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– Pero… ¿cómo se lo has permitido, Mary?

Era la voz de un hombre joven, y procedía del patio de la posada. Me oculté tras un árbol y desde allí eché un vistazo: el que hablaba era Ned Cropper, el chico para todo del Trece Patos.

¡Ned! Pensar en Ned le provocaba a Ophelia el mismo efecto que una inyección de novocaína. Se le había metido en la cabeza que Ned era el vivo retrato de Dirk Bogarde, pero la única semejanza que veía yo era que ambos tenían dos brazos, dos piernas y un montón de brillantina en el pelo.

Ned estaba sentado sobre un barril de cerveza junto a la puerta trasera de la posada, y una chica que reconocí de inmediato como Mary Stoker descansaba en otro. No se miraban. Mientras Ned dibujaba un complicado laberinto en el suelo con el tacón de su bota, Mary se retorcía las manos sobre el regazo y miraba hacia ninguna parte en concreto.

Aunque Ned había hablado en voz baja, en un tono apremiante, entendí perfectamente sus palabras, pues la pared de yeso del Trece Patos funcionaba como reflector del sonido.

– Ya te lo he dicho, Ned Cropper, no pude hacer nada, ¿sabes? Se me acercó por detrás mientras cambiaba las sábanas.

– ¿Y por qué no gritaste? Eres capaz de despertar a los muertos… cuando te da la gana.

– Tú no conoces mucho a mi padre, ¿verdad? Si supiera lo que ha hecho ese tipo, me arrancaría el pellejo y se haría unas botas de agua con él -dijo, antes de escupir al suelo.

– ¡Mary!

La voz procedía de algún lugar en el interior de la posada, pero aun así llegó al patio con la fuerza arrolladora de un trueno. Era el padre de Mary, el posadero Tully Stoker, cuya anormalmente atronadora voz era la protagonista de los más jugosos chismes del pueblo.

– ¡Mary!

Al oír la voz, Mary se puso en pie de un salto.

– ¡Voy! -dijo-. ¡Ya voy!

Vaciló, inquieta, como si tratara de tomar una decisión. De repente, veloz como un áspid, se precipitó hacia Ned y le plantó un tosco beso en los labios. Después hizo revolotear su delantal, como un mago que agita su capa, y desapareció en el hueco oscuro de la puerta abierta. Ned permaneció donde estaba durante unos instantes, luego se limpió los labios con el dorso de la mano y, por último, hizo rodar el barril para colocarlo junto al resto de barriles vacíos, en el extremo más alejado del patio de la posada.

– ¡Hola, Ned! -le grité.

Se volvió, un tanto avergonzado, y supe que en ese momento se estaba preguntando si yo había escuchado la conversación o había visto el beso. Decidí ser ambigua al respecto.

– Hace buen día -dije con una sonrisa de tontorrona.

Ned me preguntó qué tal andaba de salud y, después, en orden de estricta precedencia, se interesó por la salud de papá y por la de Daphne.

– Están bien -respondí.

– ¿Y la señorita Ophelia? -dijo, decidiéndose finalmente a preguntarme por ella.

– ¿La señorita Ophelia? Bueno, si quieres que te diga la verdad, Ned, estamos todos bastante preocupados por ella.

Ned retrocedió de un salto, como si acabara de picarle una avispa en la nariz.

– ¿Cómo? ¿Qué le ocurre? Espero que no sea nada grave.

– Se ha puesto toda verde -dije-. Creo que tiene clorosis. Y el doctor Darby también lo cree.

En su Diccionario de la lengua vulgar, de 1881, Francis Grose definió la clorosis como «fiebre del amor» y «mal de las vírgenes», pero yo sabía muy bien que Ned no tenía la obra de Grose tan a mano como yo. Me congratulé mentalmente.

– ¡Ned!

Era otra vez Tully Stoker. Ned dio un paso en dirección a la puerta.

– Dile que he preguntado por ella -me pidió.

Lo saludé formando una «V» con los dedos, al estilo Winston Churchill. Era lo mínimo que podía hacer.

