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– ¡Bien! ¡Ya vuelve a estar usted entre los vivos! -dijo el doctor mientras papá, visiblemente confuso, trataba de apoyarse en un codo y echaba un vistazo a su alrededor. A pesar del tono jovial que había empleado, lo cierto es que el doctor Darby acunó a papá como si fuera un recién nacido-. Espere un poco hasta que se recobre. Quédese un minuto ahí, sobre esa moqueta Axminster tan bonita.

El inspector Hewitt permaneció junto a ellos con gesto circunspecto hasta que llegó el momento de ayudar a papá a ponerse en pie. Apoyándose con fuerza en el brazo de Dogger -a quien se había avisado-, papá subió muy despacio la escalera y se dirigió a su habitación. Daphne y Feely hicieron acto de presencia, aunque de hecho su aparición fue tan breve que apenas vimos un par de caras pálidas tras el pasamanos.

La señora Mullet, que correteaba ya de vuelta a la cocina, se detuvo un instante y con gesto solícito me puso una mano en el brazo.

– ¿Estaba buena la tarta, cielo? -me preguntó.

Hasta ese momento me había olvidado por completo de la tarta. Seguí el ejemplo del doctor Darby.

– Ajá -dije.

El inspector Hewitt y el doctor Darby ya habían regresado al jardín cuando subí muy despacio la escalera para dirigirme a mi laboratorio. Desde la ventana, contemplé con tristeza, y también con una extraña sensación de pérdida, a los dos camilleros que aparecieron por una esquina de la casa y procedieron a colocar los restos del desconocido en una camilla de lona. A lo lejos vi a Dogger, que se afanaba en decapitar más rosas lady Hillingdon alrededor de la fuente del prado este, la que conmemoraba la batalla de Balaclava.

Todo el mundo estaba ocupado. Con un poco de suerte no me resultaría difícil hacer lo que me proponía hacer y regresar antes de que los demás advirtieran mi ausencia. Bajé sigilosamente y salí por la puerta principal. Cogí mi vieja bicicleta BSA, Gladys, que descansaba apoyada en una urna de piedra, y minutos más tarde pedaleaba frenéticamente en dirección a Bishop's Lacey.

¿Cuál era el nombre que había mencionado papá?

Twining. Sí, eso era. El «viejo Cuppa». Y sabía exactamente dónde encontrarlo.

Cinco

La biblioteca pública de Bishop's Lacey se hallaba en Cow Lane, una calle sombreada y estrecha, flanqueada de árboles, que descendía desde High Street hacia el río. La construcción original era un modesto edificio georgiano de ladrillo negro, cuya fotografía a todo color había aparecido en una ocasión en la portada de Country Life. Lo había donado a Bishop's Lacey lord Margate, un muchacho del pueblo que había triunfado cuando aún era sólo Adrian Chipping, para después aumentar todavía más su fama y su fortuna como único proveedor de BeefChips -un tipo de carne en conserva que él mismo había inventado- para el gobierno de su majestad durante la guerra de los bóers.

La biblioteca había sido un oasis de silencio hasta 1939. Ese año, mientras estaba cerrada por reformas, se había pegado fuego, al parecer, porque unos cuantos trapos de pintor habían empezado a arder por combustión espontánea, justo en el momento en que Neville Chamberlain, el primer ministro, pronunciaba ante los ingleses su famoso discurso, ese que decía: «Puesto que la guerra aún no ha empezado, no hay que perder la esperanza de que podamos evitarla.» Dado que toda la población adulta de Bishop's Lacey estaba apelotonada en torno a unos pocos aparatos de radio, nadie, ni siquiera los seis miembros del cuerpo voluntario de bomberos, había detectado el incendio hasta que ya era demasiado tarde. Cuando llegaron los bomberos con su bomba manual de vapor, ya no quedaba de la biblioteca más que un montón de rescoldos. Por suerte, todos los libros se habían salvado, pues los habían guardado en un almacén provisional mientras duraran las reformas.

