Levanté la tarta y abrí la boca, fingiendo que me la iba a zampar.
– ¡Flavia!
Me detuve, con la carga a punto de desmoronarse a medio camino de mi boca abierta.
– ¿Qué?
– Oh, cómo eres -dijo Mary-. Déjalo ya. Lo voy a tirar.
Algo me dijo que no era buena idea. Y algo más me dijo que la desmigajada tarta era una prueba que debía permanecer intacta hasta que la encontraran el inspector Hewitt y los dos sargentos. Reflexioné unos instantes sobre la cuestión.
– ¿Tienes un poco de papel? -le pregunté a Mary.
Mary sacudió la cabeza de un lado a otro. Abrí el armario y, poniéndome de puntillas, tanteé el estante superior con la mano. Tal y como sospechaba, descubrí una hoja de papel de periódico, que hacía las veces de improvisado forro del estante. «¡Dios te bendiga, Tully Stoker!»
Con cuidado de no romperlos, coloqué sobre la hoja del Daily Mail los trozos más grandes de la tarta y doblé el papel hasta convertirlo en un paquetito que me guardé en el bolsillo. Mary siguió mis movimientos con inquietud, pero no pronunció palabra.
– Pruebas de laboratorio -dije en tono misterioso.
Si he de ser sincera, aún no tenía ni la más remota idea de lo que iba a hacer con aquella asquerosidad. Ya lo pensaría más tarde, pues lo que me interesaba en ese momento era demostrarle a Mary quién tenía el control de la situación.
Mientras dejaba la papelera en el suelo, me sobresaltó el leve movimiento que percibí en el fondo. No me cuesta admitir que se me revolvió el estómago. ¿Qué había allí abajo? ¿Gusanos? ¿Una rata? Imposible: algo de ese tamaño no me habría pasado desapercibido.
Eché un cauteloso vistazo al interior y, sí, efectivamente: algo se estaba moviendo en el fondo de la papelera. ¡Una pluma! Y se movía con suavidad, de forma casi imperceptible, hacia un lado y hacia otro, impulsada por las corrientes de aire de la habitación. Se movía igual que una hoja seca en un árbol… igual que el pelo rojo del desconocido muerto se había movido con la brisa de la mañana.
¿De verdad había muerto esa mañana? Tenía la sensación de que había transcurrido una eternidad desde el desagradable momento en el jardín. «¿Desagradable? ¡Qué mentirosa eres, Flavia!»
Mary me observó aterrada mientras metía de nuevo la mano en la papelera y sacaba la pluma, que tenía un pedazo de masa ensartado en el cálamo.
– ¿Ves esto? -dije, mostrándole la pluma. Mary retrocedió igual que supuestamente hace Drácula cuando se lo amenaza con un crucifijo-. Si la pluma hubiera caído sobre los restos de tarta de la papelera, no se habría quedado clavada. Veinticuatro mirlos -recité, como dice una antigua canción infantil- asados en un pastel. ¿Lo entiendes?
– ¿Tú crees? -preguntó Mary con unos ojos como platos.
– Has dado en el blanco, Sherlock -dije-. El relleno de esta tarta era un pájaro, y creo que sé exactamente qué clase de pájaro.
Le acerqué de nuevo la pluma.
– Es un exquisito plato para obsequiar al rey -dije, prosiguiendo con la canción, y en esta ocasión Mary me sonrió.
Lo mismo haría con el inspector Hewitt, pensé mientras me guardaba los hallazgos en el bolsillo. ¡Sí! Resolvería el caso y después se lo obsequiaría adornado con alegres cintas de colores. «No hace falta que vuelvas a salir», me había dicho el muy bruto en el jardín. ¡Qué cara tan dura! Bueno, pues se iba a enterar.
Algo me decía que la clave era Noruega. Ned no había estado en Noruega y, además, me había jurado que él no había dejado la agachadiza ante el umbral de nuestra puerta. Y yo lo creía, así que Ned estaba descartado…, al menos de momento.
El desconocido había llegado desde Noruega y era él mismo quien lo había dicho. Figuradamente, claro. Ergo (que significa «por tanto»), el desconocido podía haber traído consigo la agachadiza.
En una tarta.
