Las ruedas de Gladys estaban deshinchadas, el cambio reseco, y pedía a gritos un poco de aceite, pero gracias a la pequeña bomba que llevaba acoplada y al estuche negro de herramientas que colgaba detrás del asiento, Gladys era autosuficiente. Con la ayuda de Dogger no tardé en tenerla como nueva. En el kit de herramientas había encontrado un librito titulado Ciclismo para mujeres de todas las edades, de Prunella Stack, la presidenta de la Liga Femenina de Salud y Belleza. En la cubierta, escrito en tinta negra con hermosa y fluida caligrafía, se podía leer: «Harriet de Luce, Buckshaw.»
Había momentos en los que Harriet no sólo no había desaparecido, sino que estaba en todas partes.
Mientras volvía a casa a toda velocidad, pasando frente a las lápidas cubiertas de musgo del abarrotado camposanto de St. Tancred, atravesando estrechos y frondosos senderos y cruzando la calcárea High Road, para finalmente salir a campo abierto, dejé que fuera Gladys quien tomara el mando: pasamos raudas entre los setos mientras descendíamos vertiginosamente por pendientes y, durante todo ese tiempo, me imaginé que yo era el piloto de uno de los Spitfire que sólo cinco años antes habían pasado rozando aquellos mismos setos, como si fueran golondrinas, cuando descendían para aterrizar en Leathcote.
Había aprendido en el librito que si pedaleaba con la espalda bien recta, como había visto hacer en el cine a la señorita Gulch de El mago de Oz, si elegía distintos terrenos y respiraba profundamente, no sólo irradiaría salud igual que el faro de Eddystone irradiaba luz, sino que jamás me saldrían granos. Una información muy útil que no me había molestado en comunicarle a Ophelia.
¿Existiría un librito gemelo que se titulara Ciclismo para hombres de todas las edades, me pregunté? Y, en el caso de que así fuera, ¿lo habría escrito el presidente de la Liga Masculina de Salud y Apostura?
Me imaginé que yo era el niño que, sin duda, papá siempre había querido tener: un hijo al que pudiera llevar a Escocia a pescar salmones y cazar urogallos en los páramos, un hijo al que pudiera enviar a Canadá para jugar a hockey sobre hielo. No es que papá hiciera ninguna de esas cosas, pero me gustaba pensar que las habría hecho de haber tenido un hijo.
Mi segundo nombre habría sido Laurence, igual que papá, y cuando estuviéramos los dos solos me llamaría Larry. Qué tremenda decepción debía de haberse llevado papá al tener sólo niñas…
¿Había sido yo demasiado cruel con aquella bruja, la señorita Mountjoy? ¿Demasiado vengativa? Al fin y al cabo, la pobre no era más que una solterona inofensiva y solitaria. ¿Se habría mostrado más comprensivo con ella Harry de Luce?
– ¡Ni hablar! -grité al viento, y mientras Gladys y yo volábamos, canté:
Oomba-chukka! Oomba-chukka
Oomba-chukka-boom!
Pero no me creía uno de los malditos exploradores de lord Baden Powell más de lo que me creía el genio de la lámpara mágica.
Era yo. Era Flavia. Y me adoraba a mí misma, aunque nadie más me quisiera.
– ¡Salve, Flavia! ¡Viva Flavia! -grité mientras Gladys y yo cruzábamos las verjas Mulford a toda pastilla y enfilábamos la avenida de castaños que llevaba a Buckshaw.
Aquellas espléndidas verjas, con sus grifos rampantes y sus filigranas negras de hierro forjado, habían adornado en otros tiempos la propiedad vecina, Batchley, el hogar ancestral de los «indecentes Mulford». Un tal Brandwyn de Luce compró las puertas para Buckshaw allá por 1760 y, después de que un Mulford le birló la esposa, las desmontó y se las llevó a casa.
El cambio de la esposa por las verjas («Las mejores a este lado del paraíso», escribió Brandwyn en su diario) zanjó, al parecer, el asunto, pues los Mulford y los De Luce siguieron siendo buenos amigos y vecinos hasta que el último Mulford, Tobías, vendió la propiedad familiar en la época de la guerra civil estadounidense y se marchó a ese país para ayudar a sus primos, que luchaban en el bando confederado.
