– Me parece que te has metido en un lío -dijo, cerrando de golpe la tapa del piano-. ¿Dónde has estado todo el día?
– ¿Y a ti qué te importa? -repliqué-. No trabajo para ti.
– Todo el mundo te estaba buscando. Daffy y yo les hemos dicho que te habías escapado de casa, pero por lo que veo no hemos tenido esa puñetera suerte.
– Hay que ser muy puñetera y maleducada para decir «puñetera», Feely. No debes hablar así. Y no hinches de ese modo los carrillos, que pareces una pera enfadada. ¿Dónde está papá?
Como si no lo supiera.
– No ha asomado la nariz en todo el día -dijo Daffy-. ¿Creéis que está preocupado por lo que ha pasado esta mañana?
– ¿Por lo del cadáver en el jardín? No, yo diría que no… Él no tiene nada que ver, ¿verdad?
– Eso creo yo también -dijo Feely, levantando de nuevo la tapa del piano y, tras echarse el cabello hacia atrás, se zambulló en la primera de las Variaciones Goldberg de Bach.
Era muy lenta, pero también maravillosa, aunque, a mi entender, Bach no le llegaba a Pietro Domenico Paradisi ni a la suela de los zapatos. Ni en su mejor época.
¡Y entonces me acordé de Gladys! La había dejado en el Trece Patos, donde cualquiera podía verla. Si la policía aún no había estado allí, desde luego no tardaría mucho. Me pregunté si en esos momentos ya habrían obligado a Ned y a Mary a contar lo de mi visita. Pero de haber sido así, reflexioné, ¿acaso no se habría personado ya el inspector Hewitt en Buckshaw para leerme la cartilla?
Cinco minutos más tarde, y por tercera vez en un mismo día, me dirigí a Bishop's Lacey…, pero en esta ocasión a pie.
Manteniéndome pegada a los setos y tratando de ocultarme entre los árboles cada vez que oía acercarse un vehículo, conseguí llegar, aunque siguiendo una ruta algo tortuosa, al extremo más alejado de High Street, que, como era habitual a esas horas del día, estaba sumido en su acostumbrado sopor.
Atajé camino a través del jardín ornamental de la señorita Bewdley (nenúfares, cigüeñas de piedra, peces de colores y una pasarela barnizada de rojo) y no tardé en llegar al muro de ladrillos que bordeaba el patio interior del Trece Patos, donde me agazapé para escuchar. A no ser que alguien la hubiera tocado, Gladys estaba justamente al otro lado.
A excepción del murmullo de un tractor lejano, no se oía nada. Y justo cuando estaba a punto de atreverme a echar un vistazo por encima del muro, oí voces. O, para ser más exactos, oí una voz, que era la de Tully. Creo que la habría oído incluso aunque hubiera estado en Buckshaw con unos tapones en los oídos.
– Jamás en mi vida había visto a ese tipo, inspector. Me atrevería a decir que era la primera vez que se dejaba caer por Bishop's Lacey. Si hubiera estado aquí antes, me acordaría, porque el apellido de soltera de mi difunta esposa, que en paz descanse, era Sanders, y le aseguro que me habría dado cuenta si alguien con ese nombre hubiera firmado el registro. No, ni siquiera estuvo aquí fuera, en el patio. Entró por la puerta principal y fue directamente a su habitación. Si hay pistas, allí es donde las encontrará usted. O en el bar. Estuvo un buen rato en el bar: pidió una pinta mitad rubia y mitad negra, se la bebió de un trago y se largó sin dejar propina.
¡Así que la policía ya lo sabía! Noté los nervios que burbujeaban en mi interior como una cerveza de jengibre, pero no porque los policías hubieran identificado a la víctima, sino porque yo les había ganado con una mano atada a la espalda.
Permití que una sonrisa petulante me iluminara el rostro.
Cuando las voces se alejaron, eché un vistazo por encima del muro a través de una pantalla de enredaderas. El patio de la posada estaba vacío, así que salté el muro, cogí a Gladys y la empujé sigilosamente hasta la desierta High Street. Bajé como una bala por Cow Lane y deshice el camino que había hecho por la mañana: rodeé la biblioteca por la parte de atrás, pasé frente al Trece Patos y recorrí el pedregoso camino de sirga junto al río hasta salir a Shoe Street, pasar frente a la iglesia y finalmente llegar a los campos.