¡Sí! ¡Eso tenía sentido! ¿Qué mejor forma que pasar un pájaro muerto ante las mismísimas narices de un exigente inspector de aduanas del gobierno de su majestad?
Un paso más y tendríamos la victoria asegurada: dado que no podía preguntarle al inspector cómo sabía lo de Noruega, ni tampoco al desconocido (obvio, dado que estaba muerto), ¿quién quedaba, entonces?
Y en ese instante lo vi todo muy claro, lo vi todo a mis pies igual que se ven las cosas desde la cima de una montaña, igual que Harriet debió de…
Igual que un águila ve a su presa.
Me felicité con entusiasmo. Si el desconocido había llegado desde Noruega, había dejado un pájaro muerto frente al umbral de nuestra puerta antes de la hora del desayuno y luego se había presentado en el estudio de papá hacia la medianoche, entonces era lógico pensar que se hospedara no muy lejos de allí. En algún sitio desde el que pudiera llegar a pie hasta Buckshaw. Algún sitio que muy bien podría ser la habitación del Trece Patos en la que yo me hallaba en ese preciso instante.
Estaba completamente segura: el cadáver que había aparecido entre los pepinos era el del señor Sanders. No me cabía ninguna duda.
– ¡Mary!
Era otra vez Tully, que bramaba como un toro. Y, al parecer, en esta ocasión se hallaba justo al otro lado de la puerta.
– ¡Ya voy, papá! -gritó Mary mientras cogía la papelera-. Lárgate de aquí -me susurró-. Espera cinco minutos y luego baja por la escalera de atrás, por el mismo sitio por donde hemos subido.
Desapareció y, un segundo más tarde, la oí diciéndole a Tully en el corredor que estaba limpiando otra vez la papelera porque alguien la había llenado de porquería.
– No querrás que alguien se muera por haber cogido unos gérmenes en el Trece Patos, ¿verdad, papá?
Aprendía rápido.
Mientras esperaba, le eché otro vistazo al baúl de camarote. Pasé los dedos sobre los adhesivos de colores, tratando de imaginar hasta dónde había llegado el baúl en sus viajes y qué había hecho el señor Sanders en cada una de aquellas ciudades: París, Roma, Estocolmo, Amsterdam, Copenhague, Stavanger… La etiqueta de París era roja, blanca y azul, lo mismo que la de Stavanger.
Me pregunté si Stavanger también estaría en Francia. No sonaba muy francés, a menos, claro está, que se pronunciase «stavonyé», como «yeyé». Toqué la etiqueta y se arrugó bajo mis dedos o, mejor dicho, se onduló como el agua que corta la proa de un barco. Repetí la prueba en otros adhesivos, pero todos estaban perfectamente pegados y tan lisos como la etiqueta de un frasco de cianuro.
Regresé a Stavanger. La pegatina parecía algo más abultada que las otras, como si tuviera algo debajo.
La sangre me borboteaba en las venas igual que el agua en un caz de molino. Abrí de nuevo el baúl y cogí la maquinilla de afeitar del cajón. Mientras extraía la hoja, pensé en lo afortunadas que éramos las mujeres -a excepción de alguna que otra persona como la señorita Pickery de la biblioteca- al no tener necesidad de afeitarnos. Ya era bastante duro ser mujer, sólo faltaría que encima tuviéramos que cargar a todas partes con todo ese instrumental.
Sujeté cuidadosamente la hoja con el pulgar y el índice (tras el incidente con el cristal, se me había sermoneado a voz en cuello sobre los peligros de los objetos cortantes), hice un pequeño corte en la parte inferior de la pegatina, procurando cortar exactamente por una línea decorativa, azul y roja, que iba casi de una punta a otra del papel.
Cuando levanté un poco el adhesivo por la incisión con la punta roma de la hoja de afeitar, cayó algo, que se precipitó al suelo con un leve crujido de papel. Era un sobrecito de papel siliconado, muy parecido a los que había visto entre el instrumental del sargento Graves. Dado que era semitransparente, advertí que en su interior había algo, algo cuadrado y opaco. Abrí el sobre y le di un golpecito con el dedo hasta que cayó algo sobre la palma de mi mano. De hecho, fueron dos cosas las que cayeron.