– Quiero hablar contigo, Flavia -dijo el inspector Hewitt, asomándose a la puerta principal. ¿Me había estado esperando? -Desde luego -respondí, gentilmente. -¿De dónde vienes? -¿Estoy detenida, inspector? Era una broma, y esperaba que la captara. -Es simple curiosidad. El inspector se sacó una pipa del bolsillo, la llenó y encendió una cerilla. Observé la llama mientras descendía a buen ritmo hacia los dedos cuadrados del inspector.
– He ido a la biblioteca -dije.
Hewitt encendió la pipa y con la boquilla señaló a Gladys.
– No veo ningún libro.
– Estaba cerrada.
– Ah -dijo.
Aquel hombre emanaba una calma irritante. Incluso en mitad de un caso de asesinato se mostraba tan tranquilo como si estuviera paseando por el parque.
– He hablado con Dogger -señaló y me fijé en que no me quitaba ojo de encima para analizar mi reacción.
– ¿Ah, sí? -dije, aunque en mi mente sonaba una sirena de alarma como la que suena en un submarino que se prepara para la inmersión.
«¡Cuidado! -pensé-. Mira por dónde caminas.» ¿Qué le habría contado Dogger? ¿Le habría hablado del desconocido del estudio? ¿De la discusión con papá? ¿De las amenazas?
Eso era lo malo de alguien como Dogger, que era capaz de desmoronarse sin motivo aparente. ¿Le habría contado al inspector lo del hombre del estudio? «¡Estúpido Dogger! ¡Estúpido!»
– Dice que lo despertaste a eso de las cuatro de la madrugada y le dijiste que había un cadáver en el jardín. ¿Es correcto?
Contuve un suspiro de alivio y a punto estuve de atragantarme. «¡Gracias, Dogger! ¡Que Dios te bendiga y te proteja y te ilumine con su luz! Mi fiel Dogger: sabía que podía contar contigo.»
– Sí -respondí-, es correcto.
– ¿Y qué ocurrió entonces?
– Bajamos y salimos al jardín por la puerta de la cocina. Le mostré el cadáver y él se arrodilló para tomarle el pulso.
– ¿Cómo lo hizo?
– Le puso la mano en el cuello…, debajo de la oreja.
– Ya -dijo el inspector-. ¿Y se lo encontró? El pulso, quiero decir.
– No.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Te lo dijo él?
– No -respondí.
– Ya -repitió el inspector-. ¿Y tú también te arrodillaste junto al cadáver?
– Es posible. No lo creo… La verdad es que no me acuerdo.
El inspector anotó algo. Aun sin verlo, supe lo que había escrito: Duda: 1. ¿Le dijo D. a F. que no había pulso? 2. ¿Vio a F. arrodillarse JC [Junto al Cadáver]?
– Es comprensible -dijo-. Supongo que para ti habrá sido muy impactante.
Rememoré la imagen del desconocido tendido en el jardín, bajo las primeras luces del amanecer: los pelillos que le crecían en la barbilla, los mechones de pelo rojo que la débil brisa de la mañana agitaba suavemente, la palidez, la pierna extendida, los dedos temblorosos, el último aliento… Y la palabra que me había espirado en plena cara: «Vale.»
¡Qué emocionante!
– Sí -dije-, ha sido espantoso.
Estaba claro que había superado la prueba. El inspector Hewitt había regresado a la cocina, donde los sargentos Woolmer y Graves estaban muy ocupados preparando el operativo bajo un aluvión de cotilleos y sándwiches de lechuga, todo ello procedente de la señora Mullet.
Cuando Ophelia y Daphne bajaron a comer, comprobé con decepción que la piel de Ophelia estaba más radiante de lo habitual. ¿Acaso no había surtido efecto mi brebaje? ¿Acaso había creado, por alguna extraña casualidad química, una milagrosa crema facial?
La señora Mullet, que iba de un lado para otro, refunfuñó al depositar sobre la mesa nuestros platos de sopa y nuestros sándwiches.