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En ese momento, su mirada estaba perdida en el pasado. Lentamente, volvió los ojos hacia el presente y los fijó en mí.

– Sí -dijo-. Laurence de Luce. Jacko. A tu padre lo llamaban Jacko. Un apodo de la infancia, pero incluso el juez de instrucción lo llamó así: Jacko. Lo pronunció con una voz tan dulce durante la investigación, casi como si lo acariciara… como si aquel nombre tuviera subyugado a todo el tribunal.

– ¿Mi padre prestó declaración durante la investigación?

– Pues claro que testificó…, lo mismo que los otros chicos. Era lo que se hacía en aquella época. Lo negó todo, claro, negó cualquier responsabilidad en el asunto. Un valioso sello había desaparecido de la colección del director y lo único que dijo fue: «¡Oh, no, señor, yo no he sido, señor!» Como si al sello le hubieran salido de repente unos asquerosos dedos y se hubiera robado a sí mismo.

Estaba a punto de decirle «Mi padre no es ningún ladrón, ni tampoco un mentiroso», cuando de repente intuí que nada de lo que yo dijera podría cambiar sus arraigadas convicciones.

– ¿Por qué se ha marchado de la iglesia esta mañana? -le pregunté.

La señorita Mountjoy retrocedió como si acabara de arrojarle un vaso de agua fría en plena cara.

– Tú no tienes pelos en la lengua, ¿verdad?

– No -respondí-. Tenía algo que ver con lo que dijo el vicario acerca de rezar por el desconocido que hay entre nosotros, ¿verdad? El hombre cuyo cadáver encontré en el jardín de Buckshaw.

La señorita Mountjoy bisbiseó entre dientes, como una tetera.

– ¿Tú encontraste el cadáver? ¿Tú?

– Sí -respondí.

– Entonces, dime una cosa… ¿Era pelirrojo?

Cerró los ojos y los mantuvo cerrados mientras aguardaba mi respuesta.

– Sí -respondí-. Era pelirrojo.

– Demos gracias al Señor por lo que nos concede -susurró, antes de volver a abrir los ojos.

Me pareció que su respuesta no sólo era extraña, sino también muy poco cristiana.

– No lo entiendo -repuse. Y era cierto.

– Lo reconocí de inmediato -dijo la señorita Mountjoy-. A pesar de los años transcurridos supe quién era en cuanto vi aquella mata de pelo rojo saliendo del Trece Patos. Y por si con eso no bastara, sus aires arrogantes, su soberbio engreimiento, sus glaciales ojos azules…, cualquiera de esas cosas me habría bastado para saber que Horace Bonepenny había vuelto a Bishop's Lacey.

Tuve la sensación de que nos estábamos adentrando en unas aguas mucho más profundas de lo que yo creía.

– Tal vez ahora entiendas por qué no podía rezar por el eterno reposo de la pérfida alma de aquel muchacho…, de aquel hombre. -Me arrebató la bolsa de caramelos ácidos, se metió uno en la boca y se guardó el resto-. Al contrario -prosiguió-, rezo para que en este mismo instante se esté achicharrando en el infierno.

Y, tras esas palabras, entró en su húmeda Villa Sauce y cerró de un portazo.

¿Quién diantre era Horace Bonepenny? ¿Y por qué había regresado a Bishop's Lacey?

Sólo se me ocurría una persona que pudiera aclarármelo.

Mientras pedaleaba por la avenida de castaños en dirección a Buckshaw me fijé en que el Vauxhall azul ya no estaba frente a la puerta, lo que significaba que el inspector Hewitt y sus hombres ya se habían marchado.

Estaba empujando a Gladys hacia la parte de atrás de la casa cuando oí un golpeteo metálico procedente del invernadero. Me acerqué a la puerta y eché un vistazo al interior: era Dogger.

Estaba sentado sobre un cubo puesto boca abajo, golpeándolo con una paleta. Clang…, clang…, clang…, clang… Igual que cuando la campana de St. Tancred anunciaba el funeral de algún vejestorio de Bishop's Lacey, el sonido se prolongaba interminablemente, como si estuviera tañendo las campanadas de toda una vida: clang…, clang…, clang…, clang…

Dogger estaba de espaldas a la puerta y era obvio que no me había visto. Me alejé sigilosamente hacia la puerta de la cocina, donde armé un buen alboroto al dejar caer a Gladys, que se estrelló con un fuerte golpe metálico contra el escalón de piedra.

