De repente, pensé en huir. Aquella misión era una absoluta insensatez, poco más que un impulso para salvar a papá que había brotado de la parte más prehistórica de mi cerebro. «Levántate y dirígete hacia la puerta -me dije-. Nadie se va a dar cuenta de que te has ido.»
Escuché en silencio durante un instante, ladeando la cabeza igual que Maximilian para potenciar mi ya de por sí aguzado oído. Desde algún lugar distante me llegaba el zumbido de unas voces graves, como si fueran abejas en una colmena lejana.
Fui deslizando muy despacio los pies, primero uno y luego el otro como si fuera una sensual señorita bailando el tango, y me detuve bruscamente junto a la puerta. Desde donde me hallaba sólo veía una esquina de la mesa que el sargento tenía en el vestíbulo y, por suerte para mí, no vi ningún codo policial apoyado en dicha esquina.
Me arriesgué a echar un vistazo. El pasillo estaba desierto, así que proseguí con mi tango hasta llegar a la puerta, cosa que hice sin novedad, y salí a plena luz del sol. Aunque no era ninguna prisionera, experimenté una maravillosa sensación de fuga.
Me dirigí tranquilamente hasta el aparcamiento de bicicletas. Diez segundos más y emprendería el camino de vuelta a casa. Y entonces, como si acabaran de arrojarme un cubo de agua helada en plena cara, me quedé inmóvil, paralizada por la sorpresa: ¡Gladys había desaparecido! Casi lo grité en voz alta.
Allí estaban todas las bicicletas oficiales, con sus luces no oficiales y sus cestas para llevar asuntos gubernamentales…, pero ¡Gladys había desaparecido!
Miré hacia todas partes y, por algún motivo, las calles me parecieron distintas y más aterradoras ahora que iba a pie. ¿Hacia dónde estaba mi casa? ¿Por dónde se llegaba a la carretera?
Por si no tuviera bastantes problemas, encima se acercaba una tormenta. En el cielo, hacia el oeste, se amontonaban los nubarrones negros, mientras que los que tenía directamente sobre la cabeza ya presentaban la amenazadora tonalidad violácea de los moretones. Me invadió primero el miedo y después la rabia. ¿Cómo había podido ser tan tonta de dejar a Gladys sin atar en un lugar desconocido? ¿Cómo iba a volver a casa? ¿Qué iba a ser de la pobre Flavia?
Feely me había dicho una vez que una nunca debía mostrarse vulnerable cuando se hallaba en un ambiente desconocido, pero… «¿cómo se consigue?», me pregunté. En eso estaba pensando cuando alguien me apoyó una pesada mano en el hombro y me dijo:
– Será mejor que me acompañes. Era el inspector Hewitt.
– Eso sería bastante irregular -dijo el inspector-, y poco apropiado.
Estábamos sentados en su despacho, que era una habitación larga y estrecha que en otros tiempos había sido el bar de la posada de posta. La sala resultaba extraordinariamente pulcra: lo único que le faltaba era una aspidistra en una maceta y un piano.
El mobiliario lo componían un archivador y una mesa de diseño bastante vulgar, una silla, un teléfono y una pequeña estantería sobre la cual se veía la foto enmarcada de una mujer con un abrigo de pelo de camello, sentada en el parapeto de un pintoresco puente de piedra. En cierta manera, me esperaba algo más.
– Tu padre permanecerá aquí hasta que obre en nuestro poder cierta información. Llegado ese momento, lo más probable es que sea trasladado a otro lugar que no puedo revelarte. Lo siento, Flavia, pero lo de verlo es totalmente imposible.
– ¿Está detenido? -le pregunté.
– Me temo que sí.
– Pero… ¿por qué?
No era una buena pregunta y lo supe nada más pronunciarla, pues el inspector Hewitt me estaba observando como si fuera una cría.
– Mira, Flavia -dijo-, sé que estás preocupada y lo entiendo. No tuviste la oportunidad de ver a tu padre antes de…
Bueno, no estabas en Buckshaw cuando trajimos aquí a tu padre. Estos asuntos nunca son fáciles para un agente de policía, la verdad, pero tienes que entender que a veces hay cosas que como amigo haría sin dudar, pero que tengo prohibidas como representante de su majestad.
