A pesar de su aspecto mutilado, la tarta me recordó que no había comido nada en todo el día. Debido a cierta ley arcaica de Buckshaw, todos los días la señora Mullet preparaba la cena a mediodía y nos la comíamos recalentada en el horno a las nueve en punto de la noche.
Tenía tanta hambre que hasta me hubiera comido un…, bueno, hasta me hubiera comido un trozo de la repugnante tarta de crema de la señora Mullet. Curioso, ¿no? Justo después de que papá se hubo desmayado, la señora Mullet me preguntó si me había gustado la tarta de crema…, pero en realidad yo no la había probado.
Cuando había pasado por la cocina a las cuatro de la madrugada -justo antes de tropezarme con el cadáver que yacía entre las matas de pepinos-, la tarta estaba en el alféizar, donde la señora Mullet la había puesto a enfriar. Y le faltaba un pedazo.
¡Es cierto! ¡Le faltaba un pedazo!
¿Quién podía habérselo comido? Recordé que ya entonces me había formulado esa misma pregunta. No podían haber sido ni papá, ni Daffy ni Feely, pues antes se comerían una tostada de paté de gusanos que la lamentable tarta de crema.
Y Dogger tampoco podía haber sido, pues no era de los que se comen los dulces sin pedir permiso. Y si la señora Mullet se lo hubiera dado, entonces no me habría preguntado a mí si me había gustado, ¿verdad?
Bajé y me dirigí a la cocina. La tarta ya no estaba. La guillotina de la ventana seguía levantada, tal y como la había dejado la señora Mullet. ¿Se habría llevado ella el resto de la tarta a casa para que se la comiera su esposo, Alf?
«Podría llamarla por teléfono para preguntárselo», pensé, pero luego recordé las restricciones que había impuesto mi padre en cuanto al uso del teléfono.
Papá pertenecía a una generación que despreciaba «ese instrumento», como él lo llamaba. Siempre se sentía incómodo con ese artilugio y sólo bajo circunstancias extremas era posible obligarlo a utilizarlo. Ophelia me había contado en una ocasión que incluso cuando se conoció la noticia de la muerte de Harriet tuvieron que comunicársela por telegrama porque papá se negaba a creer todo lo que no viera por escrito. Utilizar el teléfono de Buckshaw sólo estaba permitido en caso de incendio o urgencia médica. Cualquier otro uso del «instrumento» requería el permiso especial de papá, norma que nos habían inculcado desde que empezamos a dar nuestros primeros pasos.
No, tendría que esperar hasta el día siguiente para interrogar a la señora Mullet acerca de la tarta.
Cogí una hogaza de pan de la despensa y corté una gruesa rebanada. La unté con mantequilla y luego coloqué encima una gruesa capa de azúcar moreno. La doblé dos veces por la mitad, presionando en cada ocasión con la palma de la mano, y después la metí en el horno caliente. La dejé allí el tiempo que tardé en cantar tres estrofas de If I Knew You Were Coming, I'd've Baked a Cake? [3]
No era un auténtico bollo de Chelsea, pero tendría que conformarme.
Diez
Aunque los De Luce éramos católicos desde que las carreras de cuadrigas estaban de moda, eso no nos impedía a asistir a St. Tancred, la única iglesia de Bishop's Lacey y bastión donde los haya de la Iglesia anglicana.
Los motivos de nuestra asistencia eran diversos: en primer lugar, que nos quedaba muy cerca; y, en segundo, el hecho de que tanto mi padre como el vicario habían estudiado en Greyminster, aunque no en la misma época. Además, nos había dicho papá en una ocasión, la consagración era imborrable, como un tatuaje: St. Tancred, dijo, había sido una iglesia católica antes de la Reforma, y para él seguía siéndolo.
Por tanto, todos los domingos por la mañana sin excepción cruzábamos los campos como una fila de patos: abría el paso papá, que de vez en cuando apartaba la vegetación con su bastón de Malaca, y lo seguíamos Feely, Daffy y yo, en ese orden. En la retaguardia iba Dogger, vestido con el traje de los domingos.