– Lo siento, Gladys -susurré. A continuación exclamé en voz lo bastante alta para que se me oyera desde el invernadero-: ¡Diantre! -Fingí entonces que acababa de ver a Dogger a través del cristal-. Ah, hola, Dogger -canturreé-. Precisamente lo estaba buscando.

No se volvió de inmediato, así que fingí que estaba rascando un poco de barro de la suela de mi zapato hasta que Dogger se recobró del susto.

– Señorita Flavia -dijo muy despacio-. Todo el mundo la estaba buscando.

– Bueno, pues aquí estoy.

Era mejor llevar el peso de la conversación hasta que Dogger se repusiera.

– He estado hablando en el pueblo con alguien que me ha hablado de una persona de la que tal vez usted pueda contarme algo.

Dogger me ofreció un amago de sonrisa.

– Ya sé que no me estoy explicando muy bien, pero…

– Sé a qué se refiere -dijo.

– Horace Bonepenny -le solté a bocajarro-. ¿Quién es Horace Bonepenny?

Al oír mis palabras, Dogger empezó a temblar como una rana durante un experimento consistente en conectarle una corriente galvánica a la espina dorsal. Se humedeció los labios y se secó frenéticamente la boca con un pañuelo de bolsillo. Me di cuenta de que la mirada se le estaba volviendo borrosa y que titilaba tanto como las estrellas justo antes del amanecer. Al mismo tiempo, parecía estar realizando un gran esfuerzo por mantener el control, aunque sin demasiado éxito.

– No se preocupe, Dogger -le dije-. No importa. Olvídelo.

Intentó ponerse en pie, pero fue incapaz de levantarse del cubo puesto del revés.

– Señorita Flavia -dijo-, hay preguntas que deben hacerse y hay preguntas que no deben hacerse.

Allí estaba otra vez: como si se tratara de una ley, esas palabras brotaron con naturalidad de los labios de Dogger, pero también con un aire de irrevocabilidad, como si fuera el mismísimo Isaías quien las había pronunciado. Sin embargo, esos pocos vocablos parecieron dejarlo agotado, así que Dogger suspiró y se cubrió la cara con las manos. En ese momento sentí la imperiosa necesidad de echarle los brazos al cuello y abrazarlo, pero sabía que Dogger no estaba preparado, por lo que me limité a ponerle una mano en el hombro. Al hacerlo, me di cuenta de que ese simple gesto me resultaba mucho más reconfortante a mí que a él.

– Voy a buscar a papá -dije-. Lo ayudaremos a ir hasta su habitación.

Dogger volvió muy despacio el rostro hacia mí y vi en él la máscara blanca de una tragedia. Cuando habló, sus palabras sonaron como si alguien estuviera frotando una piedra contra otra:

– Se lo han llevado, señorita Flavia. La policía se lo ha llevado.

Doce

Feely y Daffy estaban sentadas en un floreado sofá del salón, la una en brazos de la otra, ululando igual que sirenas antiaéreas. Ya me había adentrado unos cuantos pasos en el salón para unirme a ellas cuando Ophelia me vio.

– ¿Dónde has estado, mala bestia? -me dijo entre dientes al tiempo que se ponía en pie de un salto y se acercaba a mí como un gato montés. Tenía los ojos hinchados y rojos como los catadióptricos de las bicicletas-. Todo el mundo te estaba buscando. Pensábamos que te habías ahogado. Ah, no sabes cuánto he rezado para que fuera así.

«Bien venida al hogar, Flave», pensé.

– A papá lo han arrestado -dijo Daffy como si fuera lo más normal del mundo-. Se lo han llevado.

– ¿Adónde? -pregunté.

– ¿Y cómo quieres que lo sepamos? -me escupió Ophelia con desdén-. A donde se lleven a los detenidos, supongo. ¿Dónde has estado?

– ¿Bishop's Lacey o Hinley?