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«Sólo un campesino lo llamaría Rolls», había dicho Feely en una ocasión en que se me había escapado en su presencia.

Cuando quería estar en algún sitio donde sabía que no me iba a molestar nadie, me encaramaba en la semioscuridad al Roller de Harriet, siempre cubierto de polvo, y permanecía sentada durante horas en un calor más propio de una incubadora, entre la raída tapicería de lujo y la piel agrietada y mordisqueada.

La inesperada pregunta del inspector me hizo recordar un día oscuro y tormentoso del otoño anterior, un día en que llovía a mares y el viento soplaba con furia. Dado que el riesgo de que el vendaval hiciera caer ramas convertía un simple paseo por los bosques cercanos a Buckshaw en una temeraria aventura, había salido a hurtadillas de la casa y había avanzado bajo la tormenta hasta la cochera para poder pensar a solas. En el interior del cobertizo, el Phantom resplandecía débilmente entre las sombras, mientras en el exterior la tormenta aullaba, gritaba y golpeaba las ventanas como si se tratara más bien de una tribu de almas en pena. Ya tenía una mano en el tirador de la puerta cuando me di cuenta de que dentro del coche había alguien. Casi me muero del susto, pero entonces vi que era papá: estaba allí sentado, ajeno a la tormenta, con el rostro bañado en lágrimas.

Permanecí completamente inmóvil durante varios minutos, temerosa de moverme y casi sin atreverme a respirar. Pero cuando papá dirigió despacio la mano hacia el tirador de la puerta, me arrojé en silencio al suelo, como una gimnasta, y me metí debajo del coche. Por el rabillo del ojo vi descender del estribo uno de sus pies, enfundados en unas botas dorias de agua, y mientras papá se alejaba despacio me pareció que se le escapaba un sollozo. Me quedé allí durante mucho tiempo, contemplando el piso de madera del Rolls-Royce de Harriet.

– Sí -respondí-, hay un antiguo Phantom en la cochera.

– Pero tu padre no conduce.

– No.

– Entiendo.

El inspector dejó su bolígrafo y su cuaderno con mucho cuidado, como si estuvieran hechos de cristal veneciano.

– Flavia -dijo, y no se me pasó por alto que ya no se dirigía a mí como «señorita De Luce»-, voy a hacerte una pregunta muy importante. La respuesta que me des será crucial. ¿Lo entiendes?

Asentí.

– Sé que fuiste tú quien informó acerca de este… incidente. Pero… ¿quién descubrió el cadáver?

Mi mente entró en barrena. Si decía la verdad, ¿incriminaría a papá? ¿Sabía ya la policía que yo había llevado a Dogger al huerto de pepinos? Estaba claro que no, pues el inspector acababa de preguntarme acerca de la identidad de Dogger, así que era lógico pensar que aún no lo habían interrogado. Sin embargo…, ¿qué les contaría Dogger cuando lo interrogaran? ¿A quién protegería, a papá o a mí? ¿Existía alguna prueba que permitiera descubrir a la policía que la víctima aún vivía cuando la encontré?

– Yo -respondí bruscamente-, yo descubrí el cadáver.

Me sentí como el petirrojo del cuento.

– Me lo imaginaba -dijo el inspector Hewitt.

Y entonces se produjo uno de esos incómodos silencios, interrumpido sólo por la llegada del sargento Woolmer, que se servía de su inmensa mole para arriar a papá hacia la sala.

– Lo hemos encontrado en la cochera, señor -explicó el sargento-, escondido en un viejo automóvil.

– ¿Quién es usted, caballero? -exigió saber papá. Estaba furioso y, durante un segundo, alcancé a ver fugazmente al hombre que había sido en otros tiempos-. ¿Quién es usted y qué hace en mi casa?

– Soy el inspector Hewitt, señor -dijo el inspector mientras se ponía en pie-. Gracias, sargento Woolmer.

El sargento retrocedió un par de pasos, cruzó el umbral y desapareció.

– ¿Y bien? -dijo papá-. ¿Hay algún problema, inspector?

– Me temo que sí, señor. Ha aparecido un cuerpo en su jardín.

