Выбрать главу

»Debo admitir que en Trondheim tuvimos mucho éxito: críticos benévolos, público atento… Pero es que esa gente ni siquiera entiende su propia música. También interpretamos a Scarlatti, para llevar un poco de sol italiano a esos nevosos climas del norte. Y aun así, en el intervalo oí a un viajante de comercio dublinés decirle a un amigo: «A mí todo me suena a Grieg, Thor.»

Sonreí atentamente, aunque esa vieja hazaña la había oído contar como mínimo cuarenta y cinco veces.

– Ah, pero eso fue en los viejos tiempos, claro está, antes de la guerra. ¡Stavanger! Sí, claro que he estado allí, pero… ¿por qué lo preguntas?

– ¿Y cómo llegó hasta allí? ¿En barco?

Horace Bonepenny había salido vivo de Noruega y ahora estaba muerto en Inglaterra. Quería saber dónde había estado entre uno y otro momento.

– Pues claro, en barco. No estarás pensando en escaparte de casa, ¿verdad, Flavia?

– Es que anoche, durante la cena, tuvimos una discusión… o, mejor dicho, una pelea… sobre esa cuestión.

Ésa era una de las formas de sacarle el máximo partido a una mentira: revestirla de sinceridad.

– Ophelia pensaba que había que embarcar en Londres, papá insistía en que era Hull, y Daphne votó por Scarborough, pero sólo porque allí está enterrada Anne Brontë.

– Newcastle-upon-Tyne -dijo Maximilian-. En realidad, se embarca en Newcastle-upon-Tyne.

Se oyó un rumor a lo lejos cuando apareció el autobús de Cottesmore, que se acercó tambaleándose de un lado a otro por un sendero entre los setos igual que si fuera una gallina caminando por la cuerda floja. Se detuvo delante del banco y resolló trabajosamente, como si se hubiera rendido a la dura vida que llevaba en las colinas. La puerta de hierro se abrió con un lastimero quejido.

– Ernie, mon vieux -saludó Maximilian-. ¿Has subido hoy algún pasaje interesante?

– Arriba -dijo Ernie, mirando a través del parabrisas.

Si había captado la broma, no lo dio a entender.

– Hoy no subo, Ernie. Sólo estoy usando tu banco para descansar los riñones.

– Los bancos son para uso exclusivo de los viajeros que esperan el autobús. Lo dice el reglamento, Max, y lo sabes perfectamente.

– Es cierto, lo sé, Ernie. Gracias por recordármelo.

Max se dejó resbalar por el banco y apoyó los pies en el suelo.

– Adiós -dijo.

Se ladeó un poco el sombrero y se alejó caminando como si fuera Charlie Chaplin.

La puerta del autobús se cerró con un chirrido mientras Ernie metía una marcha, tras lo cual el vehículo arrancó a regañadientes, entre quejidos y sacudidas. Así, cada cual se fue por su lado: Ernie y su autobús a Cottesmore, Max a su casa y Gladys y yo a Hinley.

La comisaría de policía de Hinley estaba en un edificio que en otros tiempos había sido una posada de posta. Incómodamente apretujada entre un pequeño parque y un cine, la fachada de entramado de madera sobresalía hacia la calle como si de una frente prominente de poblado entrecejo se tratara. La luz azul colgaba del saliente del tejado. En uno de los lados se veía un anexo construido más tarde, pintado de un anodino color marrón, que se pegaba al edificio principal como el estiércol se pega a un vagón de tren. Supuse que era allí donde estaban los calabozos.

Tras dejar a Gladys pastando en un aparcamiento para bicicletas donde abundaban las Raleigh negras de aspecto oficial, subí los gastados escalones y entré por la puerta principal.

Sentado a una mesa había un sargento de uniforme que revolvía papeles y se rascaba la escasa cabellera con la punta afilada de un lápiz. Le sonreí y pasé de largo.

