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¿Y eso qué significaba? Que si el desconocido había sido víctima de un ataque violento, el ataque debía de haberse producido en otro sitio, lo bastante lejos como para que yo no lo oyera. Si lo habían atacado en el mismo lugar donde yo lo había encontrado, entonces el asesino tenía que haber utilizado un método silencioso: silencioso y lento, dado que al hombre aún le quedaba un rastro de vida, si bien pequeñísimo, cuando yo lo había encontrado.

«Vale», había dicho el moribundo, pero… ¿por qué iba a querer despedirse de mí? Era la misma palabra que había pronunciado el señor Twining antes de precipitarse al vacío, pero… ¿qué conexión existía entre una y otra cosa? ¿Acaso el hombre del huerto de pepinos quería relacionar su propia muerte con la del señor Twining? ¿Había estado presente en el momento en que Twining saltaba? ¿Había participado en aquel asunto?

Tenía que pensar…, y pensar alejada de toda distracción. La cochera quedaba descartada, puesto que ahora ya sabía que, en momentos críticos, corría el riesgo de encontrarme a papá sentado en el Phantom de Harriet. O sea, que sólo me quedaba el disparate arquitectónico.

En el lado sur de Buckshaw, en una isla artificial situada en un lago artificial, había unas ruinas artificiales, en cuyas sombras se alzaba un pequeño templo griego de mármol, cubierto de líquenes. Estaba completamente abandonado e infestado de ortigas, pero en otros tiempos había sido una de las maravillas de Inglaterra: se trataba de una pequeña cúpula que se sostenía sobre cuatro columnas tan esbeltas como hermosas y que, desde luego, podría haber sido un quiosco de música digno del monte Parnaso. En el siglo XVIII, incontables miembros de la familia De Luce habían llevado a sus invitados al disparate arquitectónico en alegres barcazas decoradas con flores, donde comían al aire libre a base de fiambres y pastelillos, y contemplaban a través de espejos burlones al ermitaño a sueldo que a su vez los observaba perplejo y bostezaba en el umbral de su caverna cubierta de hiedra.

La isla, el lago y el disparate arquitectónico eran obra del arquitecto paisajista Capability Brown (aunque esa atribución había sido puesta en tela de juicio más de una vez en las páginas de la publicación trimestral Notes and Queries, que papá leía con avidez aunque sólo cuando aparecían temas de interés filatélico). En la biblioteca de Buckshaw aún se conservaba una enorme carpeta de cuero rojo que contenía varios dibujos originales del paisajista, todos ellos firmados. Dichos dibujos provocaron un comentario irónico en papá: «Que sean esos hombres tan inteligentes los que habiten en sus propios disparates arquitectónicos». [4]

Según una tradición familiar, había sido durante una comida campestre en el disparate arquitectónico de Buckshaw cuando John Montague, cuarto conde de Sandwich, había inventado el tentempié que llevaba su nombre: al parecer, colocó una tira de carne fría de urogallo entre dos rebanadas de pan mientras jugaba una partida de naipes con Cornelius de Luce. «Maldita historia», había dicho papá.

Tras cruzar a pie el lago, pues apenas había un palmo de agua, me senté en los escalones del templo con las piernas dobladas y la barbilla apoyada en las rodillas.

En primer lugar, estaba la tarta de crema de la señora Mullet. ¿Adonde había ido a parar?

Dejé que mi mente regresara a las primeras horas del sábado por la mañana: me recordé a mí misma bajando la escalera, cruzando el vestíbulo en dirección a la cocina y… sí, la tarta estaba en el alféizar de la ventana. Y alguien había cortado un pedazo.

Más tarde, la señora Mullet me había preguntado si me había gustado la tarta. «¿Por qué a mí? -pensé-. ¿Por qué no se lo preguntó a Feely o a Daffy?»

De repente, fue como el estallido de un trueno: se la había comido el muerto. Sí. ¡Todo encajaba!

Resulta que un hombre diabético había realizado un largo viaje desde Noruega y había traído una agachadiza chica oculta en una tarta. Yo misma había encontrado los restos de esa tarta, además de una reveladora pluma, en el Trece Patos. El pájaro muerto había sido depositado ante el umbral de nuestra puerta. Sin haber comido nada -aunque, según Tully Stoker, se había tomado una copa en el bar-, el desconocido se había dirigido a Buckshaw el viernes por la noche, había discutido con papá y, cuando se marchaba, había salido por la cocina y se había servido un trozo de la tarta de crema de la señora Mullet. La tarta lo había tumbado antes de que consiguiera llegar al huerto de pepinos.

¿Existía algún veneno que actuara tan rápidamente? Repasé las opciones más probables. El cianuro actuaba en cuestión de minutos: primero se ponía azul la cara y, después, casi de inmediato, la víctima moría por asfixia. Dejaba, además, un olor a almendras amargas. Pero no, el principal argumento en contra del cianuro era que, en caso de que lo hubieran utilizado, el hombre habría muerto antes de que yo lo encontrara. (He de admitir, sin embargo, que siento debilidad por el cianuro: cuando se trata de rapidez, figura entre los primeros de la lista. Si los venenos fueran ponis, no dudaría en apostar por Cianuro.)

Pero… ¿el olor que había percibido en el último aliento de la víctima era de almendras amargas? No me acordaba.

Luego estaba el curare, que asimismo producía un efecto casi inmediato. Como en el caso del cianuro, la víctima también moría por asfixia a los pocos minutos. Sin embargo, el curare no mataba si se ingería: para que resultara letal debía inyectarse. Además… ¿había alguien en toda la campiña inglesa -aparte de mí, claro- que tuviera curare a mano?

¿Y el tabaco? Recordé que si se dejaban unas cuantas hojas de tabaco en una jarra de agua al sol durante varios días, se evaporaban hasta convertirse en una especie de resina negra y espesa, similar a la melaza pero capaz de producir la muerte en cuestión de segundos. La nicotina, sin embargo, se cultivaba en América y era prácticamente imposible encontrar hojas frescas en Inglaterra, por no hablar ya de Noruega.

Pregunta: ¿Es posible que las colillas, los puros o el tabaco de pipa produzcan un veneno igual de tóxico?

Dado que en Buckshaw no fumaba nadie, no me iba a quedar más remedio que procurarme yo misma las muestras.

Pregunta: ¿Cuándo (y dónde) se vacían los ceniceros en el Trece Patos?

La verdadera pregunta era ésta: ¿quién había puesto el veneno en la tarta? Y más exactamente: si el difunto se había comido la tarta por casualidad, entonces, ¿a quién iba dirigido el veneno?

Me estremecí cuando una sombra cruzó la isla y, justo al levantar la vista, un oscuro nubarrón tapó el sol. Iba a llover… y pronto. Sin embargo, empezó a llover a cántaros antes de que tuviera tiempo de ponerme en pie: era una de esas tormentas repentinas, breves pero violentas, de principios de junio, uno de esos aguaceros que destrozan las flores y hacen estragos en los desagües. Traté de encontrar un lugar seco y resguardado en el centro exacto de la cúpula abierta, un lugar en el que poder guarecerme del chaparrón. De todas formas, tampoco me sirvió de gran cosa, dado que de repente, como si hubiera surgido de la nada, se levantó un viento frío. Me arropé como pude con los brazos en busca de calor. No me iba a quedar más remedio que esperar, me dije.

– ¡Hola! ¿Estás bien?

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[4] Juego de palabras con el doble significado de folly, que puede referirse a un disparate arquitectónico, pero también, en un sentido más amplio, a la locura. (TV. de la t.)