– Imagínate que ella quisiera verte pero que su padre no se lo permitiera. Imagínate que una de sus hermanas pequeñas pudiera ayudarte.
El buche rojo empezó a deshincharse y pensé que Ned iba a echarse a llorar.
– ¿Hablas en serio, Flavia?
– Muy en serio -respondí.
Ned me tendió sus dedos callosos y me dio un apretón de manos sorprendentemente gentil. Fue como estrecharle la mano a una piña.
– Dedos de amistad -dijo, significara lo que significase.
¿Dedos de amistad? ¿Acababa de recibir un apretón de manos secreto, exclusivo de alguna rústica hermandad que se reunía a luz de la luna en cementerios o en bosquecillos escondidos? ¿Me había convertido en adepta y, por tanto, se esperaba de mí que participara en repugnantes y sangrientos rituales celebrados a medianoche al amparo de los setos? La posibilidad se me antojaba interesante.
Ned me sonreía como si fuera la calavera de la bandera pirata, y aproveché la ventaja.
– Escúchame bien -le dije-. Primera lección: no dejar pájaros muertos ante el umbral de la amada. Eso sólo lo haría un gato en pleno cortejo.
Ned se quedó boquiabierto.
– He dejado flores alguna que otra vez con la esperanza de que ella se diera cuenta -dijo.
Aquello sí que era una novedad. Seguro que Ophelia se había llevado apresuradamente los ramos a su tocador para poder babear a gusto y, de paso, impedir que los demás habitantes de la casa los vieran.
– Pero… ¿pájaros muertos? -prosiguió-. Jamás. Tú me conoces, Flavia, sabes que yo nunca haría tal cosa.
Cuando me detuve unos instantes a reflexionar sobre la cuestión, me di cuenta de que tenía razón: sí, lo conocía, y sí, sabía que jamás haría tal cosa. Mi siguiente pregunta, sin embargo, fue pura suerte.
– ¿Sabe Mary Stoker que estás coladito por Ophelia?
Era una frase que había oído en el cine, en alguna película estadounidense -La rueda de la fortuna o Mujercitas-, y ésa era la primera oportunidad que se me presentaba de utilizarla. Igual que Daphne, yo también recordaba las palabras, pero sin necesidad de un libro de cuentas en el que anotarlas.
– ¿Qué tiene que ver Mary? Es la hija de Tully y punto.
– Venga ya, Ned -dije-. He visto el beso de esta mañana…, mientras pasaba casualmente por aquí.
– Necesitaba que la consolaran. No ha pasado nada más.
– ¿Por culpa de quien fuera que se le ha acercado por detrás?
Ned se puso en pie de un salto.
– ¡Condenada niña! -dijo-. Mary no quiere que se sepa.
– ¿Mientras cambiaba las sábanas?
– Eres el demonio, Flavia de Luce -rugió Ned-. ¡Aléjate de mí! ¡Vuelve a casa!
– Cuéntaselo, Ned -dijo una voz sosegada.
Al volverme, vi a Mary junto a la puerta.
Tenía una mano apoyada en la jamba de la puerta y con la otra se cogía el cuello de la blusa, como Tess de los d'Urberville. Al verla de cerca me di cuenta de que tenía las manos en carne viva y de que era bizca.
– Cuéntaselo -repitió-. En el fondo, a ti te da lo mismo, ¿verdad?
Percibí al instante que yo no le caía bien. Es una triste realidad de la vida: una chica es capaz de saber al instante si le cae bien o no a otra chica. Feely dice que entre hombres y mujeres hay una especie de línea telefónica cortada y que es imposible saber quién ha colgado. Con un chico, una nunca sabe si él está locamente enamorado o si lo que siente es más bien asco, pero con una chica se sabe en menos de tres segundos. Entre chicas existe una especie de flujo eterno e invisible de señales, como los mensajes de radio de alta frecuencia entre tierra firme y los barcos en alta mar. Y ese flujo de puntos y rayas indicaba que Mary me detestaba.
– ¡Vamos, cuéntaselo! -gritó Mary.
Ned tragó saliva con dificultad y abrió la boca, pero no le salió ninguna palabra.