– Alto ahí, alto ahí -exclamó-. ¿Adónde crees que vas, jovencita? -me preguntó.

Al parecer, es típico de los policías hablar formulando preguntas. Le sonreí como si no hubiera entendido nada y me acerqué a una puerta abierta al otro lado de la cual se veía un oscuro pasillo. Mucho más rápido de lo que imaginaba, el sargento se puso en pie de un salto y me agarró del brazo. Me había pillado. No me quedaba más remedio que echarme a llorar.

Detestaba tener que hacerlo, pero era la única arma que tenía al alcance.

Diez minutos más tarde estábamos los dos -el agente de policía Glossop y yo- bebiendo chocolate en la sala de té de la comisaría. Me había dicho que tenía una hija igualita a mí (cosa que me permití dudar), de nombre Elizabeth.

– Ah, sí, nuestra Lizzie ayuda mucho a su pobre madre -dijo-, teniendo en cuenta que aquí mi parienta, o sea, la señora Glossop, va y se me cae de la escalera en el manzanar y se rompe una pata hace dos semanas.

Lo primero que pensé fue que el agente Glossop había leído demasiados números de los cómics infantiles The Beano y The Dandy; es decir, que estaba exagerando un poquitín sólo para entretenerme. Sin embargo, su expresión sincera y su ceño fruncido no tardaron en hacerme cambiar de opinión: aquél era el auténtico agente Glossop y no me iba a quedar más remedio que utilizar el mismo método con él.

Así pues, me eché a llorar otra vez y le dije que yo no tenía madre porque se había muerto en un accidente de alpinismo en el Tíbet, que estaba lejísimos, y que la echaba mucho de menos.

– Bueno, bueno, jovencita -dijo-. Aquí está prohibido llorar. Le resta un poco de dignidad al entorno, por así decirlo, así que será mejor que te limpies esos lagrimones o tendré que encerrarte en el calabozo.

Le ofrecí una débil sonrisa que él me devolvió afectuosamente.

Durante mi representación, varios detectives habían entrado en la sala para tomarse un té y un bollo, y todos me habían dedicado en silencio una solidaria sonrisa. Por lo menos, no me habían hecho preguntas.

– ¿Puedo ver a mi padre, por favor? -le pregunté-. Se llama coronel De Luce y creo que lo tienen ustedes aquí detenido.

El agente Glossop se quedó boquiabierto y me di cuenta de que había jugado mi baza demasiado pronto. Me enfrentaba, pues, con la burocracia.

– Espera aquí -me pidió, y salió a un estrecho pasillo en cuyo extremo se hallaba, al parecer, un muro de barrotes negros de acero.

En cuanto salió el agente eché un rápido vistazo a mi alrededor: me hallaba en una deprimente habitacioncilla cuyos muebles estaban tan gastados que sin duda se los habían comprado directamente a cualquier vendedor ambulante. Las patas de las mesas y de las sillas estaban tan astilladas y llenas de muescas que daba la sensación de que llevaban siglos soportando las patadas en las espinillas propinadas por agentes del Estado equipados con botas reglamentarias.

En un vano intento de darle un aire más alegre a la estancia, alguien había pintado de color verde manzana un pequeño armario de madera, pero el fregadero era una reliquia con tantas manchas de herrumbre que parecía sacado de la prisión de Wormwood Scrubs. En el escurridero se amontonaban tazas desportilladas y platillos agrietados. Reparé entonces en que los parteluces de la ventana eran, en realidad, barrotes de hierro que sólo habían conseguido disimular a medias. La estancia despedía un olor acre y extraño que percibí nada más entrar: olía como si alguien se hubiera dejado en un cajón una tarrina de pasta de anchoas Gentleman's Relish, que con los años se había podrido.

Recordé algunos fragmentos de una composición de la opereta Los piratas de Penzance. «La vida del policía no es nada fácil», había cantado en la radio la compañía de ópera D'Oyly Carte y, como siempre, Gilbert y Sullivan tenían razón.