Brinca que te brinca, Gladys y yo cruzamos los campos. Me alegraba disfrutar de su compañía.
Oh the moon shone bright on Mrs Porter
And on her daughter
They wash their feet in soda water. [2]
Era una canción que me había enseñado Daffy, pero sólo después de arrancarme la promesa de que jamás la cantaría en Buckshaw. Parecía una canción más adecuada para cantarla al aire libre, y aquélla era la oportunidad perfecta.
Dogger me esperaba frente a la puerta.
– Tengo que hablar con usted, señorita Flavia -dijo, y percibí nerviosismo en su mirada.
– De acuerdo -asentí-. ¿Dónde?
– En el invernadero -respondió él, haciendo un gesto con el pulgar.
Lo seguí por el lado este de la casa, a través de la puerta verde situada en el muro del jardín de la cocina. Una vez en el invernadero, era prácticamente como estar en África, pues nadie excepto Dogger ponía jamás allí los pies.
En el interior, los cristales del techo, levantados para que corriera un poco de aire, reflejaban la luz del sol de la tarde y la proyectaban hacia donde nos hallábamos nosotros, entre banquillos de jardinero y mangueras de gutapercha.
– ¿Qué hay de nuevo, Dogger? -pregunté en un tono jovial, imitando un poco, pero sin pasarme, a Bugs Bunny.
– La policía -dijo-. Necesito saber qué les ha contado usted acerca de…
– Yo he pensado exactamente lo mismo -respondí-. Usted primero.
– Bueno, el inspector ese… Hewitt. Me ha hecho unas cuantas preguntas acerca de esta mañana.
– Y a mí -dije-. ¿Qué le ha contado?
– Lo siento, señorita Flavia, pero he tenido que decirle que, de madrugada, cuando encontró usted el cuerpo, vino a despertarme y que yo la acompañé al jardín.
– Eso el inspector ya lo sabía.
Dogger arqueó las cejas, que semejaron las alas de una gaviota en pleno vuelo.
– ¿Ah, sí?
– Pues claro. Se lo he dicho yo.
Dogger dejó escapar un largo y débil silbido.
– Entonces… ¿no le ha contado usted nada de… la discusión… en el estudio?
– ¡Pues claro que no, Dogger! ¿Por quién me ha tomado?
– Jamás debe contarle a nadie ni una palabra de eso, señorita Flavia. ¡Jamás!
Bueno, eso ya era harina de otro costal, pues Dogger me estaba pidiendo que conspirara con él para ocultarle información a la policía. ¿A quién estaba protegiendo? ¿A papá? ¿A sí mismo? ¿O tal vez a mí?
Eran preguntas que no podía formularme directamente, así que se me ocurrió probar una táctica distinta.
– Pues claro que guardaré silencio -dije-, pero… ¿por qué?
Dogger cogió una paleta y empezó a meter tierra negra en un tiesto. No me miró, pero tenía las mandíbulas apretadas formando un ángulo muy particular, lo que me daba a entender que había tomado una firme decisión.
– Hay cosas -dijo al fin- que deben saberse. Y también hay cosas que no deben saberse.
– ¿Por ejemplo? -me atreví a decir.
Dogger suavizó la expresión y casi me sonrió.
– Largo de aquí.
En mi laboratorio, saqué del bolsillo el paquetito envuelto en papel y lo abrí con mucho cuidado. Se me escapó un lamento de decepción: después de tanto pedalear y escalar muros, las pruebas habían quedado reducidas a poco más que unas cuantas partículas de tarta.
– ¡Miseria! -exclamé, sin poder evitar una sonrisa de satisfacción ante lo apropiado de la palabra-. ¿Y ahora qué hago?
Con mucho cuidado, guardé la pluma en un sobre y lo dejé en un cajón, entre cartas que habían pertenecido a Tar de Luce, escritas y contestadas más o menos cuando Harriet tenía mi edad. A nadie se le ocurriría mirar allí y, además, el mejor lugar para esconder una expresión acongojada es el escenario de una ópera, como había dicho Daffy en una ocasión.