– Ya por entonces, Horace era un muchacho extraordinariamente alto y con una mata de pelo rojo como el fuego. Tenía los brazos demasiado largos para la chaqueta del uniforme, de forma que las muñecas le sobresalían más allá de los puños de las mangas, como si fueran dos palos desnudos. «Bony», [10] lo llamaban los otros chicos, y se burlaban de él sin piedad por su aspecto. Por si eso fuera poco, tenía unos dedos larguísimos, delgados y blancos, como si de los tentáculos de un pulpo albino se tratara, y la piel clara, casi desteñida, que suele caracterizar a los pelirrojos. Se decía que si tocaba a alguien lo envenenaba. Él lo exageraba un poco, claro está, y jugaba a agarrar torpemente a los chicos que correteaban a su alrededor burlándose de él, siempre lejos de su alcance.
»Una noche, tras jugar a liebres y sabuesos, Bonepenny estaba descansando apoyado en los escalones de una cerca, jadeando como un zorro, cuando un niño llamado Potts se acercó a él de puntillas y le propinó un doloroso golpe en plena cara. En realidad sólo pretendía tocarlo, como cuando juegas al corre que te pillo, pero la cosa se le fue de las manos. Cuando los otros chicos vieron que Bonepenny, el temido monstruo, estaba aturdido y que le sangraba la nariz, se abalanzaron sobre él, y Bony pronto terminó en el suelo, donde empezaron a aporrearlo, patearlo y golpearlo salvajemente. Fue entonces cuando casualmente pasé por allí.
»«¡Quietos!», grité tan alto como pude.
»Para mi sorpresa, la escaramuza cesó de golpe. Los muchachos empezaron a levantarse, uno a uno, de aquel mar de brazos y piernas. Algo en mi voz los impulsó a obedecer de inmediato. Tal vez el hecho de que me hubieran visto realizar trucos de prestidigitación me otorgaba un aire invisible de autoridad, no lo sé, pero lo que sí sé es que, cuando les ordené que regresaran a Greyminster, desaparecieron en el anochecer como una manada de lobos.
»«¿Estás bien?», le pregunté a Bony mientras lo ayudaba a ponerse en pie.
»«Ligeramente tierno, pero sólo en uno o dos sitios bastante separados entre sí… como la carne de vaca de Carnfprth», dijo, y ambos nos echamos a reír. Carnforth era el infame carnicero de Hinley cuya familia suministraba a Greyminster, desde la época de las guerras napoleónicas, la carne dura como suela de zapato para el asado de los domingos.
»Me di cuenta en seguida de que Bony estaba más maltrecho de lo que parecía, pero se comportaba como un valiente.
Le ofrecí el hombro para que se apoyara en mí y lo ayudé a regresar renqueando a Greyminster.
»A partir de ese día, Bony se convirtió en mi sombra. Adoptó los mismos intereses que yo y, al hacerlo, casi se convirtió en una persona distinta. Había momentos, de hecho, en los que tenía la sensación de que Bony se estaba convirtiendo en mí; que allí, ante mis propios ojos, estaba la parte de mí mismo que durante tantas noches había buscado en el espejo.
»Lo que sí sé es que jamás estábamos mejor que cuando estábamos juntos: lo que uno de nosotros no podía hacer, el otro lo conseguía con facilidad. Bony tenía unas dotes innatas para las matemáticas, por lo que no tardó en desvelarme los misterios de la geometría y de la trigonometría. Lo convertía en un juego, hasta el punto de que pasábamos muchas horas de diversión calculando contra qué sala de estudio se estrellaría el reloj de la Residencia Anson cuando lo hiciéramos caer con la gigantesca palanca de vapor que íbamos a inventar. En otra ocasión, calculamos por triangulación una ingeniosa serie de túneles que, a una señal dada, se desmoronarían simultáneamente, lo que provocaría que Greyminster y todos sus habitantes se precipitaran a un abismo dantiano donde los atacarían las avispas, avispones, abejas y gusanos con los que planeábamos infestarlo.
¿Avispas, avispones, abejas y gusanos? ¿Era mi padre el que hablaba? De repente, me di cuenta de que lo escuchaba con una reverencia desacostumbrada.
