Y, sin embargo, tales placeres tendrían que esperar. Me debía a mi padre; sobre mis hombros había recaído la responsabilidad de ayudarlo, especialmente en esos momentos en que él no podía ayudarse a sí mismo. Sabía que debía acudir a su lado, estuviera donde estuviese, y depositar mi espada a sus pies, de la misma forma que un escudero medieval juraba servir a su caballero. Y aunque no pudiera ayudarlo, siempre podría sentarme a su lado. Me di cuenta en ese momento, con una inesperada y penetrante punzada de dolor, de que lo echaba muchísimo de menos.
Se me ocurrió de repente una idea: ¿a cuántos kilómetros de distancia estaba Hinley? ¿Era posible llegar hasta allí antes de que anocheciera? Y aunque lo consiguiera, ¿me permitirían verlo? El corazón empezó a latirme muy de prisa, como si alguien me hubiera obligado a beber té de dedalera.
Era hora de irse. Ya llevaba allí demasiado rato. Consulté el reloj que estaba a la cabecera de la cama: marcaba las tres y cuarenta. El péndulo de la repisa de la chimenea seguía oscilando solemnemente y marcaba las tres y treinta y siete.
Papá debía de estar demasiado angustiado como para darse cuenta, supuse, porque en lo referente a la hora era generalmente un maniático. Me acordé del tono militar que utilizaba para dar órdenes a Dogger (aunque no a nosotras): «Llévele los gladiolos al vicario a las trece cero cero, Dogger -decía-. Lo está esperando. Vuelva a las trece cuarenta y cinco y ya decidiremos qué hacer con las lentejas de agua.»
Contemplé los dos relojes con la esperanza de que se me ocurriera algo. En uno de sus inusuales momentos comunicativos, papá nos había contado que lo que le enamoró de Harriet fue su capacidad reflexiva. «Ciertamente destacable en una mujer, si lo pensamos bien», había dicho.
Y de repente lo vi: uno de los relojes se había parado. Llevaba exactamente tres minutos parado. El reloj de la repisa de la chimenea.
Me acerqué lentamente a él como si en realidad estuviera acechando a un pájaro. La siniestra caja oscura le daba el aspecto de una carroza fúnebre victoriana, de esas con tanto tirador, tanto cristal y tanto barniz negro.
Noté que mi propia mano se acercaba al reloj y me pareció blanca y pequeña en la penumbra de la habitación; noté cómo mis dedos tocaban la gélida parte frontal y cómo mi pulgar abría el pestillo plateado. El péndulo de latón estaba ahora muy cerca de mis dedos, oscilando de un lado a otro con su horrendo tictac. Casi me daba miedo tocarlo. Cogí aire con fuerza y agarré el péndulo fluctuante. Debido a la inercia, se retorció en mi mano durante un segundo, como si fuera un pececillo; como el corazón delator antes de detenerse.
Palpé la parte trasera del pesado latón y me di cuenta de que había algo pegado, algo sujeto con cinta adhesiva: era un paquetito. Tiré con los dedos hasta que se soltó y me cayó en la palma de la mano. Antes incluso de retirar los dedos de las entrañas del reloj, ya intuía lo que estaba a punto de ver…, y no me equivoqué. Allí, sobre la palma de la mano, reposaba un sobrecito de papel siliconado en cuyo interior se veía claramente un sello de correos Penny Black. Un Penny Black con un agujero en el centro, como el que podría haber dejado el pico de una agachadiza chica muerta. ¿Qué tenía ese sello para haber atemorizado tanto a mi padre?
Lo saqué del sobre para observarlo mejor: en primer lugar, teníamos a la reina Victoria con un agujero en la cabeza. Puede que no fuera muy patriótico, pero tampoco era como para impresionar de aquella manera a un hombre hecho y derecho. No, debía de haber algo más.
¿Qué era lo que diferenciaba ese sello de cualquier otro de su misma clase? Al fin y al cabo, ¿no los habían impreso a millones, todos idénticos? ¿O no lo eran?
