Lo que más me intrigaba era haber descubierto que todo, toda la creación -¡de principio a fin!-, se mantenía unido gracias a enlaces químicos invisibles. Me produjo un extraño e inexplicable consuelo saber que en algún lugar, aunque en nuestro mundo no pudiéramos verlo, existía auténtica estabilidad.
Al principio no establecí la obvia conexión entre el libro y el laboratorio abandonado que había descubierto de niña. Pero cuando finalmente relacioné una y otra cosa, mi vida cobró vida…, si es que eso tiene sentido.
Allí, en el laboratorio del tío Tar, se hallaban perfectamente ordenados los libros de química que con tanto amor había ido recopilando. No tardé mucho en descubrir que, con un poco de esfuerzo por mi parte, la mayoría de ellos no me resultaban complicados. Pronto pasé a los experimentos sencillos, tratando de no olvidar nunca que debía seguir las instrucciones al pie de la letra. Huelga decir que provoqué unos cuantos hedores y explosiones, pero cuanto menos se hable de esa cuestión, mejor que mejor.
Con el tiempo, mis cuadernos de notas fueron cada vez más abultados. De hecho, mi trabajo se volvió más sofisticado cuando la química orgánica fue revelándome sus misterios, y sentí una gran alegría al descubrir que de la naturaleza podía extraerse mucho y con mucha facilidad. Mi mayor pasión era el veneno.
Aparté el follaje con un bastón de bambú que había robado de un paragüero con forma de pata de elefante en el vestíbulo principal. Allí atrás, en el jardín de la cocina, los altos muros de ladrillo rojo aún no dejaban entrar los cálidos rayos del sol, y todo seguía empapado debido a la lluvia que había caído por la noche.
Mientras me abría paso entre la hierba aún sin cortar desde el año anterior, rebusqué con el bastón junto a la base del muro hasta encontrar lo que andaba buscando: una mata de relucientes racimos de tres hojas cuyo brillo color escarlata las diferenciaba de otras plantas trepadoras. Me puse un par de guantes de jardinería que llevaba sujetos al cinturón y, mientras silbaba alegremente una versión de Bibbidi-Bobbidi-Boo, me concentré en mi labor.
Más tarde, en la tranquilidad de mi sanctasanctórum, mi lugar más sagrado -la frase la había encontrado en una biografía de Thomas Jefferson y me la había apropiado-, metí las vistosas plantas en una retorta de cristal, sin quitarme los guantes hasta que las relucientes hojas quedaron bien aplastadas al fondo. A continuación venía la parte que más me gustaba.
Tapé bien la retorta; por un lado la conecté a un matraz en el que ya hervía agua y, por el otro, a un tubo condensador de cristal en forma de serpentín, cuyo extremo abierto colgaba suspendido sobre un vaso de precipitados vacío. Mientras el agua burbujeaba alegremente, contemplé el vapor, que se abrió paso por el tubo y se introdujo en el matraz, entre las hojas. Éstas no tardaron en arrugarse y ablandarse cuando el vapor caliente abrió las minúsculas bolsas entre sus células y liberó los aceites que constituían la esencia de la planta viva.
Ése era el sistema que utilizaban los antiguos alquimistas para practicar su arte: fuego y vapor, vapor y fuego. Destilación.
Ah, sí, adoraba mi trabajo. Destilación.
– Des-ti-la-ción -repetí en voz alta.
Contemplé fascinada cómo se enfriaba el vapor y se condensaba en el serpentín, para después retorcerme las manos presa del éxtasis cuando una gota de líquido transparente colgó suspendida durante un instante y después se precipitó con un audible «plop» al receptáculo situado debajo.
Una vez evaporada el agua que hervía y concluida la operación, apagué la llama y apoyé la barbilla en las manos para contemplar fascinada el fluido del vaso de precipitados, que se separó en dos capas distintas: en el fondo, el agua destilada, transparente, y, sobre ella, un líquido de color amarillo claro. Era el aceite esencial de las hojas: recibía el nombre de urushiol y, entre otras muchas cosas, se utilizaba en la fabricación de esmalte.