– Cómo íbamos a hacer todas esas cosas no quedaba claro -prosiguió -, pero lo importante era que mientras yo me iba familiarizando con el bueno de Euclides y sus libros de proposiciones, Bony se estaba revelando, con un poco de ayuda, como un prestidigitador nato. Era gracias a los dedos, claro: aquellos apéndices largos y blancos parecían tener vida propia, y no transcurrió mucho tiempo antes de que Bonepenny dominara por completo el arte de la prestidigitación. Los objetos más diversos aparecían y desaparecían entre sus dedos con tanta elegancia y rapidez que ni siquiera yo, que sabía perfectamente cómo se realizaban los trucos de ilusionismo, creía lo que veía.
»Y a medida que aumentaban sus dotes como prestidigitador, lo mismo sucedía con su autoestima. Gracias a la magia se convirtió en un nuevo Bony, más seguro de sí mismo, más desenvuelto, y tal vez también más descarado. Incluso le cambió la voz. Si hasta entonces tenía la voz estridente de un crío, a partir de ese momento fue como si hablara (por lo menos cuando estaba actuando) con una laringe de caoba pulida: su voz, hipnótica y profesional, siempre encandilaba a los espectadores.
»El truco «La resurrección de Tchang Fu» funcionaba de la siguiente manera: yo me ponía un quimono de seda exageradamente grande que había encontrado en un mercadillo parroquial, una hermosa prenda de color rojo sangre decorada con dragones chinos y misteriosas inscripciones. Me pintarrajeaba la cara con tiza amarilla y me colocaba alrededor de la cabeza una fina goma elástica para dar la sensación de tener los ojos rasgados. Después cogía un par de envolturas de tripa para las salchichas, de las que utilizaba Carnforth, las barnizaba y las cortaba en forma de largas uñas, lo que le daba al disfraz un toque repugnante. Lo único que faltaba para completar mi atuendo era un poco de corcho quemado, unos cuantos trozos de cordel deshilachado a modo de barba y una horrorosa peluca.
»Pedía un voluntario entre el público: un cómplice, desde luego, que había ensayado de antemano. Lo hacía subir al escenario y explicaba, con una alegre voz cantarina de acento mandarín, que me disponía a matarlo, a enviarlo al País de los Felices Ancestros. Al anunciar tal cosa como si fuera lo más normal del mundo, el público inevitablemente reprimía un grito y, antes de que los espectadores tuvieran tiempo de recobrarse, yo sacaba una pistola de entre los pliegues del quimono, la apuntaba al corazón de mi cómplice y apretaba el gatillo.
»Una pistola de salida puede provocar un horrible estruendo si se dispara en un espacio cerrado, así que la detonación resultaba de lo más terrorífica. Mi ayudante se llevaba las manos al pecho y apretaba con una de ellas un cucurucho de papel lleno de kétchup, que brotaba de forma horripilante entre sus dedos. Luego se miraba el pecho y se quedaba boquiabierto de incredulidad:
»«¡Ayúdame, Jacko!», chillaba. «El truco ha salido mal! ¡Estoy herido!» A continuación, caía muerto de espaldas.
»Para entonces, los espectadores contemplaban la escena aturdidos, muy erguidos en sus butacas. Algunos se habían puesto, de pie, otros lloraban. Yo levantaba una mano para tranquilizarlos.
»«¡Silensio!», decía entre dientes, observándolos con una mirada atroz. «Ancestlos quielen silensio.»
»Algunos espectadores dejaban escapar una risilla nerviosa, pero en general todos estaban mudos de asombro. De la oscuridad sacaba una sábana enrollada y la extendía sobre mi cómplice aparentemente muerto, dejando a la vista sólo su rostro vuelto hacia el techo.
»Bien, la sábana en sí era un objeto bastante curioso, que yo mismo había fabricado con el mayor secreto. Estaba dividida en tres partes a lo largo gracias a dos delgadas varillas de madera cosidas en el interior de dos estrechos bolsillos, que recorrían la tela en toda su longitud. Una vez enrollada la sábana a lo largo, las varillas resultaban invisibles.