– Ya lo sé -repuse-. El rey Jorge VI no es muy amigo de las frivolidades.
El inspector Hewitt me contempló con tristeza. Se levantó de su mesa y se acercó a la ventana, donde permaneció largo rato observando los nubarrones que se iban acercando, con las manos unidas a la espalda.
– No -dijo al fin-, el rey Jorge VI no es muy amigo de las frivolidades.
Y entonces, de repente, se me ocurrió una idea. Como si hubiera estallado un relámpago, todo encajó a la perfección, igual que en las imágenes de las películas que, reproducidas hacia atrás, las piezas de un rompecabezas van ocupando su lugar hasta completar el puzle.
– ¿Puedo ser sincera con usted, inspector? -le pregunté.
– Desde luego -me dijo-. Adelante.
– El cadáver que apareció en Buckshaw era el de un hombre que llegó a Bishop's Lacey el viernes tras viajar desde Stavanger, en Noruega. Debe usted liberar de inmediato a mi padre, inspector, porque no fue él, ¿sabe usted?
Aunque se había quedado un tanto perplejo, el inspector se recobró en seguida y me dedicó una sonrisa condescendiente.
– ¿No fue él?
– No -dije-. Fui yo. Yo maté a Horace Bonepenny.
Catorce
Era absolutamente perfecto. No había nadie que pudiese demostrar lo contrario.
Diría que me había despertado en plena noche por culpa de un ruido extraño fuera de la casa. Que había ido abajo y luego había salido al jardín, donde me había topado con un merodeador: un ladrón, tal vez, que se proponía robar los sellos de papá. Tras un breve forcejeo lo había derrotado.
Un momento, Flavia: la última parte parecía un tanto rocambolesca. Horace Bonepenny medía más de metro noventa y podría haberme aplastado con dos dedos. No, habíamos forcejeado y él había muerto: un problema de corazón, seguramente, resultado de alguna dolencia padecida en la infancia. Fiebre reumática, por ejemplo. Sí, exacto. Una insuficiencia cardíaca congestiva retardada, como Beth en Mujercitas. Le recé en silencio a san Tancredo para que obrara un milagro: «Por favor, san Tancredo, que la autopsia de Bonepenny confirme mi mentirijilla.»
– Yo maté a Horace Bonepenny -repetí, como si el hecho de decirlo dos veces le diera más credibilidad.
El inspector Hewitt cogió aire con fuerza y luego lo expulsó por la nariz.
– Cuéntamelo todo -pidió.
– Oí un ruido en plena noche, salí al jardín y alguien que estaba en la oscuridad me atacó…
– Un momento -dijo-. ¿En qué parte de la oscuridad?
– En la oscuridad detrás del cobertizo. Estaba forcejeando para que me soltara cuando de repente oí un borboteo en su garganta, como si hubiera sufrido una insuficiencia cardíaca congestiva debida a un brote de fiebre reumática padecido en la infancia… o algo así.
– Ya -dijo el inspector Hewitt-. ¿Y luego qué hiciste?
– Entré de nuevo en casa y fui a buscar a Dogger. El resto ya lo sabe usted, creo.
Pero un momento… Yo sabía que Dogger no le había contado al inspector que ambos habíamos escuchado a escondidas la discusión de papá con Horace Bonepenny. Aun así, no era muy creíble que Dogger le dijera al inspector que yo lo había despertado a las cuatro de la mañana pero no le hubiera dicho que acababa de matar a un hombre. ¿O sí lo era?
Necesitaba tiempo para resolver esa cuestión.
– Forcejear con un agresor no se puede considerar asesinato -dijo el inspector.
– No -admití-, pero es que no se lo he contado todo.
Repasé a la velocidad del rayo mi fichero mentaclass="underline" venenos desconocidos para la ciencia (demasiado lento); hipnotismo letal (ídem); técnicas secretas y prohibidas de jiu-jitsu (poco creíble; demasiado complicado de explicar). De repente, empecé a darme cuenta de que para ser un mártir había que poseer un gran talento imaginativo, pues no bastaba con la labia.