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– Gracias -respondí, encaminándome hacia la escalera.

– A menos, claro está, que estés buscando algo anterior al año pasado. En ese caso, los periódicos están en uno de los edificios exteriores. ¿Qué año necesitas exactamente?

– La verdad es que no lo sé -dije.

Un momento… ¡sí que lo sabía! ¿Qué era lo que había dicho el desconocido en el estudio de papá? «Twining… El viejo Cuppa lleva muerto…» ¿Cuánto? Oí perfectamente la voz empalagosa del desconocido en mi mente: «El viejo lleva treinta años muerto.»

– El año 1920 -dije, y me quedé tan pancha-. Me gustaría consultar los periódicos de 1920.

– Me temo que aún siguen en el cobertizo del foso…, a no ser, claro está, que se los hayan comido las ratas.

Lo dijo en un tono burlón mientras me contemplaba por encima de las gafas, como si esperara que al oír mencionar las ratas yo me llevara las manos a la cabeza y echara a correr como una loca.

– Ya los encontraré -repuse-. ¿Tiene la llave?

La señorita Mountjoy rebuscó en el cajón de su mesa y desenterró un aro de llaves de hierro que tenían aspecto de haber pertenecido en otros tiempos a los carceleros de Edmond Dantès en El conde de Montecristo. Las hice tintinear alegremente y salí por la puerta.

El cobertizo del foso era el edificio exterior más alejado del recinto principal de la biblioteca. Se tambaleaba peligrosamente en la orilla del río y, en realidad, no era más que un montón de tablones gastados y chapa ondulada medio oxidada, todo ello cubierto de musgo y enredaderas. En los buenos tiempos del salón de ventas de automóviles había sido el garaje en el que se cambiaba el aceite y los neumáticos a los coches, se lubricaban los ejes y se llevaban a cabo otros delicados ajustes en los bajos.

Desde entonces, sin embargo, el abandono y la erosión habían convertido el lugar en algo que más bien parecía la casucha de algún ermitaño que viviera en el bosque.

Hice girar la llave y la puerta se abrió de golpe con un herrumbroso lamento. Me adentré en la oscuridad, procurando rodear los laterales cortados a pico del profundo foso que, aunque estaba cubierto por pesadas planchas, seguía ocupando buena parte de la estancia.

El lugar en sí despedía un penetrante olor a almizcle con algún que otro toque de amoníaco, como si bajo los tablones de madera vivieran animalillos. La mitad de la pared más cercana a Cow Lane estaba ocupada por una puerta de fuelle, que en otros tiempos se recogía para que los automóviles pudieran entrar y aparcar sobre el foso. El cristal de las cuatro ventanas estaba pintado, por motivos incomprensibles para mí, de un horrendo color rojo a través del cual se colaba el sol, dándole a la estancia un aspecto sangriento y de lo más inquietante.

En las tres paredes restantes, sobresaliendo como si fueran literas, se alineaban las estanterías de madera, todas ellas repletas hasta los topes de periódicos amarillentos: The Hinley Chronicle, The West Counties Advertiser, The Morning Post-Horn… Estaban ordenados por año y clasificados gracias a etiquetas, medio descoloridas, escritas a mano.

No me costó mucho encontrar el año 1920. Bajé la pila de periódicos que estaba arriba de todo y me atraganté con la nube de polvo que salió volando directamente hacia mi cara, como si de una explosión en un molino de harina se tratara. Al suelo, cual copos de nieve, cayeron minúsculos fragmentos de periódico mordisqueado.

Baño y esponja de lufa esa noche, tanto si me gustaba como si no.

Divisé junto a una mugrienta ventana una pequeña mesa de madera de pino que me ofrecía la luz y el espacio suficientes para desplegar los periódicos, aunque tuviera que hacerlo de uno en uno.

Me llamó la atención The Morning Post-Horn, un tabloide cuya portada, igual que el Times of London, aparecía repleta de anuncios breves y consultorios sentimentales:

Perdido: paquete envuelto en papel marrón y atado con cordel de carnicería.