Pero con el estallido de la guerra poco después y la fatiga general desde el armisticio, el edificio original no había llegado a reconstruirse jamás. El lugar que en otros tiempos había ocupado no era más que un solar invadido por las malas hierbas en Cater Street, justo al doblar la esquina del Trece Patos. El terreno, cedido a perpetuidad a los habitantes de Bishop's Lacey, no podía venderse, y el almacén provisional de Cow Lane en el que se habían guardado los libros había acabado convirtiéndose en la sede permanente de la biblioteca pública.

Cuando doblé la esquina de Cow Lane desde High Street, vi en seguida la biblioteca: era un edificio bajo de pavés y azulejos construido en los años veinte para albergar un salón de exposición y venta de automóviles. Algunos de los letreros esmaltados en los que se leían los nombres de coches ya desaparecidos, como el Wolseley o el Sheffield-Simplex, seguían pegados a una de las paredes, casi tocando al tejado, es decir, demasiado alto como para atraer la atención de ladrones o vándalos.

Ahora, un cuarto de siglo después de que el último Lagonda hubo cruzado aquellas puertas, el edificio se había sumido en una especie de decrepitud resquebrajada y desportillada, como la loza en las dependencias de la servidumbre.

Detrás de la biblioteca, y en los terrenos colindantes, una maraña de decadentes edificaciones anexas, como si fueran lápidas apiñadas en torno a una parroquia rural, se hundían en la alta hierba que crecía entre el salón de ventas y el camino de sirga abandonado que bordeaba el río. En varias de esas casuchas de mugriento suelo se guardaban los libros del antiguo y ya desaparecido edificio georgiano, que también era mucho más grande. En el interior umbrío de las construcciones provisionales que en otros tiempos habían sido talleres de reparación se amontonaban ahora hileras y más hileras de libros que nadie quería, clasificados por materias: historia, geografía, filosofía, ciencia… Esos garajes de madera, que aún apestaban a aceite de motor, herrumbre y primitivos inodoros, eran popularmente conocidos como las estanterías… ¡y el motivo estaba claro! Me gustaba ir a leer allí, y después del laboratorio químico de Buckshaw, era mi lugar favorito del mundo.

En todo eso pensaba cuando llegué a la puerta principal y giré el pomo.

– ¡Caracoles! -exclamé. Estaba cerrado.

Cuando me hice a un lado de la puerta para echar un vistazo por la ventana, reparé en un cartel pegado al cristal en el que alguien había escrito toscamente «Cerrado» con un lápiz negro de cera.

¿Cerrado? Pero si era sábado. La biblioteca abría de las diez a las dos y media de jueves a sábado: lo decía bien clarito en el horario que colgaba de un tablón de anuncios de marco negro, junto a la puerta. ¿Le habría ocurrido algo a la señorita Pickery?

Sacudí un poco la puerta y luego le di un buen empujón. Apoyé las manos en el cristal y las ahuequé para mirar al interior, pero no había nada que ver, a excepción de un rayo de sol que iluminaba partículas de polvo antes de posarse en las estanterías llenas de novelas.

– ¡Señorita Pickery! -llamé, pero no obtuve respuesta-. ¡Caracoles! -repetí.

No me iba a quedar más remedio que aplazar mis pesquisas hasta otro momento.

Mientras estaba allí, en Cow Lane, pensé que sin duda en el cielo las bibliotecas abrían veinticuatro horas al día, siete días a la semana.

No…, ocho días a la semana.

Sabía que la señorita Pickery vivía en Shoe Street. Si dejaba allí la bicicleta y atajaba entre las casuchas que había al otro lado de la biblioteca, pasaría por detrás del Trece Patos e iría a parar justo al lado de su casa.

Eché a andar entre la hierba alta y mojada, aunque con cuidado de no tropezar con los trozos medio podridos de maquinaria oxidada que sobresalían aquí y allá como si fueran huesos de dinosaurio en el desierto de Gobi, Daphne me había descrito los efectos del tétanos: bastaba un rasguño producido por una vieja rueda de coche para que empezara a salirme espuma por la boca, comenzara a ladrar como un perro y cayera al suelo presa de las convulsiones al ver el agua. Para ir practicando, tenía ya preparado un escupitajo en la boca cuando oí voces.