Rebusqué en el bolsillo de mi suéter y saqué un tubito dorado. Le quité el tapón y no pude reprimir una sonrisa al contemplar la punta roja: era el pintalabios de Ophelia, que le había robado del cajón de su tocador junto con las perlas y los caramelos Mint Imperial. Y Feely -Doña Estirada- ni siquiera había notado la desaparición.
Al acordarme de los caramelos me metí uno en la boca y lo machaqué ruidosamente con las muelas.
La barra del pintalabios salió sin dificultad y volví a encender la lamparilla de alcohol. No hacía falta mucho calor para reducir a una masa pegajosa aquel material de consistencia cerosa. Si Feely supiera que en la fabricación de pinta-labios se utilizaban escamas de pescado, pensé, no se habría pintarrajeado tan alegremente los labios con aquella cosa. Sonreí. Tenía que acordarme de decírselo. Pero después.
Con una pipeta extraje unos pocos milímetros del aceite destilado que flotaba en el vaso de precipitados y luego, gota a gota, lo vertí muy despacio en la masa en que se había convertido el pintalabios derretido. A continuación removí la mezcla con un depresor lingual de madera. «Poco espeso», pensé. Cogí un tarro de botica y le añadí una gota de cera de abeja para que recuperase la consistencia inicial.
Había llegado la hora de volver a ponerse los guantes… y de coger el molde de bala, fabricado en hierro, que había robado del más que decente museo de armas de fuego de Buckshaw.
No deja de ser curioso que una barra de pintalabios tenga exactamente el mismo tamaño que una bala del calibre 45. Una información muy útil, ciertamente. Tenía que acordarme de reflexionar acerca de sus posibles repercusiones esa noche, cuando estuviera bien calentita en mi cama. En ese preciso instante estaba demasiado ocupada.
Cuando la saqué del molde y la dejé enfriar bajo el agua corriente, la barra con la fórmula alterada encajó a la perfección en su funda dorada. Giré varias veces el dispositivo para subir y bajar la barra de carmín y asegurarme de que funcionaba correctamente. Después le puse el tapón. Feely era una dormilona y sin duda aún estaría desayunando con gran parsimonia.
– ¿Dónde está mi pintalabios, cerda? ¿Qué has hecho con él?
– Está en tu cajón -respondí-. Lo vi cuando te robé las perlas.
En mi corta vida, atrapada entre dos hermanas, no me había quedado más remedio que dominar el arte de la lengua viperina.
– No está en mi cajón. Acabo de mirar allí y no está.
– ¿Te has puesto las gafas? -le pregunté con una sonrisa burlona.
Aunque papá nos había equipado a las tres con gafas, Feely se negaba a ponerse las suyas y, en cuanto a las mías, en realidad eran de cristal de ventana. Sólo las utilizaba para protegerme los ojos en el laboratorio, o bien para inspirar lástima a los demás.
Feely golpeó la mesa con las palmas de las manos y salió de la habitación hecha una furia. Yo, por mi parte, me dediqué a sondear las profundidades de mi segundo bol de cereales Weetabix.
Algo más tarde escribí en mi cuaderno de notas:
Viernes, 2 de junio de 1950, 9.42 horas. El sujeto presenta un aspecto normal, pero se muestra malhumorado. (¿Acaso no lo está siempre?) Los efectos pueden manifestarse entre las 12 y las 72 horas.
No tenía prisa.
La señora Mullet, que era bajita, gris y redonda como una rueda de molino, y quien -no me cabe duda- se consideraba a sí misma el personaje de un poema de A. A. Milne, estaba en la cocina formulando una de sus purulentas tartas de crema. Como siempre, se estaba peleando con el inmenso horno Aga que dominaba la pequeña cocina, atiborrada de trastos por todas partes.