De gran valor sentimental para el afligido propietario. Se ofrece generosa recompensa.

Preguntar por «Smith» en The White Hart, Wolverston.

O este otro:

Querida mía: él nos observaba. El próximo jueves a la misma hora. Trae esteatita. Bruno.

Y entonces, de repente, ¡me acordé!: papá había estudiado en Greyminster y… ¿no estaba Greyminster cerca de Hinley? Devolví The Morning Post-Horn a su sepulcro y bajé la primera de las cuatro pilas que ocupaba The Hinley Chronicle.

El Chronicle era una publicación semanal y salía los viernes. El primer viernes de aquel año era el día de Año Nuevo, es decir, que el primer número se publicó el siguiente viernes: el 8 de enero de 1920.

Una tras otra, se sucedían las páginas que comentaban noticias relativas a las vacaciones: visitantes llegados del continente para pasar las fiestas navideñas, una reunión aplazada de las mujeres de la Cofradía del Altar, un «cerdo de buen tamaño» a la venta, la celebración del 26 de diciembre en The Grange, la rueda desaparecida del carro pesado de un cervecero… Las sesiones de los tribunales superiores constituían un macabro catálogo de robos, cacerías furtivas y agresiones en general.

Fui pasando más y más páginas mientras las manos se me iban quedando negras por culpa de una tinta que se había secado veinte años antes de que yo naciera. La llegada del verano trajo más visitantes del continente, días de mercado, ofertas de trabajo, campamentos para exploradores, dos ferias y varias obras previstas.

Al cabo de una hora empezaba a desesperarme. La gente que leía aquellas noticias debía de haber poseído una vista sobrehumana, dado lo terriblemente pequeña que era la letra. Si seguía leyendo mucho rato, me iba a entrar un espantoso dolor de cabeza.

Y entonces lo encontré:

Conocido profesor muere tras caer al vacío

En un trágico accidente ocurrido el lunes por la mañana, Grenville Twining, licenciado en Letras por la Universidad de Oxford, respetado latinista y director de una de las residencias de Greyminster School, cerca de Hinley, halló la muerte al precipitarse al vacío desde la torre del reloj de la Residencia Anson de Greyminster. Quienes presenciaron los hechos afirman que el accidente sufrido por Twining, de setenta y dos años, es «simplemente inexplicable».

«Trepó al parapeto, se recogió la toga y se despidió de nosotros con el saludo romano de la palma abajo. "Vale!", les gritó a los chicos que estaban en el patio interior -explicó Timothy Greene, alumno de secundaria en Greyminster-… y se precipitó al vacío.»

¿«Vale»? El corazón me dio un vuelco. Era la misma palabra que me había exhalado en plena cara el moribundo del jardín. «Adiós.» Difícilmente podía tratarse de una coincidencia, ¿verdad? Era demasiado raro. Tenía que haber alguna conexión entre ambas cosas, pero… ¿cuál?

¡Caray! Mi mente trabajaba a toda velocidad, pero no conseguía dar con la solución. El cobertizo del foso no era el lugar más indicado para hacer conjeturas, así que decidí que ya pensaría más tarde sobre el tema.

Seguí leyendo:

«Por la forma en que revoloteaba su toga, parecía un ángel que estuviera descendiendo», dijo Toby Lonsdale, un muchacho de mejillas arreboladas que estaba al borde de las lágrimas cuando sus compañeros se lo llevaron y que poco después se desmoronó muy cerca de allí.

Grenville Twining había sido interrogado recientemente por la policía en relación con un sello de correos desaparecido. El sello en cuestión era una rara variante, de incalculable valor, del tradicional Penny Black.

«No hay relación entre ambas cosas -dijo Isaac Kissing, director de Greyminster desde 1915-. No existe ninguna relación en absoluto. Todos los que conocían a Twining le tenían mucho respeto, e incluso me atrevería a decir que también un gran afecto.»