– Eres Flavia de Luce, ¿verdad? -dijo-. De esa familia de raritos que vive en Buckshaw, ¿no?
Me lo dijo igual que si me estuviera arrojando un pastel en plena cara. Asentí aturdida, como si fuera la ingrata hija del señorito, engendrada por endogamia y necesitada de un poco de cariño. «Es mejor seguirle el juego», pensé.
– Ven conmigo -dijo Mary, haciéndome una seña-. Date prisa… y estate calladita.
La seguí al interior de una oscura despensa de piedra y luego hasta una escalera de madera que subía en vertiginosa espiral hasta el piso superior. Al llegar arriba salimos a lo que en otros tiempos debió de ser un ropero: un armario alto y cuadrado equipado ahora con estantes en los que se guardaban productos químicos de limpieza, jabones y ceras. En un rincón se amontonaban de cualquier manera fregonas y escobas, todo ello impregnado de un abrumador olor a ácido fénico.
– ¡Chis! -dijo, pellizcándome el brazo con furia.
Oímos unos pasos pesados que se acercaban, subiendo por la misma escalera que habíamos subido nosotras. Nos apretujamos en un rincón, con cuidado de no tirar al suelo las fregonas.
– Sí, seguro que un caballo de Cotswold se llevará algún día el premio… ¡cuando las ranas críen pelo! Si yo fuera usted, probaría suerte con Seastar y no haría ni caso de los pronósticos de esos fanfarrones de Londres, que no tienen ni la más remota idea.
Era Tully, que intercambiaba con alguien información confidencial sobre carreras de caballos, pero a un volumen tan alto que sin duda lo oían hasta en Epsom Downs. La otra voz murmuró algo que terminó en «¡Vaya, vaya!», al tiempo que el sonido de los pasos de ambos se iba perdiendo en el laberinto de pasadizos revestidos de madera.
– No, por aquí -bisbiseó Mary, tirándome del brazo.
Doblamos la esquina y salimos a un estrecho corredor. Mary sacó unas cuantas llaves del bolsillo, abrió en silencio la última puerta de la izquierda y entramos.
Nos hallábamos en una estancia que probablemente no había cambiado mucho desde que la reina Isabel había visitado Bishop's Lacey en 1592, durante una de sus giras veraniegas. Los primeros detalles en los que me fijé fueron las vigas de madera del techo, los paneles de yeso, la minúscula ventana de cristales emplomados que permanecía entreabierta para que corriera el aire y las anchas tablas de madera del suelo, que subían y bajaban como el oleaje del mar.
Junto a una pared se hallaba una mesa de madera bastante estropeada. Bajo una de las patas descubrí una guía de horarios de trenes (de octubre de 1946), cuya misión era impedir que la mesa se tambaleara. Sobre el mueble descansaban un jarro y un aguamanil de porcelana de Staffordshire que no combinaban en absoluto, un peine, un cepillo y un pequeño maletín de piel. En un rincón, junto a la ventana abierta, se hallaba el único equipaje: un baúl de camarote, de los baratos, de fibra vulcanizada empapelado con adhesivos de colores. Junto al baúl había una silla de respaldo recto a la que le faltaba un travesaño. Al otro lado de la habitación se hallaba el armario de madera, que parecía sacado de un mercadillo de beneficencia, y la cama.
– Y esto es todo -dijo Mary.
Mientras ella echaba el cerrojo, me volví para mirarla de cerca por primera vez. A la luz grisácea y turbia que se colaba por los cristales sucios de hollín me pareció más vieja y más frágil que la muchacha con las manos en carne viva que acababa de ver en el patio, a la luz radiante del sol.
– Imagino que nunca habías estado en una habitación tan pequeña, ¿verdad? -dijo en tono burlón-. A vosotros, los que vivís en Buckshaw, de vez en cuando os gusta dar una vueltecita por el manicomio, ¿no es así? Para vernos a nosotros, los chiflados que vivimos en jaulas, y echarnos una galletita.
– No sé de qué hablas -le dije.
Mary se volvió hacia mí, de forma que recibí en pleno rostro toda la fuerza de su mirada hostil.