperaba mi confianza perdida en Francesca, y se desvanecía felizmente mi enamoramiento, el espanto amoroso. El marido, limpio de mis celos, volvía a ser mi absurdo amigo romano, siempre a la espera de un destino funcionarial más alto que le procuraría el senador vitalicio o el hermano del senador vitalicio. Otra vez recordaríamos en un bar una velada de boxeo en Londres y una conversación con putas en Tokio o nadadoras germanas en el albergue olímpico de Barcelona. No es miedo exactamente lo que notas cuando subes al ring, o no es miedo al dolor, entiéndeme, dice Fulvio, es miedo al ridículo, a la cobardía, miedo a uno mismo. Uno tiene dentro a otro, no sé si me entiendes, no sé si tú te notas el Otro, l’Altro. E l'Altro é un figlio della gran puttana. Ti si cacca addosso, l'Altro, se te caga encima, como un pájaro, es un cobarde cabrón, dice, y puede aparecer en el momento en que acaba de sonar el himno nacional, Fratelli d'Italia, uniamoci, unámonos, y te miras en los ojos de un tailandés hijo de puta y descubres que eres un cobarde, dice Fulvio.
Francesca me contaría ahora su acción heroica del sábado y el mundo volvería a ser insustancial, friends & lovers, killers & boxers. Otra vez pasaban los pacíficos autobuses rojos y vacíos, el tranvía azul con propaganda turística de un desierto africano en flor, los motorinos, los babélicos clientes de las agencias turísticas internacionales desorientados bajo el sol soporífero, las limusinas funerales de los jerarcas blindados en perpetuo y sonoro viaje de sirenas entre ministerios donde eternamente se les espera. Los centinelas del dispositivo de seguridad paseaban a sus perros boquiabiertos. Seis de los 23.000 hombres que vigilan los 13.000 objetivos potenciales de Italia y la posible ofensiva de las células fundamentalistas se apostaban con dos tanquetas en la entrada a Largo Arenula y via delle Botteghe Obscure. Un helicóptero batía la neblina sofocante sobre la torre del antipapa Anacleto.
Me encaminé otra vez hacia las oficinas papales de monseñor Wolff-Wapowski para cumplir la nueva misión que Francesca me había encomendado. Francesca sólo me buscaba para hablar de su héroe pugilista, Fulvio. Yo podría ayudarle antes de irme de Roma, dijo Francesca, grave voz de mezzosoprano y tensión de diva en las aletas de la nariz, en el teatro donde Rossini fracasó con su Barbero, hasta las lágrimas, el 20 de febrero de 1816, la única vez que lloró en su vida. Monseñor WW, de quien yo le había hablado tanto, manejaba algunos hilos vaticanos, y quizá quisiera ayudar a Fulvio en su concurso-oposición para barbero del Parlamento, en Montecitorio. Ha llegado el momento de que Fulvio escale el pináculo de los aparatos del Estado. ¿Barbero? Yo no había visto ninguna filmación de Fulvio empuñando la maquinilla rapadora, las tijeras, la navaja, aunque lo hubiera visto, púgil de poca densidad muscular pero de buen juego de piernas, girar en torno al adversario como un barbero ante el cliente sometido al sillón odontológico de una peluquería. Está preparado, dijo Francesca, afeita y peina al hermano del senador vitalicio, e incluso al senador vitalicio. Contará con el aval del senador vitalicio. Pero el puesto no es para el Senado, Palazzo Madama, sino para Montecitorio, el Parlamento, y no es lo mismo. Hay rivalidades. Los socios políticos del senador vitalicio están muertos o moribundos, y hay que contar con los nuevos socios de los socios, imprevisibles, no es fácil la política italiana. La política de alianzas es muy compleja. Fulvio puede reunir unas noventa y cinco voces que recuerden sus méritos boxísticos e influyan en los miembros del tribunal de oposiciones. Pero son diecinueve candidatos para tres puestos en la barbería de Montecitorio, cargo de altísima responsabilidad, figurati. Superará la prueba práctica como maestro barbero, le lleva cortando el pelo seis años al hermano del senador vitalicio, y alguna vez afeitó al senador vitalicio, tuvo su garganta en su mano. No le asusta el examen sobre el Ordenamiento del Estado y la Historia de Italia: Fulvio es parte de la Historia de Italia, sección Deportes. Domina los cinco idiomas exigidos, italiano, inglés, francés, alemán y español, de algo vale una larga experiencia de boxeador internacional. Pero supongamos que cada uno de los diecinueve candidatos ha reunido tantas cartas de recomendación y recomendaciones secretas como Fulvio, 19 por 95. ¿Cuánto es? ¿1.805 recomendaciones? Son pocas. Hay muchas más voces influyentes en Roma: tenemos el fascismo, la Primera República, la Segunda, siempre los mismos, los hijos y los nietos y los advenedizos y los oportunistas. Necesitaríamos un mínimo de 150 recomendaciones para competir con posibilidades, así que hemos ido a los frailes de San Pietro in Montorio y a las iglesias donde nos conocen de toda la vida. Pero monseñor Wolff-Wapowski podría llegar a la Secretaría de Estado vaticana. Es alemán, ¿no? Como el prefecto del Santo Oficio. Y también polaco. Como el Papa. Con los guantes de látex, y empuñando una herramienta para limpiar las cristaleras del Teatro Argentina, Francesca me pareció una higiénica y eficaz diosa estadista intrigando y recabando votos para la elección del presidente de la República. Tú puedes hablar con tu amigo WW, o tu padre podría hablar, si lo crees conveniente, dijo.