Había un hombre en el extremo más alejado del lago y me estaba mirando. Debido a la cortina de agua que estaba cayendo no veía más que unas pinceladas de incierto color, que le daban el aspecto de un personaje en un cuadro impresionista. Antes de que pudiera responder, sin embargo, el hombre se remangó los pantalones, se quitó los zapatos y vadeó descalzo el lago para acercarse a mí. Al verlo apoyándose en su largo bastón para mantener el equilibrio pensé en san Cristóbal mártir cruzando el río con el Niño Jesús a cuestas. Sin embargo, cuando el hombre se acercó, me di cuenta de que lo que llevaba sobre los hombros era en realidad una mochila de lona.
Vestía un holgado traje de excursionista y un sombrero de ala ancha y flexible. Recordaba un poco a Leslie Howard, pensé, el actor de cine. Debía de tener unos cincuenta y algo, calculé, más o menos la edad de papá, pero de aspecto más atildado.
Con su cuaderno de bocetos impermeable en la mano, constituía la viva imagen del artista ilustrador ambulante: la vieja Inglaterra y todo eso.
– ¿Estás bien? -repitió.
Fue entonces cuando me di cuenta de que la primera vez no le había contestado.
– Perfectamente, gracias -respondí, balbuciendo en exceso para compensar mi posible grosería anterior-. Me ha pillado la lluvia.
– Ya lo veo -dijo el hombre-. Estás saturada de agua.
– Más que saturada, lo que estoy es empapada -lo corregí. En lo referente a la química, era una purista.
El hombre abrió su mochila y sacó una capelina impermeable como las que llevan los excursionistas en las islas Hébridas. Me la colocó sobre los hombros y entré en calor de inmediato.
– No hacía falta…, pero gracias -dije.
Permanecimos el uno junto al otro en silencio mientras caía la lluvia, contemplando el lago y escuchando el rumor del aguacero. Al cabo de un rato, el hombre dijo:
– Puesto que al parecer estamos los dos abandonados en una isla, no creo que pase nada si nos presentamos.
Traté de situar su acento: Oxford, con un deje bastante particular. ¿Escandinavo, tal vez?
– Me llamo Flavia -dije-. Flavia de Luce.
– Y yo soy Pemberton. Frank Pemberton. Encantado de conocerte, Flavia.
¿Pemberton? ¿No era entonces el hombre que había llegado al Trece Patos justo cuando yo huía de Tully Stoker? No quería que se descubriera mi visita a la posada, así que guardé silencio. Nos dimos un apretón de manos bastante pasado por agua y luego cada cual apartó de inmediato la suya, como hacen los desconocidos después de haberse tocado.
Seguía lloviendo. Al cabo de un rato, el hombre dijo:
– La verdad es que ya sabía quién eras.
– ¿Ah, sí?
– Ajá. Para cualquiera interesado en las mansiones inglesas, el nombre De Luce es bastante conocido. De hecho, tu familia aparece en Quién es Quién.
– ¿Y a usted le interesan las mansiones inglesas, señor Pemberton?
El hombre se echó a reír.
– Se trata de interés profesional, me temo. En realidad, estoy escribiendo un libro sobre el tema. Creo que lo titularé Las casas señoriales de Pemberton: un paseo por el tiempo. Como título, impresiona bastante, ¿no crees?
– Supongo que depende de a quién quiera usted impresionar -dije-, pero sí, impresiona… bastante, quiero decir.
– Resido principalmente en Londres, claro, pero llevo ya una buena temporada recorriendo esta parte del país y tomando notas en mis cuadernos. Me gustaría echarle un vistazo a la finca y entrevistar a tu padre. De hecho, ése es el motivo de mi visita.
– No creo que eso sea posible, señor Pemberton -dije-. Verá, es que se ha producido una repentina muerte en Buckshaw y papá está…, bueno, está ayudando a la policía en sus investigaciones.
Sin pensarlo, había copiado una frase que recordaba de los seriales radiofónicos, aunque no me di cuenta de su trascendencia hasta el momento de pronunciarla.