Recordé aquella ocasión en que mi padre -con el objetivo de ampliar nuestras miras- nos había comunicado que a partir de ese día las noches de los miércoles estarían dedicadas a una serie de charlas (que él mismo nos daría) de obligada asistencia, las cuales tratarían sobre diversos aspectos del gobierno británico. La «Serie A», como él la denominó, llevaba el predecible título de «La historia del sistema de correos Penny Post».
Los sellos de correos, nos había contado papá, se imprimían en hojas de doscientos cuarenta: veinte filas horizontales de doce, lo cual no me resultó difícil de recordar porque 20 es el número atómico del calcio y 12 el del magnesio, así que lo único que tenía que hacer era pensar en CaMg. Cada sello de la hoja llevaba un identificador propio de dos letras, que empezaba con «AA» en el sello de la esquina superior izquierda e iba avanzando alfabéticamente de izquierda a derecha, hasta que se llegaba a «TL» en la esquina inferior derecha de la última fila, es decir, la vigésima.
Ese método, nos contó papá, lo había ideado correos para evitar falsificaciones, aunque no quedaba del todo claro cómo debían evitarlo. Se había generalizado el temor, nos dijo, de que había cientos de falsificadores que trabajaban sin descanso día y noche, desde Land's End hasta John O'Groats, para producir copias con las que estafar penique a penique a su victoriana majestad.
Contemplé de cerca el sello que tenía en la mano. En la parte inferior, bajo la cabeza de la reina Victoria, se podía leer el valor del sello: «One Penny.» [6] A la izquierda de esas dos palabras estaba la letra «B» y a la derecha, la letra «H».
Leído de corrido, decía así: «B One Penny H.»
«BH.» Luego el sello procedía de la segunda fila de la hoja impresa, octava columna de la derecha. Dos-ocho. ¿Significaba eso algo? Dejando aparte el hecho de que 28 es el número atómico del níquel, no se me ocurría nada.
¡Y entonces lo vi claro! No era un número: ¡era una palabra!
¡Bonepenny! Pero no Bonepenny a secas, ¡sino Bonepenny, H.! ¡Horace Bonepenny!
Ensartado en el pico de la agachadiza chica (¡sí!, el apodo de papá en el colegio era «Jacko»!), [7] el sello había servido a la vez como tarjeta de visita y como amenaza de muerte…, amenaza que papá había detectado y comprendido a simple vista.
El pico del pájaro había perforado la cabeza de la reina, pero había dejado el nombre del remitente a la vista de cualquiera que supiera verlo.
Horace Bonepenny. El difunto Horace Bonepenny.
Devolví el sello a su escondite.
En la cima de la colina, un poste de madera podrida -último vestigio de una horca del siglo XVIII- señalaba dos direcciones opuestas. Sabía perfectamente que podía llegar a Hinley por la carretera de Doddingsley, o bien por otra carretera algo más larga pero menos transitada que pasaba por el pueblo de St. Elfrieda. La primera opción me permitiría llegar más rápido; la otra, escasamente utilizada, reducía el riesgo de que me vieran en el caso de que alguien informara de mi desaparición.
– Ja, ja ja -exclamé en tono claramente irónico.
¿Quién se iba a tomar tantas molestias?
Aun así, tomé la carretera de la derecha y conduje a Gladys hacia St. Elfrieda. Era bajada todo el camino, así que fui ganando velocidad. Cuando pedaleé hacia atrás, el cambio Sturmey-Archer de tres marchas que llevaba Gladys en la rueda trasera emitió un sonido como el que producirían un montón de iracundas serpientes de cascabel escupiendo veneno. Imaginé que me seguían y que intentaban morderme los talones. ¡Fue increíble! No me había sentido tan en forma desde el día en que por primera vez conseguí extraer, tras sucesivos procesos de extracción y evaporación, curare sintético de una cala obtenida en el estanque de nenúfares del vicario.
Apoyé los pies en el manillar de la bicicleta y dejé que Gladys me guiara. Mientras descendíamos a toda velocidad por la polvorienta colina, entoné al más puro estilo tirolés una cancioncilla: