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– ¡Ah, señorita Flavia! Aquí, querida, ayúdeme con el horno.

Antes de que se me ocurriera una respuesta apropiada, sin embargo, papá apareció detrás de mí.

– Flavia, quiero hablar contigo -dijo con una voz tan pesada como el plomo en las botas de un buzo.

Observé a la señora Mullet para ver cómo reaccionaba. Lo habitual en ella era que desapareciera en cuanto olisqueaba una situación incómoda y, en una ocasión en que papá le había alzado la voz, la pobre se había enrollado en una alfombra y se había negado a salir de allí hasta que alguien fuera a buscar a su esposo.

La señora Mullet cerró la puerta del horno como si estuviera hecha de cristal de Waterford.

– Tengo que irme -dijo-. La comida se está calentando en el horno.

– Gracias, señora Mullet -dijo papá-. Ya nos las arreglaremos.

Siempre nos las estábamos arreglando.

La mujer abrió la puerta de la cocina y, de repente, dejó escapar un chillido más propio de un tejón acorralado.

– ¡Oh, madre de Dios! Discúlpeme usted, coronel De Luce, pero… ¡Oh, madre de Dios!

Papá y yo tuvimos que apartarla un poco para ver al otro lado. Era un pájaro, una agachadiza chica, y estaba muerta. Yacía de espaldas en el umbral de la puerta, con una desagradable mirada vidriosa y las alas desplegadas como si fuera un pequeño pterodáctilo. La larga aguja negra que era su pico apuntaba directamente al cielo. La brisa matutina agitó algo clavado en él…, un trocito de papel.

No, no era un trocito de papel. Era un sello de correos.

Papá se agachó para verlo mejor y reprimió una exclamación. De repente se llevó las manos, que le temblaban como las hojas de un álamo en otoño, a la garganta y su rostro se tornó del color de la ceniza mojada.

Dos

Como suele decirse, un escalofrío me recorrió la espalda. Durante un segundo creí que a papá le había dado un infarto, como les suele pasar a los padres que llevan una vida sedentaria. Un día la están agobiando a una para que mastique cada bocado veintinueve veces y al día siguiente salen en The Daily Telegraph:

Calderwood, Jabez, de la Casa Parroquial de Frinton. Fallecido inesperadamente en su residencia el 14 del presente mes, sábado. Hijo de fulanito y menganita… Deja tres hijas, Anna, Diana y Trianna…

Calderwood, Jabez y los de su calaña tenían la costumbre de salir disparados hacia el cielo como los muñecos de las cajas de resorte y de dejar atrás, para que se buscaran la vida, a una caterva de hijas supuestamente afligidas.

¿Es que yo no había perdido ya a uno de mis progenitores? Seguro que a papá no se le ocurriría jamás gastarme una broma tan pesada. ¿O sí?

No. En ese momento resoplaba trabajosamente por la nariz, igual que un caballo de tiro, mientras trataba de acercarse a la cosa del umbral. Con los dedos, que se me antojaron largas y temblorosas pinzas blancas, desprendió muy despacio el sello del pico del pájaro muerto y, acto seguido, se guardó a toda prisa el agujereado pedacito de papel en uno de los bolsillos de su chaleco. Después señaló con un dedo tembloroso el pequeño cadáver.

– Deshágase de eso, señora Mullet -dijo con una voz ahogada que no parecía la suya, sino más bien la de un desconocido.

– Ay, Señor, coronel De Luce… -empezó la señora Mullet-. Ay, Señor, coronel, creo que… no… Quiero decir…

Pero papá ya no estaba: se había marchado a su estudio hecho una furia, resoplando y gruñendo como la locomotora de un tren de mercancías. Y mientras la señora Mullet iba a buscar la escoba, tapándose la boca con la mano, yo me escabullí a mi habitación.