En St. Tancred nadie nos prestaba la más mínima atención. Años atrás, los anglicanos habían protestado tímidamente, pero gracias a una oportuna contribución de mi padre al fondo para la restauración del órgano, la sangre no había llegado al río. «Puede usted decirles que a lo mejor no rezamos con ellos -le había dicho mi padre al vicario-, pero que al menos no rezamos descaradamente contra ellos.»
En una ocasión, cuando Feely perdió la calma e intentó agarrarse al comulgatorio, papá se negó a dirigirle la palabra hasta el domingo siguiente. Desde aquel día, si Feely se atrevía aunque fuera únicamente a mover los pies en la iglesia, papá murmuraba: «Cuidado, jovencita.» Ni siquiera le hacía falta mirarla: el perfil de papá, que era igual que el del abanderado de alguna legión romana especialmente ascética, bastaba para que nos estuviéramos quietecitas, al menos en público.
Al mirar a Feely, que estaba arrodillada con los ojos cerrados y las yemas de los dedos unidas, apuntando hacia el cielo mientras pronunciaba en silencio devotas palabras, tuve que pellizcarme para recordar que estaba sentada junto al mismísimo diablo.
La congregación de St. Tancred no había tardado en acostumbrarse a nuestra presencia y a nuestra devoción, y lo cierto es que en general disfrutábamos de la caridad cristiana…, excepto aquella vez en que Daffy le dijo al organista, el señor Denning, que Harriet nos había inculcado su firme convicción de que la historia del Diluvio Universal que aparecía en el Génesis tenía su origen en el recuerdo colectivo de la comunidad gatuna, especialmente en el ahogamiento de gatitos.
Ese comentario había causado cierto revuelo, pero papá había zanjado el tema con una generosa donación al fondo para reparar el tejado…, suma que había descontado de la paga de Daffy. «Puesto que de todas formas tampoco tengo paga -había dicho Daffy-, nadie sale perdiendo. De hecho, es un buen castigo.»
Escuché, impertérrita, mientras la congregación recitaba la oración de confesión general.
– Hemos dejado de hacer lo que deberíamos haber hecho, y hemos hecho lo que no debíamos hacer.
De inmediato me vinieron a la mente las palabras de Dogger: «Hay cosas que deben saberse. Y también hay cosas que no deben saberse.»
Me volví para mirarlo: tenía los ojos cerrados y movía los labios en silencio. Lo mismo que papá.
Dado que era el domingo de la Santísima Trinidad, nos obsequiaron con un alegre e inusual pasaje del Apocalipsis, que hablaba de sardónices, de un arco iris que rodeaba un trono, de un mar de vidrio semejante al cristal y de cuatro vivientes llenos de ojos por delante y por detrás, lo que no dejaba de resultar inquietante.
Yo tenía mi propia opinión acerca del verdadero significado de aquella referencia claramente alquimista, pero dado que la reservaba para la tesis de mi doctorado, no la había compartido con nadie. Y aunque nosotros, los De Luce, jugáramos en el equipo visitante, por así decirlo, no podía evitar envidiar a los anglicanos las maravillas de su Libro de oración común.
Los vitrales también eran maravillosos. Sobre el altar, el sol de la mañana se colaba por tres ventanas cuyas vidrieras de colores las habían producido en la Edad Media artesanos del vidrio, medio vagabundos, que vivían y parrandeaban en la linde del bosque de Ovenhood, los tímidos vestigios del cual aún bordeaban Buckshaw por el este.
En el panel de la izquierda, Jonás salía de la boca de la ballena: la imagen reflejaba el momento en que Jonás contemplaba a la bestia por encima del hombro con una mirada de indignación. Recordaba haber leído, en el folleto que solían dar en el porche de la iglesia, que las escamas blancas de la criatura eran el resultado de haber cocido el vidrio con estaño, mientras que la piel de Jonás era marrón gracias a las sales de hierro férrico (que, curiosamente -al menos para mí-, es también el antídoto para los casos de envenenamiento por arsénico).