– ¡Madre de Dios! -exclamó-. ¿Una muerte repentina? Espero que no sea nadie de la familia.
– No -dije-. Se trata de un perfecto desconocido. Pero dado que lo encontraron en el jardín de Buckshaw, mi padre tiene que…
En ese momento dejó de llover tan de improviso como había empezado. Salió el sol para trazar un arco iris en la hierba mojada y cantó un cuco, exactamente como sucede después de la tormenta en la Sinfonía pastoral de Beethoven. Lo juro.
– Lo entiendo perfectamente -dijo el hombre-. No quisiera molestar. Si el coronel De Luce quiere ponerse en contacto conmigo en algún otro momento, me hospedo en el Trece Patos, en Bishop's Lacey. Estoy seguro de que al señor Stoker no le importará hacerme llegar el mensaje.
Me quité la capelina y se la devolví.
– Muchas gracias -dije-. Tengo que volver a casa.
Regresamos vadeando juntos el lago, como un par de bañistas que veranean junto al mar.
– Ha sido un placer conocerte, Flavia -dijo el hombre-. Confío en que con el tiempo lleguemos a ser buenos amigos.
Lo observé mientras se alejaba paseando por la hierba en dirección a la avenida de los castaños, hasta que finalmente lo perdí de vista.
Once
Encontré a Daffy en la biblioteca, encaramada en lo más alto de una escalera con ruedas.
– ¿Dónde está papá? -le pregunté.
Daffy pasó una página y siguió leyendo como si yo no existiera.
– ¿Daffy?
Mi caldero interno empezó a hervir: era una olla en la que burbujeaba una pócima secreta que en cuestión de instantes podía transformar a Flavia la Invisible en Flavia el Mismísimo Demonio.
Agarré la escalera por uno de los peldaños y le di una buena sacudida primero y un buen empujón después para que empezara a rodar. Una vez iniciado el movimiento, no me resultó difícil mantenerlo. Daffy se agarró a la parte superior como una lapa paralizada mientras yo empujaba el trasto por la larga habitación.
– ¡Para, Flavia! ¡Para!
Cuando empezamos a aproximarnos a la entrada a una velocidad inquietante, frené, rodeé la escalera y luego la empujé con fuerza en la dirección opuesta. A todo esto, Daffy se tambaleaba en la parte superior como el vigía de un barco ballenero en pleno vendaval del Atlántico Norte.
– ¿Dónde está papá? -grité.
– Aún está en el estudio con el inspector. ¡Para! ¡Para ya!
En vista de que mi hermana se estaba poniendo más blanca que el papel decidí parar.
Daffy bajó tambaleándose de la escalera y saltó con cuidado al suelo. Por un segundo, creí que iba a embestirme, pero tardó bastante más de lo normal en recuperar el equilibrio.
– A veces me das miedo -me dijo.
Estuve a punto de contestar que a veces me daba miedo hasta a mí misma, pero entonces recordé que en ocasiones el silencio hace más daño que las palabras, así que me mordí la lengua. Aún se le veía el blanco de los ojos, como si fuera un caballo de tiro desbocado, por lo que decidí sacar partido de la situación.
– ¿Dónde vive la señorita Mountjoy?
Daffy me observó, perpleja.
– La señorita bibliotecaria Mountjoy -añadí.
– No tengo ni idea -respondió Daffy-. No he ido a la biblioteca del pueblo desde que era niña.
Con los ojos aún muy abiertos, Daffy me observó por encima de sus gafas.
– Quiero pedirle consejo sobre lo que hay que hacer para ser bibliotecaria.
Era una mentira perfecta. Daffy suavizó la mirada y casi me observó con respeto.
– No sé dónde vive -contestó-. Pregúntale a la señorita Cool, de la confitería. Ella sabe todo lo que se cuece en Bishop's Lacey.
– Gracias, Daffy -dije, mientras mi hermana se dejaba caer en un mullido sillón de orejas-. Eres un lince.