– ¿Qué quiere usted decir con «cuerpo»? ¿Un cuerpo sin vida? -El inspector Hewitt asintió.

– Así es, señor -dijo.

– ¿Y de quién es? El cuerpo, quiero decir.

Fue entonces cuando me fijé en que papá no tenía contusiones, ni arañazos, ni cortes, ni rasguños… por lo menos visibles. También me di cuenta de que había empezado a palidecer, excepto en las orejas, que se le estaban poniendo del mismo tono que la plastilina rosa. Y me di cuenta de que el inspector también había reparado en ello. No respondió de inmediato a la pregunta de papá, sino que la dejó suspendida en el aire.

Papá dio media vuelta y se dirigió hacia el mueble bar trazando una amplia curva y rozando con la yema de los dedos la superficie horizontal de todos los muebles junto a los que pasaba. Se preparó un Votrix con ginebra y se lo bebió de un trago, con un movimiento rápido y decidido que indicaba más práctica de lo que yo imaginaba.

– Aún no lo hemos identificado, coronel De Luce. En realidad, esperábamos que usted pudiera ayudarnos.

Al oír esas palabras, papá palideció más aún, si cabe, y las orejas se le pusieron más rojas.

– Lo siento, inspector -dijo en un tono apenas audible-. Por favor, no me pida que… No sé afrontar bien la muerte, entiéndalo…

¿Que no sabía afrontar bien la muerte? Papá era militar, y los militares convivían con la muerte; vivían para la muerte; vivían de la muerte. Por raro que parezca, para un soldado profesional, la muerte era la vida. Hasta yo lo sabía.

Y, del mismo modo, supe al instante que papá acababa de decir una mentira. De repente, sin previo aviso, un delgado hilo se rompió en alguna parte de mí. Me sentí como si hubiera envejecido un poco y algo antiguo se hubiera quebrado.

– Lo entiendo, señor -dijo el inspector Hewitt-, pero a menos que se nos presenten otras vías de investigación…

Papá sacó un pañuelo del bolsillo y se secó primero la frente y después el cuello.

– Estoy un poco alterado por… todo esto -dijo.

Hizo un gesto vago con mano temblorosa, señalando a su alrededor, y mientras lo hacía, el inspector Hewitt cogió su cuaderno, levantó la tapa y empezó a escribir. Papá se acercó muy despacio a la ventana, desde donde fingió contemplar el paisaje, un paisaje que yo podía imaginar con todo detalle en mi mente: el lago artificial; la isla con sus ruinosos disparates arquitectónicos; las fuentes ahora secas, apagadas desde que había estallado la guerra; las colinas a lo lejos…

– ¿Ha estado usted en casa toda la mañana? -le preguntó sin rodeos el inspector Hewitt.

– ¿Qué? -dijo papá, girando sobre sus talones.

– ¿Ha abandonado en algún momento la casa desde anoche?

Transcurrió largo tiempo antes de que papá contestara.

– Sí -respondió finalmente-. He salido esta mañana. Para ir a la cochera.

Contuve una sonrisa. Sherlock Holmes dijo en una ocasión de su hermano, Mycroft, que encontrarlo fuera del Club Diógenes era tan difícil como encontrar un tranvía en un camino rural. Lo mismo que Mycroft, papá seguía su propio camino y era improbable que se descarriara. Aparte de ir a la iglesia y de alguna que otra colérica escapadita en tren para asistir a alguna exposición de sellos, difícilmente, por no decir nunca, asomaba la nariz fuera de casa.

– ¿Y a qué hora ha sido eso, coronel?

– Las cuatro, más o menos, puede que un poco antes.

– O sea, ¿que ha estado en la cochera durante -dijo el inspector Hewitt, echándole un vistazo a su reloj- cinco horas y media? ¿Desde las cuatro de la madrugada hasta ahora mismo?

– Sí, hasta ahora mismo -asintió papá.

No estaba acostumbrado a que pusieran en duda sus palabras y, aunque el inspector no se dio cuenta, yo sí percibí la creciente irritación en su voz.

– Ya. ¿Suele usted salir a esas horas de la mañana?

La pregunta del inspector sonó informal, casi despreocupada, pero yo sabía que no lo era.