Shoe Street, lo mismo que Cow Lane, descendía hacia el río desde High Street. La casita estilo Tudor de la señorita Pickery, que estaba más o menos a mitad de calle, parecía una de esas casitas que se ven en las cajas de los rompecabezas: su tejado de paja, sus paredes blancas, sus ventanas de cristal emplomado con paneles en forma de diamante y su puerta de dos hojas pintadas de rojo la convertían en una delicia para cualquier artista. Los muros de entramado de madera flotaban, cual pintoresco bajel, en un mar de flores anticuadas, como anémonas, malvarrosas, claveles silvestres, campanillas de Canterbury y otras cuyos nombres desconocía.

Roger, el gato de la señorita Pickery, se revolcó en el escalón de la puerta y me ofreció la panza para que se la acariciara. Accedí, gustosa.

– Gatito bueno, Roger -le dije-. ¿Dónde está la señorita Pickery?

El animal se alejó despacio en busca de algo interesante que observar y yo llamé a la puerta. No hubo respuesta. Me dirigí al jardín trasero, pero al parecer no había nadie en casa.

De vuelta en High Street, tras detenerme a echar un vistazo a los mismos y mugrientos tarros de botica del escaparate de la farmacia, estaba cruzando Cow Lane cuando por casualidad miré a la izquierda y vi a alguien entrar en la biblioteca. Desplegué los brazos, incliné las alas y viré noventa grados, pero cuando llegué a la puerta, quienquiera que fuese ya había entrado. Giré el pomo y, en esta ocasión, la puerta se abrió.

La mujer estaba dejando su bolso en el cajón y acomodándose tras la mesa. Me di cuenta de que jamás en mi vida la había visto. Tenía la cara tan arrugada como esas manzanas olvidadas que de vez en cuando se encuentra uno en el bolsillo del abrigo que llevaba el invierno anterior.

– ¿Sí? -dijo, contemplándome por encima de sus gafas.

«Eso se lo enseñan en la Real Academia de Biblioteconomía.» Reparé en que las gafas tenían un tono ligeramente grisáceo, como si se hubieran pasado la noche macerando en vinagre.

– Esperaba ver a la señorita Pickery -dije.

– La señorita Pickery ha tenido que ausentarse por cuestiones familiares.

– Ah -dije.

– Sí, una historia muy triste. Su hermana Hetty, que vive en Nether-Wolsey, sufrió un trágico accidente con una máquina de coser. Al principio parecía que no iba a ser nada, pero luego la cosa dio un giro inesperado y ahora es muy posible que tengan que amputarle un dedo. Qué lástima… Y la pobre tiene gemelos. La señorita Pickery, como es lógico…

– Sí, claro, es lógico -dije.

– Soy la señorita Mountjoy, y estaré encantada de poder ayudarte en su lugar.

¡La señorita Mountjoy! ¡La que estaba retirada! Había oído contar historias acerca de «la señorita Mountjoy y el reino del terror». En los tiempos de Matusalén había sido la directora de la biblioteca pública de Bishop's Lacey. Una mujer muy dulce por fuera, pero por dentro era «el palacio de la maldad». O eso me habían dicho (y, de nuevo, me lo había contado la señora Mullet, que leía novelas de detectives). Los lugareños aún rezaban novenas para que no se le ocurriese abandonar el retiro.

– ¿En qué puedo ayudarte, tesoro?

Si hay una cosa que odio de verdad es que me llamen «tesoro». Cuando escriba mi obra magna, Tratado de todos los venenos, y llegue a «Cianuro», en el apartado de «Usos» escribiré lo siguiente: «Especialmente indicado en la cura de aquellos que llaman a los demás "tesoro".»

Y, sin embargo, una de las reglas que siempre observo en la vida es ésta: si quieres conseguir algo, muérdete la lengua. Sonreí débilmente y dije:

– Me gustaría consultar la hemeroteca.

– ¡La hemeroteca! -gorjeó-. Caramba, tú eres muy lista, ¿verdad, tesoro?

– Sí -dije, intentando aparentar modestia-, lo soy.

– Los periódicos están colocados en orden cronológico en las estanterías de la sala Drummond, que está en el ala trasera oeste. A la izquierda, al final de la escalera -dijo con un vago gesto de la mano.