Las habitaciones de Buckshaw eran inmensas, como oscuros hangares para guardar zepelines, y la mía, que se hallaba en el ala sur -o ala de Tar, como la llamábamos-, era la mayor de todas. El papel de las paredes, de principios de la época victoriana, era de color amarillo mostaza salpicado de unas cosas que parecían rojos coágulos de cordel y la hacía parecer aún más amplia, hasta el punto de asemejarse a un yermo gélido y ventoso. Incluso en verano la caminata a través de la habitación hasta el lejano lavabo que estaba cerca de la ventana constituía una aventura que habría intimidado al mismísimo Scott del Antártico. Y ése era, precisamente, el motivo por el que yo misma la evitaba y trepaba directamente a mi cama con dosel, donde, arrebujada en una manta de lana, podía sentarme con las piernas cruzadas hasta el día del juicio final y reflexionar acerca de mi existencia.

Pensé, por ejemplo, en aquella vez en que utilicé el cuchillo de la mantequilla para arrancar muestras del ictérico papel que cubría las paredes de mi habitación. Recordé también que Daffy me había hablado, con unos ojos abiertos como platos, de un libro de A. J. Cronin en el que un pobre diablo enfermaba y moría después de haber dormido en una habitación en cuyo papel pintado se había utilizado arsénico como principal colorante. Muy ilusionada, llevé las muestras al laboratorio para analizarlas.

Nada de recurrir a la aburrida prueba de Marsh. Gracias, pero no era mi estilo. Yo prefería el método por el cual primero se convertía el arsénico en trióxido de arsénico y luego se calentaba con acetato de sodio para producir óxido de cacodilo, que no sólo es una de las sustancias más venenosas de la faz de la Tierra, sino que además tiene la ventaja añadida de despedir un olor increíblemente desagradable: parecido al hedor de los ajos podridos, aunque un millón de veces peor. Su descubridor, Bunsen (famoso por su quemador), afirmó que bastaba con oler la sustancia en cuestión para que uno notara un cosquilleo en pies y manos y se le formara una asquerosa capa negra sobre la lengua. ¡Ah, sí, los caminos del Señor son inescrutables!

No es difícil imaginar mi decepción al descubrir que en mis muestras no había el más mínimo rastro de arsénico. Como colorante, se había utilizado un sencillo tinte orgánico, probablemente extraído del sauce cabruno (Salix caprea) o cualquier otro tinte vegetal igualmente inofensivo y aburrido.

Por algún motivo, ese recuerdo me hizo pensar de nuevo en papá. ¿Qué era lo que lo había asustado tanto en la puerta de la cocina? Y… ¿era realmente miedo lo que había visto en su expresión?

Sí, de eso no me cabía duda. En realidad, no podía ser otra cosa, pues yo conocía muy bien sus expresiones de rabia, de impaciencia o de cansancio y sus repentinos ataques de malhumor. Todos esos estados cruzaban de vez en cuando por su rostro, como las sombras de las nubes que recorrían nuestras colinas inglesas.

A papá no le asustaban los pájaros muertos, de eso estaba segura, pues lo había visto trinchar en más de una ocasión el robusto ganso de Navidad, blandiendo el cuchillo y el tenedor con el aire de un asesino oriental. ¿No serían las plumas las que lo habían asustado? ¿O la mirada sin vida del animal?

Desde luego, no podía ser el sello, pues papá quería más a sus sellos que a sus hijas. A lo largo de su vida sólo había una cosa por la que hubiera sentido más cariño que por sus sellos: Harriet. Y, como ya he dicho, estaba muerta.

Igual que la agachadiza. ¿Era eso lo que había motivado su reacción?

– ¡No, no! ¡Marchaos!

La ronca voz me llegó a través de la ventana abierta, me hizo perder el hilo de mis pensamientos y consiguió que éstos se enredaran. Aparté la manta, salté de la cama, crucé corriendo la habitación y eché un vistazo al jardín de la cocina.

Era Dogger, que estaba pegado al muro del jardín, con los dedos oscuros y arrugados bien separados sobre los desvaídos ladrillos rojos.

– ¡No os acerquéis! ¡Marchaos!

Dogger era el criado de papá, o su factótum. Y estaba solo en el jardín. Se rumoreaba -en realidad, he de admitir que era la señora Mullet quien lo rumoreaba- que Dogger había sobrevivido dos años en un campo de prisioneros japonés, experiencia a la que habían seguido trece meses de torturas, hambre, desnutrición y trabajos forzados en la construcción del ferrocarril de la muerte, que unía Birmania y Tailandia. Se decía, incluso, que durante ese tiempo se había visto obligado a comer ratas.